Letras
Cuatro relatos
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Los mermas

Aunque inundan el bosque, nadie ha podido hacer una descripción fidedigna de los mermas. Los niños hojean libros de zoología en busca de sus formas y de sus hábitos, pero los diagramas los conducen al lobo, pues en su primera etapa un merma tiene el cuerpo de este animal. ¿Cómo identificar en una manada al merma? Un explorador armenio asegura que se debe detectar al macho o hembra más silencioso, al que suele apartarse de la manada, oler las piedras, el musgo, aullar cuando ninguno aúlla. Y es que el merma no se siente bien en ninguna compañía, la ansiedad lo devora y acaba abandonando la manada. Se interna entre las sombras, deja de cazar, duerme muchas horas, semanas enteras. Todo su cuerpo empieza a correr hacia un punto impreciso, no material, que supuestamente se encuentra en su pecho. El pelo se hunde en la piel, los colmillos en la encía. Luego se queda en carne viva, y es posible ver el movimiento de sus pulmones y el latido del corazón. Durante las primeras heladas los órganos fluyen hacia el punto espiritual en el pecho del merma. Si alguien lo encuentra en esos momentos podría apreciar cómo los riñones adoptan la forma de un río y los intestinos parecen cataratas. Cada hueso se vuelve un silbido del viento. Nada queda ya del lobo, el merma ha alcanzado su plenitud. Sale de la madriguera y aúlla junto a nosotros, nos muerde el cuello, nos lame la superficie del corazón, pero nada vemos pues el espíritu sopla donde quiere y su llegada es impredecible.

 

Parefagia

El periodista estaba a la caza de una historia descabellada. Le trajeron una muchacha de belleza indígena. Tenía dieciséis años, leía a Chesterton, amaba las Crónicas vampíricas y su familia la había condenado al ostracismo en aquel manicomio. Él imaginó su artículo en primera plana, pero la hermosura de la loca le provocó una erección. Le tocó las manos, eran muy suaves. “Me pico con una aguja”, dijo ella. Levantó un poco las mangas y se vieron las cicatrices. Su antiguo novio también se sajaba. “¿Y se beben la sangre uno al otro?”, preguntó el reportero, quien ya pensaba estar a punto de grabar la frase que lo consagraría como confesor de vampiros. “No, yo misma me bebo mi sangre para recuperar a mi familia. Tengo la sangre de todos. Yo estoy segura que el día en que me quede sin una gota de sangre los habré recuperado uno a uno”. El periodista, desconcertado, iba a preguntar a qué sabía la sangre, pero se dio cuenta de que era una pregunta tonta. Ella lo arrastró hacia el interior de un baño. Cuando empezó a desnudarla vio que algunas partes de los brazos eran sólo piel cicatrizada sobre los huesos. El seno izquierdo estaba totalmente rebanado. Retrocedió con susto. Intentó abrir la puerta, pero la cerradura se había trabado. Miró a la loca. Tenía un muslo carcomido y el otro de una belleza de la que sólo pueden hablar las palabras pronunciadas durante un sueño y que luego se olvidan. “¿Por qué te comiste tu seno? Seguro era bellísimo”. “Es que ahí estaba mi madre. La eché a mi estómago”. Intentó convencerla de que no devorara su otra mama, pero ella lo silenció. “No he podido arrancarme los ojos, ahí está el día en que mi padre jugó conmigo junto a un arroyo. Usted me los arrancará a mordidas y luego me los echará en la boca. Iba a negarse, pero la loca lo arrinconó y le introdujo una larga aguja en el pecho. “Dos o tres centímetros más y le llega al corazón”. Entonces él empezó a devorarle las pupilas negras. La sangre caía a borbotones, mojó los labios de Paola, eran un maquillaje espectral. El periodista no pudo evitar besarla. Ella succionó de la lengua de él los pedazos de ojos y empujó la aguja hasta matarlo. Volvió sola y ciega a su dormitorio. Durante las inspecciones forenses el director del periódico encontró la grabadora, escuchó la historia, y la publicó en primera plana.

