Ya hemos cumplido los cinco años de trabajo en Internet y el
privilegio que nos ha proporcionado leer a muchas personas de todo el mundo, nos
ha provocado también la necesidad de formularnos muchas preguntas: las
innovaciones técnicas, ¿cambiarán la literatura? ¿Ha cambiado algo en estos
años que podamos percibir ya? ¿Hacia dónde va la literatura de nuestra
época?
La primera respuesta que se me ocurre es
cuantitativa; ahora se escribe mucho más que hace cinco años, se dejaron de
escribir cartas y todavía no habíamos comenzado a escribir correos
electrónicos, quizá fue breve y poco evidente, pero hubo un tremendo vacío de
comunicación escrita durante algunos años y con la aparición de Internet ese
vacío se ha colmado.
Creo también que en este momento se están
fraguando alianzas importantes entre diferentes recursos: sonoros, visuales,
verbales, interactivos, que las nuevas tecnologías han puesto a nuestro
alcance: el net-art, en el que es importante la presencia de la palabra, y la
poesía visual son manifestaciones cada día más sólidas en el terreno
artístico y por supuesto en el literario.
Pero siempre que me interrogo sobre cómo va a
cambiar la literatura recuerdo el experimento que hizo un periódico hace unos
tres años: publicó cinco comienzos de novela, cuatro escritos por ordenadores
y uno humano. Los lectores tenían que adivinar cual era el “humano” y no lo
consiguieron. Este experimento me trajo a la memoria las palabras que había
escrito Viliers de l’Isle Adam, ya en 1886, en su obra La Eva futura:
“Desde cuándo Dios concede la palabra a las máquinas”, se preguntaba Lord
Ewald, el protagonista de la novela. “Desde que ve el pésimo uso que hacéis
de ellas”, le responde Thomas Alva Edison, el inventor.
Como os decía no he encontrado respuestas
concluyentes para las preguntas que hacía al principio, lo que sí estoy
intentando es buscar antecedentes que me den pistas firmes en la propia
literatura.
Considero que una de las funciones primordiales de
una escuela de escritura es sugerir lecturas, no se puede aprender a escribir y
a reflexionar sino leyendo. Por eso he decidido recomendaros tres obras que yo
no llamaría de ciencia ficción, porque no se dejan simplificar con la etiqueta
de un género y porque la estrategia narrativa que utilizan es la de aquellas
novelas de las que Borges decía “que no se proponen como una transcripción
de la realidad, sino que son un objeto artificial que no sufre ninguna parte
injustificada”.
En La Eva futura Lord Ewald conoce a una
mujer hermosísima, Miss Alicia Clary, y se enamora locamente, pero pronto
descubre, consternado, que es imposible mantener una conversación con ella, es
tan bella como estúpida. Después de debatirse entre la atracción y el rechazo
que la mujer le produce toma una decisión: le encarga a su amigo Thomas Alva
Edison que le fabrique una autómata físicamente igual que Alicia, pero
inteligente y locuaz.
En la novela, que por cierto Viliers escribió en
papel de periódico por la pobreza en que vivía, lo cual no le impidió
ambientarla entre las clases más acomodadas y me permite a mí insistir en que
la literatura no tiene qué ser a la fuerza autobiográfica, el romántico
francés aborda un asunto con mucha tradición literaria y poco desarrollo
científico. En cuestiones de robots la tecnología va muy por detrás de la
literatura y creo que la imita. Cuando se construyó el primer robot en 1961 ya
hacía dos siglos que los había inventado la literatura y que formaban parte de
nuestro imaginario colectivo.
Pero Hadaly no es un robot sino un androide, como el
Frankenstein que Mary Shelley creó en 1818. Los androides son seres vivos
mientras los robots no son sino ingenios metálicos, hay quién apunta incluso
que la aparición de la electrónica provoco un repentino envejecimiento de los
robots: ¿quién va a querer que un robot le abra la puerta si puede abrirla con
una célula fotoeléctrica?
