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Los ausentes
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Llegamos al atardecer. Estábamos cansados. Habían sido dos horas de viaje desde Nueva Jersey. El vecindario al que arribamos, típicamente suburbano, se veía silencioso, y sólo los graznidos asustados de los cuervos nos dieron la bienvenida.

Varios tonos azul oscuro manchaban el cielo. Salí del auto y observé la casa. No me gustó. Era vieja, estilo victoriano; se me antojó marchita, triste, desigual. Ethan sacó las llaves y entró. Lo seguí con desencanto.

Por dentro reinaba un olor a antigüedad que hasta me hizo toser. Tuve que salir, había empezado a lagrimear por la alergia al polvo. Supe que nos esperaba mucho trabajo, eso me desanimó. Pero, como decía Ethan, al menos era un sitio decente donde dormir.

Esa noche barrimos el piso y dispusimos un sitio para pernoctar en la sala. No pudimos subir al segundo nivel porque los focos parecían quemados, pues no se encendían al mover el interruptor y yo moría de miedo, entonces Ethan sacó nuestras viejas bolsas de dormir del auto y nos acomodamos.

Dolly nos había contado sólo la mitad de lo que le faltaba a la casa, yo no me sentía molesta con ella, puesto que a fin de cuentas nos estaba haciendo un favor al dejarnos vivir allí por la temporada, sin embargo, tampoco estaba feliz.

Ethan sentía lo contrario. Estaba entusiasmado por todos los arreglos que había que hacer, no dejó de hablar hasta que se quedó dormido, y como yo prefería escuchar su voz a los quejidos de la casa, lo dejé por esa noche. El sueño me vino muy tarde, creo que mientras aguzaba mi oído a unas finas pisadas que, preferí pensar, eran ratones.

Al día siguiente me despertaron los graznidos de los cuervos. Me levanté, Ethan ya había tomado una ducha y estaba concentrado en arreglar la avería de la luz eléctrica del segundo nivel. Me dijo que el baño de la habitación mayor estaba limpio. Subí. Había dos grandes ventanas que daban al jardín interior, desde mi posición se podía vislumbrar un árbol inmenso que cortaba con su silueta la luz del sol mañanero. El cuarto estaba completamente vacío salvo por esquirlas de vidrio que se me antojaron pedazos de espejo; caminé alrededor, me llamaron la atención los estampados en las paredes, que asemejaban flores o serpientes en un delicado azul. El baño debió haber sido una obra de arte, Ethan había intentado acondicionarlo en pocas horas. Era totalmente blanco, se podía vislumbrar tras los restos de polvo que resistieron la limpieza y la tímida corrosión de los caños cuya pátina dorada se podía vislumbrar con un poco de imaginación.

Así empezamos a vivir allí, a mediados del verano. No hicimos mucha amistad con los vecinos, eran pocos porque las casas eran inmensas en esa calle y había una media de tres por bloque. Además, muchos pensaban que la casa seguía abandonada.

La única persona que tuvo a bien darnos la bienvenida fue Hank, el vecino de la propiedad que estaba a la derecha. Él había conocido a los abuelos de Dolly y se había enterado de los planes de ella para la casa. Estaba feliz porque sabía muy bien que ella había rechazado una oferta millonaria para usar el terreno de la casona en un plan de construcción de cuatro pequeñas casas estilo townhouse, de las que son idénticas y están pegadas una a la otra como niños siameses, algo que no era del agrado de nadie en el vecindario, que a toda costa defendía su clásica configuración. Si no lo hacemos, esto también se va a tugurizar, dijo, aludiendo a los nuevos proyectos que se construían al otro lado de la avenida, no tan lejos de nuestra calle. Hank fue muy amable, incluso habló de contratar a Ethan en un futuro, ya que Dolly había hablado muy bien de su trabajo como ebanista y restaurador.

