En
el siglo XVII, el genial matemático Blaise Pascal escribió que los hombres
nunca hacen el mal con tanto placer como cuando lo hacen por convicciones
religiosas. Esta idea —de un hombre profundamente religioso— tuvo diferentes
variaciones desde entonces. Durante el siglo pasado, los mayores crímenes
contra la humanidad fueron promovidos, con orgullo y pasión, en nombre del
Progreso, de la Justicia y de la Libertad. En nombre del Amor, puritanos y
moralistas organizaron el odio, la opresión y la humillación; en nombre de la
vida, los líderes y profetas derramaron la muerte por vastas regiones del
planeta. Actualmente, Dios ha vuelto a ser la principal excusa para ejercitar el
odio y la muerte, ocultando las ambiciones de poder, los intereses terrenales y
subterrenales tras sagradas invocaciones. De esta forma, reduciendo cada
tragedia en el planeta a la milenaria y simplificada tradición de la lucha del
Bien contra el Mal, de Dios contra el Demonio, se legitima el odio, la violencia
y la muerte. De otra forma, no podríamos entender cómo hombres y mujeres se
inclinan para rezar con orgullo y fanatismo, con hipócrita humildad, como si
fuesen ángeles puros, modelos de moralidad, al tiempo que esconden entre sus
ropas la pólvora o el cheque extendido para la muerte. Y si sus líderes son
conscientes del fraude, sus súbditos no son menos responsables por estúpidos,
no son menos responsables de tantos crímenes y matanzas que explotan cada día,
promovidos por criminales convicciones metafísicas, en nombre de Dios y la
Moral —cuando no en nombre de una raza, de una cultura y de una larga
tradición recién estrenada, hecha a medida de la ambición y los odios
presentes.
El imperio de las simplificaciones
Sí, podemos creer en los pueblos. Podemos creer que
son capaces de las creaciones más asombrosas —como será un día su propia
liberación—; y de estupideces inconmensurables también, disimuladas siempre
por un interesado discurso complaciente que procura anular la crítica y la
provocación a la mala conciencia. Pero, ¿cómo llegamos a tantas negligencias
criminales? ¿De dónde sale tanto orgullo en este mundo donde la violencia
aumenta cada vez más y cada vez más gente dice haber escuchado a Dios?
La historia política nos demuestra que una
simplificación es más poderosa y es mejor aceptada por la vasta mayoría de
una sociedad que una problematización. Para un político o para un líder
espiritual, por ejemplo, es una muestra de debilidad admitir que la realidad es
compleja. Si su adversario procede despojando el problema de sus contradicciones
y lo presenta ante el público como una lucha del Bien contra el Mal, sin duda
tendrá más posibilidades de triunfar. Al fin y al cabo la educación básica y
primaria de nuestro tiempo está basada en la publicidad del consumo o en la
sumisión permisiva; elegimos y compramos aquello que nos soluciona los
problemas, rápido y barato, aunque el problema sea creado por la solución,
aunque el problema continúe siendo real y la solución siga siendo virtual. Sin
embargo, una simplificación no elimina la complejidad del problema analizado
sino que, por el contrario, produce mayores y a veces trágicas consecuencias.
Negar una enfermedad no la cura; la empeora.
¿Por qué no hablamos de los porqué?
Tratemos ahora de problematizar un fenómeno social
cualquiera. Sin duda, no llegaremos al fondo de su complejidad, pero podemos
tener una idea del grado de simplificación con el que es tratado diariamente,
no siempre de forma inocente.
Comencemos con un breve ejemplo. Consideremos el
caso de un hombre que viola y mata a una niña. Tomo este ejemplo no sólo por
ser uno de los crímenes más aborrecibles que podemos considerar, junto con la
tortura, sino porque representa una maldita costumbre criminal en todas nuestras
sociedades, aun en aquellas que se jactan de su virtuosismo moral.
En primer lugar, tenemos un crimen. Más allá de
los significados de “crimen” y de “castigo”, podemos valorar el acto en
sí mismo, es decir, no necesitamos recurrir a la genealogía del criminal y de
su víctima, no necesitamos investigar sobre los orígenes de la conducta del
criminal para valorar el hecho en sí. Tanto la violación como el asesinato
deben ser castigados por la ley, por el resto de la sociedad. Y punto. Desde
este punto de vista, no hay discusiones.