 

Gucumatz

Sé que el cielo está vacío. Sé que no existe nadie que pueda articular la palabra cielo ni concebir su vacuidad. La palabra es un don de los hombres, no de los dioses. Por tanto, haber constatado esta ausencia de astros y galaxias es una designación que en mí no tiene razón de ser. Las palabras engendran el tiempo, ponen en marcha mi ocaso, pues un dios bajo los siglos es como un pez en el desierto, la piel se le calcina en el decursar de la arena mientras se añora aquel momento antiguo en que todo estaba en suspenso. Cuando sólo existía un cielo infinito sobre un mar infinito. Sus aguas son frías, y a veces el esplendor de unas plumas interrumpen su quietud. Las plumas se agitan, sus colores llamativos atraen al dios que se cobija bajo ellas y comienza a soñar las sílabas, los nombres, las oraciones... Yo fui ese dios. En mi pesadilla suicida pronuncié la palabra luz, la palabra sol, la palabra luna, y los días comenzaron a rodar. Hubiera podido sustraerme a ese ensueño, hubiera podido huir a grutas donde la luz del astro no fuese más que una quimera. Pero era hechizante, y tras las primeras formas intuí otras más siniestras aun. La insondable serpiente sobre la que los guerreros levantaron Chichén Itzá. La partícula de infinitud que enmascara al Coodz Poop. Y cuando ya no me quedó ninguna historia que urdir, ningún milenio por configurar, mis últimos sueños se diseminaron en la selva interminable. Ahora el cedro y el roble con sus raíces me sumergen en el silencio de la tierra. No oigo a las hormigas correr en sus cuevas ni al agua circular en el subsuelo. Ignoro si los minerales siguen intercambiando moléculas. El tiempo que yo mismo inventé me ha convertido en su víctima. Ya nadie me necesita.

 

El oscuro pájaro del placer

Escucho que la cama de mi madre cruje. Parece que se levanta. Un pájaro negro traspasa la puerta de mi cuarto. Sólo puedo verle la parte inferior de las patas, tiene las uñas destrozadas, partidas en el nacimiento, sangran. Sobre la cabecera de mi cama empieza a perder altura, ya viene de caída. Aparto rápido la cara y cierro los ojos. El cuerpo se precipita sobre las almohadas, oigo cómo sufre tratando de incorporarse sobre sus patas, pero a juzgar por el sonido siempre cae de lado. Ya no se esfuerza más, quizás se dio por vencido. No quiero ver, el corazón me palpita y mis manos aferran la sábana, en lugar de plumas palpo unos dedos suaves entre los pliegues, los tomo, abro los ojos, es una muchacha bellísima, su rostro es exacto al de una fotografía de mi madre cuando tenía quince años: un contraste delirante entre la blancura de la piel y los cabellos negrísimos, peinados al estilo de María Félix en La diosa arrodillada. Empiezo a bajar la sábana, aparecen las bases de los senos. Grandes, duros, redondos. La mano me tiembla. Ella levanta las cejas en una expresión de: “¿no es esto acaso lo que quieres?”. Asiento. Pone uno de sus pezones en mi boca. Empiezo a succionar, se hace más grande y duro, mana de él una leche dulce y tibia. Jugueteo, le paso la lengua. Esto la excita. Se frota entre los muslos. Grita y grita de placer. Aumenta la leche en mi boca, ya es demasiada, se sale, empapa la sabana, sigue subiendo alrededor de mi cuerpo. Estoy como en una alberca tibia. Quito mis labios de su pezón y beso su boca. Una y otra vez nos acariciamos con las lenguas. El nivel de la leche baja y sólo quedan las sábanas mojadas. “Me voy, tengo que reponerme”, dice. Se levanta, abre la puerta de mi cuarto y escuchó el vuelo de un pájaro que se dirige hacia el cuarto de mi madre.