Al mes de nuestra llegada, la casa empezó a adquirir un aspecto más decente. Ethan se había dedicado sobre todo a los pisos y los adornos de la gran escalera. Dijo que, con paciencia, aquel salón iba a quedar grandioso y Dolly lo adoraría.

Yo seguía escuchando los ruidos en las noches, y temblaba los fines de semana cuando a Ethan se le daba por irse al centro de la ciudad, a tomarse un par de cervezas en la taberna, para no perder la costumbre. Muchas veces le rogué me dejara acompañarlo, pero él era muy terco y decía que los dos necesitábamos esos escapes suyos para vivir en paz. Él se iba a las 8 y no regresaba hasta las 11:30, no era mucho tiempo, pero el necesario para vivir un infierno. No subía a las habitaciones, porque tenía miedo de las sombras que proyectaba el gran árbol a la distancia; no entraba a la gran cocina porque estaba segura de que había ratones o algo peor aun que me espantaba el sólo pensarlo; entonces me quedaba en la antesala y encendía las luces, mientras cogía una de mis revistas para leer. Muchas veces empezaba a caer rendida de cansancio sobre el sillón en el que me sentaba, sin embargo no lograba conciliar el sueño, puesto que tenía la impresión terrorífica de que alguien me miraba mientras bajaba desde las habitaciones para atraparme, y la alfombra envejecida de los escalones silenciaba los pasos de mi observador. En esos momentos hasta podía escuchar un tintineo difuso en el silencio sepulcral de las noches en esa calle, y mi imaginación jugueteaba hasta hacerme sentir roces, respiraciones, crujidos extraños. Pero, aunque siempre tuve unas ganas locas por echarme a correr y nunca regresar a la casa, me contenía hasta el máximo, porque sabía muy bien que no tenía hacia dónde ir.

Las mañanas no eran tan abrumadoras salvo por el sonido detestable de los cuervos. Ellos estaban siempre allí, a toda hora; cuando cocinaba, cuando ayudaba a Ethan con alguna cosa que estuviera haciendo en la reparación, cuando me iba a recostar en los jardines a descansar. Eran la equivalencia a los vecinos entrometidos que no teníamos. Nos acosaban con sus picos largos, muchas veces los encontré husmeando en alguna cornisa de las ventanas, eran tremendamente audaces y dueños absolutos del árbol inmenso del jardín. Los pajarracos molestaban, pero al menos me hacían compañía. También había ardillas y mapaches; las primeras eran esquivas y apenas se le podía vislumbrar entre la hierba; los segundos aparecían al atardecer, a merodear por los tachos de basura, eran unos animales hermosos y astutos, pero yo no quería saber nada con ellos, porque sabía que eran portadores de rabia.