Muy bien. Ahora imaginemos que en un país
determinado la cantidad de violaciones y asesinatos se duplica en un año y
luego vuelve a duplicarse al año siguiente. Una simplificación sería reducir
el nuevo fenómeno al hecho criminal antes descrito. Es decir, una
simplificación sería entender que la solución al problema sería no dejar ni
uno solo de los crímenes impunes. Dicho de una tercer forma, una
simplificación sería no reconocer el fenómeno social detrás de un
hecho delictivo individual. Un análisis más a fondo del primer caso podría
revelarnos una infancia dolorosa, marcada por los abusos sexuales contra el
futuro abusador, contra el futuro criminal. Esta observación, de ningún modo
quitaría valoración criminal al hecho en sí, tal como lo anotamos más
arriba, pero serviría para comenzar a ver la complejidad de un problema que
amenaza con ser simplificado al extremo de perpetuarlo. A partir de este
análisis psicológico del individuo, seguramente pasaríamos a advertir otro
tipo de implicaciones referidas a su propio contexto, como por ejemplo las
condiciones económicas de una determinada clase social sumergida, su
explotación o su estigmatización moral a través del resto de la sociedad, la
violencia moral y la humillación de la miseria, sus escalas de valores
construidas según un aparato de producción, reproducción y consumo
contradictorio, por instituciones sociales como una educación pública que no
los ayuda más de lo que los humilla, ciertas organizaciones religiosas que han
creado el pecado para los pobres al tiempo que los usan para ganarse el
Paraíso, los medios de comunicación, la publicidad, las contradicciones
laborales... y así sucesivamente.
De la misma forma podemos entender el terrorismo de
nuestro tiempo. Está fuera de discusión (o debería estarlo) el valor criminal
de un acto terrorista en sí mismo. Matar es siempre una desgracia, una
maldición histórica. Pero matar inocentes y a gran escala no tiene
justificación ni perdón de ningún tipo. Por lo tanto, renunciar al castigo de
quienes lo promueven sería a su vez un acto de cobardía y una flagrante
concesión a la impunidad.
No obstante, también aquí debemos recordar la
advertencia inicial. Entender un fenómeno histórico y social como la
consecuencia de la existencia de “malos” en la Tierra, es una
simplificación excesivamente ingenua o, de lo contrario, es una simplificación
astutamente ideológica que, al evitar un análisis integral —histórico,
económico, de poder— excluye a los administradores del significado: los
buenos.
No vamos a entrar a analizar, en estas breves
reflexiones, cómo se llega a identificar a un determinado grupo y no a otros
con el calificativo de “terroristas”. Para ello bastaría con recomendar la
lectura de Roland Barthes —por mencionar sólo un clásico. Vamos a asumir el
significado restringido del término, que es el que han consolidado los medios
de prensa y el resto de las narraciones políticas.
No obstante, aun así, si recurriésemos a la idea
de que el terrorismo existe porque existen criminales en el mundo, tendríamos
que pensar que en los últimos tiempos ha habido una cosecha excesiva de seres
malvados. Lo cual se encuentra explícito en el discurso de todos los gobiernos
de los países afectados por el fenómeno. Pero si fuera verdad que hoy en
nuestro mundo hay más malos que antes, seguramente no será por gracia de Dios
sino por un devenir histórico que ha producido tal fenómeno. Ningún fenómeno
histórico se produce por azar y, por lo tanto, creer que matando a los
terroristas se eliminará el terrorismo en el mundo no sólo es una
simplificación necia, sino que, al negar un origen histórico al problema, al
presentarlo como ahistórico, como producto puro del Mal, incluso como la lucha
entre dos “esencias” teológicas apartadas de cualquier contexto político,
económico y social provocan un agravamiento trágico. Es una forma de no
enfrentar el problema, de no atacar sus profundas raíces.