Antes y después de Hadaly, que se alimenta de
electricidad y se lubrica con aceite de rosas, han existido muchas otras
androides bellas y seductoras, pero esta obra de Edison es encargada con una
clara exigencia, Hadaly ha de ser inteligente y, si la inteligencia consiste en
la capacidad para enfrentarse a situaciones inesperadas, no es suficiente que
esté programada para repetir tareas. En esta diferencia entre Hadaly y sus
congéneres reside la originalidad de la novela, su gran ambición consiste en
narrarnos nada más ni menos que el proceso de construcción de una inteligencia
artificial.
Un experto en reflexionar sobre las consecuencias de
las nuevas tecnologías, Paul Virilio, dice: “Todo el mundo debería releer el
maravilloso libro de Villiers de l’Isle Adam, La Eva futura, modelo de
María, la ‘mujer eléctrica’ de Metrópolis de Fritz Lang. El libro
anticipa la superación del cuerpo por ondas corporales, por cuerpos de emisión
y recepción. Y por tanto la cibersexualidad —pero también la
cibersocialidad, la cibercultura en general”.
La segunda novela que quiero recomendaros se titula Locus
Solus, el lugar único al que se refiere el título es el jardín en el que
Canterel, un inventor peculiar, lleva a cabo unos experimentos que no se dejan
resumir.
Locus Solus es uno de los más logrados
exponentes de la literatura de constricciones. Constricción es un antónimo de
inspiración, escribir partiendo de constricciones consiste en escribir a partir
de “reglas”, de “leyes” que hay que obedecer, quizá la constricción
más famosa es el S+7 que consiste en escribir un texto a partir de una lista de
palabras dadas de antemano, pero no es tan simple, hay que buscar cada palabra
en un diccionario, contar siete palabras detrás de ella y esa, la que ocupa el
séptimo lugar es la que aparecerá en el texto, así se garantiza que las
palabras “obligatorias” sean elegidas por el azar y se nos encomienda la
tarea de encontrar las relaciones posibles de las unas con las otras para
construir la historia.
En las constricciones se fundamentó toda la obra de
Raymond Roussel, que además de Locus Solus y Memorias de África
escribió un interesante libro titulado Cómo escribí algunos de mis libros.
Roussel tampoco considera la literatura como una transcripción de la realidad
sino todo lo contrario. Para él también es “el objeto artificial que no
sufre ninguna parte injustificada” que después definiría Borges.
Para poder llevar a cabo su labor literaria Roussel
crea un método de escritura, entiende la obra literaria como el proceso de
plantear y resolver problemas: aplica a la escritura procesos científicos,
parte de términos inconexos pero obligatorios cuyas relaciones tiene que
explorar el texto, juega con falsos sinónimos, con imposiciones numéricas, con
construcciones que se inspiran en las matemáticas más herméticas.
El propio Roussel se dio cuenta de que había caído
en un punto sin retorno, de que “la complejidad de su metodología había
evolucionado de tal manera que convertía en interminable cualquier proyecto
nuevo que emprendiera”. Y sin embargo seguía convencido de que sus métodos
podían resultar válidos para otros.
El intenso efecto que su literatura logra
producirnos reside en la gran distancia que crea con el lector, que desconoce
tanto el origen como la finalidad de sus historias puesto que desconoce las “constricciones”
que el autor ha utilizado. Cocteau llegó a decir que temía que una exposición
demasiado prolongada a los escritos de Roussel pudiera colocarle “bajo un
hechizo del que le resultaba imposible escapar”. Una de las definiciones
atinadas de lo poético dice que nace del choque entre dos palabras que antes
nunca habían coincidido, lo que Raymond Roussel construye es un método para
generar imágenes poéticas haciendo chocar objetos, palabras, anécdotas,
historias que sin su obra siempre hubiesen permanecido aislados.