Ethan, mientras tanto, continuaba con la refacción, cada día me admiraba más su trabajo, no es que antes no lo hubiera visto hacerlo, pero esta vez era distinto, sobre todo porque significaba una prueba de que, a pesar de su absurda caída en las drogas, la rehabilitación era un hecho y él había recuperado su vida nuevamente; además, era la primera vez que convivíamos en una de las casonas que él restauraba, esto, aunque me doliera admitirlo, gracias a Dolly quien siempre confió en él. Después de perder nuestro apartamento por falta de pagos y la declaratoria en bancarrota a la que tuvimos que ampararnos, por ser la única salida al estado calamitoso en el que el vicio de Ethan nos arrastró; nos vimos obligados a parar de sitio en sitio, primero donde mi familia, quienes sólo nos aguantaban por escasos meses o semanas; lo que yo ganaba en la lavandería era muy poco y apenas alcanzaba para ayudarlos con la renta o comprar víveres. Cuando ninguno de ellos nos quiso dar posada, empezamos con los amigos, Ethan daba muestras de rehabilitación, pero a ellos les molestaba sus escapadas a las cantinas, cada noche; si bien él nunca llegaba mareado, o les había hecho una de esas escenas tristes con las que los borrachos pierden amistades para siempre, era seguro que ese comportamiento irregular daba mucho que desear y llenaba de inseguridad a nuestros anfitriones. Además estaba el hecho de que Ethan había perdido su renombre como ebanista serio, y la gente que lo contrataba como restaurador ya no quería saber nada más con él. A veces sólo le ofrecían trabajos de albañilería que él despreciaba y lo hundía en el mal humor. Hasta que apareció Dolly. Al inicio sospeché, ella lo vino a buscar una mañana a la casa de una amiga mía, quien nos había acogido por la semana; la tal Dolly era una mujer un poco subida de peso, con el cabello rubio recogido en un moño increíble que acababa en forma de roseta sobre su cabeza. Ethan no estaba porque había conseguido un empleo temporal en una construcción, yo la recibí; me contó, sin mucha vergüenza, que había conocido a mi marido hacía dos noches en una barra, que habían conversado y él le había contado acerca de su profesión. Ella, por casualidad, conocía algunos de las casonas locales que él había restaurado hace años, le gustaba mucho el trabajo y por eso, luego de pensarlo y consultarlo con su asesor, había tenido una idea interesante, pero necesitaba hablar con Ethan, pues eran cosas de negocios que sólo podría tratar con él. Eso me molestó un poco, porque creí sentir cierta desfachatez en lo que contaba y también, una pizca de desprecio hacia mi persona, en la mirada inclemente que sus ojos azules le daban a mi cara famélica y cansada, o a mi delantal sucio (había estado cocinando para mi amiga, como una forma de pagarle el hospedaje), incluso, a mis manos medio hinchadas por el calor.

Cuando, en la noche, le conté a Ethan acerca de la visita de Dolly, él sonrió y salió de inmediato, no regresó hasta muy tarde en la madrugada (algo que molestó un poco a mi amiga la dueña de la casa y aceleró el fin de nuestra estadía allí), tenía una sonrisa con sabor a cerveza en los labios. Me dijo “Tengo trabajo, querida” y luego se echó a dormir.

A la mañana siguiente me enteré de todo. Dolly había heredado una casona de sus abuelos paternos, un sitio añorable para ella, en un condado de Nueva York, llamado Staten Island, un sitio interesante, tranquilo, donde la casa era un punto histórico no oficial y, hasta tenía nombre: “Hollandöllern Haus”, un edificio con sabor a historia de, si bien no los primeros habitantes de la isla, pero de una familia respetable de finales del siglo XIX. Dolly quería hacer de la casona un museo donde exhibir, no solamente las bellezas arquitectónicas de la casa, sino también una serie de artefactos y curiosidades que su familia acumuló con el correr de los años, entre ellas la famosa vajilla utilitaria de la depresión, los trajes de su bisabuela, la belleza de los “quilt” cosidos a mano y diseñados por las delicadas manos de las mujeres de su apellido, durante años de asimilación a una cultura que ahora los abarcaba y los hacía parte del tesoro histórico local, de una isla que empezó su vida en sociedad a partir de la llegada de inmigrantes europeos. Ethan, cuya experiencia con casas estilo victoriano era inigualable, estaba de lo más animado. Yo no sabía qué decir, me alegraba la idea del trabajo, pero sentía que lo perdía. Yo había seguido junto a él, a pesar de todo por lo que habíamos pasado, porque lo amaba sinceramente e intuía que necesitándome como apoyo ante tanta adversidad, me haría irreemplazable en su vida. Pero aparecía entonces aquella Dolly, con su elegancia y con un movimiento de sus manos, mi Ethan ya tenía un trabajo que no lo avergonzaba y una salida a tanta depresión. En realidad, esperaba que él me dijera cuáles eran los planes para nosotros, puesto que en ese momento estábamos en Jersey City, sentados en el mirador que da a la isla de Manhattan, con nuestras cuatro bolsas negras llenas de ropa, zapatos y una que otra cosa personal, esperaba que me dijera: “Querida, supongo que irás conmigo a Staten Island”.