En muchas ocasiones no se puede prescindir de la
violencia. Por ejemplo, si alguien nos ataca parecería lícito que nos
defendamos con el mismo grado de violencia. Seguramente un verdadero cristiano
ofrecería la otra mejilla antes que promover una reacción violenta; no
obstante, si reaccionara con violencia ante una agresión no se le podría negar
el derecho, aunque esté en contradicción con uno de los mandamientos de
Cristo. Pero si una persona o un gobierno nos dice que la violencia se reducirá
derramando más violencia sobre los malos —y afectando de paso a inocentes—,
no sólo está negando la búsqueda del origen de ese fenómeno, sino que
además estará consolidándolo o, al menos, legitimándolo ante la vista de
quienes sufren las consecuencias.
Castigar a los culpables de la violencia es un acto
de justicia. Sostener que la violencia existe sólo porque existen los violentos
es un acto de ignorancia o de manipulación ideológica.
Si se continúa simplificando el problema,
sosteniendo que se trata de un conflicto producido por la “incompatibilidad”
de dos concepciones religiosas —como si alguna de ellas no hubiese estado ahí
desde hace siglos—, como si se tratase de una simple guerra donde el triunfo
se deduce de la derrota final del enemigo, se llevará al mundo a una guerra
intercontinental. Si se busca seriamente el origen y la motivación del problema
—el “por qué”— y se actúa eliminándolo o atenuándolo, seguramente
asistiremos al relajamiento de una tensión que cada día es mayor. No al final
de la violencia y la injusticia del mundo, pero al menos se evitará una
desgracia de proporciones inimaginables.
El análisis del “origen de la violencia” no
tendría mucho valor si se produjese y se consumiese dentro de una universidad.
Deberá ser un problema de titulares, un problema a discutir desapasionadamente
en los bares y en las calles. Simultáneamente, habrá que reconocer, una vez
más, que necesitamos un verdadero diálogo. No reiniciar la farsa diplomática,
sino un diálogo entre pueblos que comienzan peligrosamente a verse como
enemigos, como amenazas, unos de otros —una discusión, más bien, basada en
una profunda y aplastante ignorancia del otro y de sí mismo. Es urgente un
diálogo doloroso pero valiente, donde cada uno de nosotros reconozcamos
nuestros prejuicios y nuestros egoísmos. Un diálogo que prescinda del
fanatismo religioso —islámico y cristiano— tan de moda en estos días, con
pretensiones de mesianismo y purismo moral. Un diálogo, en fin, aunque le pese
a los sordos que no quieren oír.
El Dios verdadero
Según los verdaderos fieles y la religión
verdadera, sólo puede haber un Dios verdadero, Dios. Algunos afirman que el
verdadero Dios es Uno y es Tres al mismo tiempo, pero a juzgar por las
evidencias Dios es Uno y es Muchos más. El verdadero Dios es único pero con
políticas diferentes según los intereses de los verdaderos fieles. Cada uno es
el Dios verdadero, cada uno mueve a sus fieles contra los fieles de los otros
dioses que son siempre dioses falsos aunque cada uno sea el Dios verdadero. Cada
Dios verdadero organiza la virtud de cada pueblo virtuoso sobre la base de las
verdaderas costumbres y la verdadera Moral. Existe una sola Moral basada en el
Dios verdadero, pero como existen múltiples Dios verdadero también existen
múltiples Moral verdadera, una sola de la cual es verdaderamente verdadera.
Pero ¿cómo saber cuál es la verdadera verdad? Los
métodos de prueba son discutibles; lo que no se discute es la praxis
probatoria: el desprecio, la amenaza, la opresión y, por las dudas, la muerte.
La muerte verdadera siempre es el recurso final e inevitable de la verdad
verdadera, que procede del Dios verdadero, para salvar a la verdadera Moral y,
sobre todo, a los verdaderos fieles.
Sí, a veces dudo de lo verdadero y sé que la duda
ha sido maldecida por todas las religiones, por todas las teologías y por todos
los discursos políticos. A veces dudo, pero es probable que Dios no desprecie
mi duda. Debe estar muy ocupado entre tanta obviedad, ante tanto orgullo, entre
tanta moralidad, detrás de tantos ministros que se han apropiado de su palabra,
secuestrándolo en un edificio cualquiera para actuar puertas afuera sin
obstáculos.