En cuanto a que su método sería útil para otros,
Raymond Roussel no se equivocó. Después de él, gracias a él, nace el
Movimiento Oulipiano (Oulipo se traduce como obrador de literatura
potencial), y de él formaron parte Italo Calvino, Raymond Queneau, Gerorges
Perec entre otros. Los miembros del Oulipo, sin ordenadores, diseñaron ingenios
para “fabricar relatos” y los llamaron Máquinas Espasmódicas; teniendo en
cuenta los medios técnicos con los que contamos os recomiendo encarecidamente
prestar atención a Roussel y al resto de los oulipianos, fuente inagotable de
ideas a cuyo buen criterio nos encomendamos para sostener la metodología de
nuestra escuela.
La tercera novela y la que da título a mi propuesta
es
La invención de Morel, y fue escrita en 1946 por Adolfo Bioy Casares.
Su protagonista y narrador es un prófugo que se refugia en una isla
aparentemente desocupada en la que, según se dice, se padece una extraña
enfermedad. Además de este misterio, más o menos común, desde el principio se
nos informa de que la isla tiene otros: se producen grandes anomalías
climáticas y astronómicas; hay dos soles y dos lunas. Un día llegan a la isla
unos veraneantes a los que nuestro personaje observa desde la distancia, teme
que le denuncien a la justicia si le ven, la suspicacia ante lo desconocido es
causa y consecuencia del aislamiento: todos los que rodean al personaje son —dada
la incertidumbre general— sus enemigos potenciales. Poco a poco observar a los
recién llegados se convierte en una obsesión, se va acercando progresivamente
y descubre dos cosas: no pueden verle y siempre repiten los mismos gestos. Una
noche de aguacero bailan sin parar a cielo abierto sin inmutarse. En el centro
de su obsesión, no podía quedarse sin su dulcinea nuestro prófugo, está
Faustine (femenino de Fausto), la mujer que todos los días baja a tomar el sol
y de la que el solitario narrador se enamora locamente.
La búsqueda del descubrimiento de la realidad, que
la apariencia le oculta, llevará al personaje a indagar los misterios de la
isla, el narrador nos lleva paso por paso con él en esta investigación que no
se resuelve hasta que conoce a Morel, un científico que ha creado una máquina
que se alimenta a través de turbinas conectadas con las mareas y que puede
reproducir todos los sentidos juntos. La ha puesto a prueba con sus amigos
durante una semana y esta semana se repetirá indefinidamente en la Isla. El
único inconveniente de su máquina, que no es menor, es que para reproducir a
un ser éste tiene que morir. Morel es quien desarrolló con su máquina la
realidad virtual que ha ocupado la isla, controlar la máquina significa decidir
qué existirá y qué no, ser el autor no sólo de las imágenes sino también
de sus interpretaciones.
Una vez descubierto el enigma el fugitivo tiene que
decidir: pone en marcha la máquina y se graba durante una semana al lado de
Faustine; muere, pero será inmortal en la eterna repetición de la imagen. Sus
últimas palabras, broche de la novela, son: “Al hombre que, basándose en
este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas,
haremos una súplica. Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo
de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso”.
La invención de Morel tiene mucho de cueva
platónica, inevitablemente porque la cueva platónica es una imagen fundacional
con absoluta vigencia. Del eterno retorno de Nietzsche, de la teoría de los
espejos de Borges, de la filosofía de la mirada. Pero la novela también puede
ser leída como una metáfora cada vez más próxima a nuestra cotidianeidad que
ha sido invadida en pocos años por todo tipo de electrodomésticos
duplicadores, de máquinas que nos repiten; grabadoras, videos, cámaras,
teléfonos, una realidad televisada y, cómo no, repetida hasta la náusea.
Podemos considerar esta obra un certero vaticinio, una advertencia: la realidad
virtual se nutre de las repeticiones para fabricar realidad, es una realidad
calculada, reciclada y muerta. En la realidad no virtual la repetición es
imposible.
Sin embargo una resistente ingenuidad, en la que
insistimos contra todo sentido común, nos hace seguir creyendo que lo que se
repite muchas veces no puede ser falso.
De lo que estoy segura es de que las tres estaban
obras preludian nuestra época, y para ampliarla y entenderla mejor es
recomendable tenerlas en cuenta.