Pero no lo dijo. Cuando me enteré que Ethan y Dolly habían decidido que él viviría en la casa, durante el tiempo que durara la restauración, sentí que se me acababa el mundo. No me había mencionado en ningún momento, ¿cuál era su plan para mí? Yo que lo había acompañado en las buenas y las malas, ahora me veía amarrada a una bolsa de plástico con mi vida adentro, como una pordiosera en el parque, escuchando a mi marido de años relatar su vida futura en un proyecto, pero sin tomarme en cuenta. Sin embargo me quedé callada y lo escuché, mientras la brisa que venía del río nos revolvía los cabellos, y los turistas que merodeaban por allí, en busca de una foto del recuerdo, nos lanzaban miradas de conmiseración. Nosotros los “sin casa”, que dábamos mal aspecto a la ciudad.

Aquella noche dormimos en un hotelucho plagado de cucarachas y ratones. Dolly le había adelantado un dinero a Ethan y esto era lo más decente que podía conseguir, sobre todo si teníamos en cuenta que necesitaba comprar un auto, puesto que era necesario para el transporte en Staten Island, y herramientas de su profesión, ya que en los años en los que lo atrapó la droga, las perdió todas, al venderlas por unos cuántos dólares para satisfacer su adicción.

Fue entonces cuando él me preguntó cuáles eran mis planes, yo me quedé callada y sólo atiné a llorar, “pensé que siempre íbamos a estar juntos”, le dije. Él pareció no escucharme, mientras murmuró que tal vez eran tiempos difíciles y yo debería decidir, tal vez necesitábamos pensar bien en lo que había sido nuestra vida juntos; yo lloré más y le pedí que no me dejara, que me llevara con él, porque sinceramente, no tenía a dónde ir. Creo que lo convencí. Esa noche no dijo nada, pero a la mañana siguiente murmuró casi entre dientes que iba a buscar un auto de segunda mano y yo debía ordenar nuestras pertenencias, porque en dos días nos mudábamos a Nueva York.

El aleteo de los pájaros me saca de los recuerdos. Ethan martilla incesantemente en el piso superior. Hemos tenido que instalar mallas metálicas en los ventanales, porque la casa había perdido todas las que tenía y ahora es necesario, hay un padecimiento que se llama “el virus del Nilo” puede llegar a ser mortal, y la están transmitiendo los mosquitos. Todo el condado de Nueva York está en alerta, lo escuché por la radio, sobre todo aquí, en esta isla, en donde ya hay varios casos de personas y animales infectados. El alcalde de la ciudad ha ordenado una fumigación. Los residentes, por nuestra parte, debemos usar repelentes y tratar de cerrar las ventanas al atardecer (algo casi imposible en nuestro caso, puesto que el calor del verano es insoportable, y no tenemos siquiera un ventilador). Hoy noche fumigarán, va a pasar un coche rociador por las calles, el líquido es inofensivo para los humanos, han dicho, sin embargo Hank ha pasado por la casa a contarnos que ayer hubo una manifestación en el city hall, mucha gente protestó porque no creen que el insecticida sea inofensivo, y el medio ambiente está en peligro también. Alguien tiene que sacar la cara por los animales que absorberán el rocío de químicos, nos dijo, su cara tenía cierto tono de preocupación, cierta tristeza.

Ya casi no vemos ardillas en el jardín, las tardes son silenciosas y los graznidos de los cuervos en el gran árbol son apenas imperceptibles. Ethan dice que, en un par de meses más, el trabajo estará casi listo. Han pasado casi cuatro semanas y, a pesar de las fumigaciones, siguen apareciendo casos de infección. Ahora hay pocas aves, dicen que ellas son las primeras víctimas, no se sabe si del virus o de la fumigación.

