Letras
Una historia sin importancia
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Después del rancho me quedé solo en la cochera. Sobre la vetusta mesa de despacho releí la carta de Carmen. Rodeado por aquel decorado anacrónico de película de Alfredo Mayo con guión de Jaime de Andrade, sentí de nuevo cómo la angustia de mis veintidós años pugnaba por romper en forma de lágrimas.

Me las aguanté como tantas otras veces.

No me apetecía soportar la sorna del tenientito Márquez si me sorprendía sollozando en el garaje de la batería de Plana Mayor. Aquel cachorro fascista, abnegado creyente de un credo falso de banderas y sangres espesas, no me podía ni ver. A Martín, el otro conductor de mi reemplazo, le trataba con la displicencia bondadosa que se reserva a los bobos o a los pobres, pero a mí me reservaba una inquina agria, como la que merecen los traidores y los judas.

Yo era de su clase, y eso no me lo perdonaría nunca.

Yo no era uno de esos mendrugos medio analfabetos extraídos de los más desfavorecidos estratos de esta España nuestra que tanto amaba: es decir, para él, yo no era un sirviente. Por eso me exigía que comprendiese que mi deber era acorde con mi cuna.

Pero, de alguna forma, se daba cuenta de que me ciscaba en su patria, en su ejército y en su honor amargo de batallas perdidas, y eso lo exasperaba tanto como ver escupir sobre las hostias consagradas. Aunque bien me cuide de decirlo nunca, de sobresalir o de hacerme notar.

Sólo que yo no era tan listo como Martín para hacerme el tonto de una forma tan perfecta.

El bueno de Martín, con esa cara de pan, sus enormes orejas de soplillo, y ese aire vacuo de no enterarse de nada. Era de algún pueblo desconocido de Cuenca; un buen tipo, para nada tonto, que se pasó la mejor mili que yo haya visto. Lo logró fingiendo una estulticia impermeable a los himnos y las órdenes. Nadie le pedía adhesión a los valores marciales. Con que hiciese su trabajo bastaba.

A mí, sin embargo, no sólo me pedían que fuese buen soldado, sino que además querían me creyese la comedia de un honor de cartón piedra.

Encendí el maltrecho radiocasete. Sonó Rosendo y su Pan de higo. Intenté escribir una respuesta a mi novia, adecuada a mi estado de ánimo. Pero aquello ahondaba mi soledad. En su última carta no me enviaba las dulces promesas de amor que tanto necesitaba. Por el contrario, me decía con lucidez abrasiva que todas mis hiperbólicas declaraciones de sentimientos apasionados estaban motivadas por mi situación de secuestrado legal y no por un amor verdadero.

Sí, claro, por supuesto que vivir encerrado en un frío caserón, rodeado de muros y de tipos con galones dispuestos a joderte, exacerba el sentimiento y que se llegan a decir cosas exageradas. Pero se quiere de una forma muy intensa y estúpida con veintidós años cuando se está en el ejército. Lo atestiguan millones de epístolas de amor enviadas desde los cuarteles, plagadas de faltas ortográficas.

Sentado a la vieja mesa, a punto de empapar los folios de amargura, mi reino de camiones todo terreno fue invadido por alguien que me hizo olvidar las tribulaciones de enamorado adolescente. Era Benito, mi primer amigo en la Brigada Paracaidista.

Había estado ingresado en el Gómez Ulla un par de semanas. En un análisis de sangre le habían detectado restos de heroína. Cosa bastante frecuente en nuestro cuerpo. En ese caso te planteaban dos opciones: seguir como si nada hubiese pasado pero con un arresto, o licenciarte por inhábil.

Él había entrado voluntario, pero ya había quedado suficientemente decepcionado de un régimen tiránico y arbitrario, de tanta mamonada injusta justificada con la sempiterna excusa de que formábamos parte de un cuerpo de élite.

Así que, harto de todo, optó por la licencia. El inconveniente era que entonces te hacían pasar por un expediente médico, con el objeto de declararte incapaz para el servicio por trastorno mental. Para cumplir con el trámite te internaban en el hospital militar, en la planta de psiquiatría.

Mientras nos fumábamos unos chinos, me relató la inolvidable experiencia vivida. Gran parte de los internos, debido a su extrema demencia, vegetaban permanentemente atados a sus camas. A todos sin excepción los duchaban en grupos con mangueras a presión en unas salas con azulejos blancos hasta el techo, y, por supuesto, también a todos los mantenían narcotizados durante el día entero.

Contaba que como en un sueño nebuloso había visto allí a gente aparcada desde hacía años: oficiales, hijos de militares y soldados de reemplazo. Un día entraron sanos en un cuartel, y luego quedaron allí almacenados como trastos inservibles.

Igual que en Alguien voló sobre el nido del cuco, aseguraba con un hilo de voz, aguantando todo lo posible el humo envenenado que subía desde el papel de aluminio.

Yo sentía su marcha, porque lo quería de veras, pero me alegraba por él. Dieciocho meses de mili se pueden hacer eternos. Supongo que él también estaba harto de aguantarse las lágrimas, de tener que andar con ese fingido aire chulesco, como de vaquero.

Harto de las bromas cuarteleras, de las conversaciones estúpidas, de las revistas guarras con las páginas pegadas por el semen reseco, del nocturno murmullo masturbatorio, del espantoso olor del tigre, de los ratones en la taquilla, de las maniobras a cero grados, del toque de diana, del toque de bandera, del toque de oración, del toque de retreta, de formar, de formar y de formar.

Benito era de Salamanca, y como yo mismo, un estupendo chaval de buena familia; estudiante en la Universidad Pontificia, con una novia adecuada y una maldita cabeza loca que le había llevado a alistarse en los paracaidistas.

A su primer chino le invité yo.

Al año de mi licencia nos vimos en su ciudad; yo había ido a un congreso de derecho penal que se celebraba allí; fui con una nueva novia y sin haber vuelto a fumar heroína desde que abandoné el cuartel.

Él seguía siendo el mismo tipo fantástico, pero su novia le había dejado, ya no estudiaba, y en su casa le obligaban a seguir un programa de desintoxicación.