La foto de Ethan salió en el periódico local hace unos días, él está entusiasmado, alabaron su trabajo en “Hollandöllern Haus”, en ningún momento mencionaron su pasado de adicción, más bien alabaron la calidad de su restauración y compararon el aspecto que está tomando la casa bajo sus manos artísticas, con una foto de archivo en la que se ve a la casona en su apogeo.

Luego de eso, ha llegado gente importante a conversar con él. Lo veo más animado que nunca, e incluso piensa en que deberíamos pensar en la posibilidad de empezar una vida aquí, tal vez en la zona más urbana donde la renta es económica y yo pueda conseguir algo qué hacer. Yo estoy de acuerdo e imagino nuestra vida, mientras paseo por el jardín para recoger cuerpecillos inertes de gorriones cuyas patitas constreñidas parecen ramas secas rodeadas de mosquitos.

Los días pasan, hay noches en que Ethan ya no tiene ganas de pasearse por la barra de un bar y se queda a mi lado, yo ya no le tengo más miedo a la casa, ha renacido y es como si sus sombras se ocultaran bajo el nuevo barniz de renovación que está tomando. Las habitaciones se ven hermosas, hermosísimas con los detalles interiores que siempre tuvieron. Ahora el trabajo es en los pisos, han llegado dos personas más que trabajan sólo por las mañanas y siguen las direcciones de Ethan acerca de la sustitución de placas de madera. Según el álbum de fotos que tenemos, el revoque exterior de la casa cada vez se parece más al original. En un mes dará por terminada esa parte, tal vez tengamos que empezar a buscar un sitio a dónde ir puesto que ya el interior estará listo y empezará la parte de decoración, algo que necesita espacio y no será un trabajo exclusivo de Ethan, sino de otro especialista en la materia. No es un gran problema, puesto que ya le han encomendado la restauración del hall central del ayuntamiento y también está en conversaciones para trabajar a medio tiempo en la casa museo más importante de la isla.

Me va a dar pena dejar esta casa, lo reconozco, me adecué a ella a fin de cuentas. El verano se ha ido también y con él desaparecen poco a poco los miedos al virus del Nilo, las protestas en el City Hall cambiaron de tema, se centran ahora en la reconstrucción de la zona cero de Manhattan. Los mapaches han desaparecido de los tachos de basura; Hank, con una cara de preocupación ambiental, dice que la otra vez encontró dos de esos animales muertos en el campo de golf, se extraña el sonido natural de trinos y graznidos al salir el sol.

***

Las hojas de los árboles toman el color amarillo del otoño y caen sin cuidado sobre el jardín, se amontonan, no hay pisadas pequeñas que las hagan crujir bajo sus patitas. Se me antoja triste el panorama, pero prefiero no pensar. Hay tantos parques y jardines en esta isla, tanto verdor, tal vez pronto regresen los pájaros.

***

Hoy vamos a mudarnos. Hemos conseguido un apartamento en una zona distinta, pero dentro de la isla, un sitio donde los jardines son pequeños y el espacio para vivir es diminuto, pero al menos es nuestro y no encierra tanta oscuridad. Amontonamos nuestras pertenencias en la cajuela del carro. La luz del día agoniza lentamente. El cielo crepuscular se ve vacío. Recuerdo la tarde en la que arribamos a este lugar, entonces me doy cuenta de que hay otros grandes ausentes esta vez, los cuervos; ellos también han desaparecido, hará tiempo que ya no se les ve, pero no me había dado cuenta, sus graznidos sin gracia habían sido mi compañía, hoy no están para decirme adiós. Hank sale a la puerta de su casa para despedirse. El auto avanza. A veces creo divisar una que otra mancha oscura, un bulto de plumas negras inmóvil a un lado de la pista, la velocidad me impide verlo bien. Me pregunto si son los cuervos. No sé qué responderme y miro al cielo.