“Y morirme contigo si te matas,
y matarme contigo si te mueres,
porque el amor cuando no muere mata,
porque amores que matan nunca mueren”.
Joaquín Sabina
Correteaban descalzos aquellos nobles días de mi
niñez cuando nos mudamos en la casa contigua a la funeraria de Enrique
Ferreira. Años más tarde, aquella mudanza marcaría una raya invisible pero
indeleble desde donde me embestirían de sopetón el amor y la muerte.
Periplando por la memoria recuerdo: una tarde mi
padre, un negro enjuto de nariz pinochesca, me llevó de la mano hasta la
funeraria de mi vecino Enrique Ferreira. Al parecer, queriéndome enseñar
aquellos valores de honestidad y trabajo que profesaba hasta la jactancia,
logró no sé con cuál artimaña que Enrique me nombrara su ayudante en la
funeraria en un contrato verbal ultra secreto cuya única e inviolable clausura
consistía en que sería mi propio progenitor quien solventaría todos mis
cobros furtivamente, por supuesto; la subyugada de mi madre nunca se dignó en
aportar media palabra a favor de liberarme del fúnebre empleo. Sin embargo, en
mi papelito de buen hijo, es mi obligación creer que al menos en el fondo —fondo
tan hondo y lejano como donde afloraron verdes y frondosas las lamas—
desacordaba con eso de que su vástago primogénito creciera en un ambiente
bañado por un halo tan trágico y triste, aun cuando aprendía tempranamente
los presuntos valores del trabajo; Enrique, por su parte, se llevaría la
estirada, y en principio ingrata, sorpresa de mi resistencia. Inmediatamente un
ex vivo atravesaba el umbral de la funeraria, delegaba a ese niño indiferente y
estoico que era yo ciertos quehaceres cuyo requerimiento genital es hoy por hoy
prácticamente incalculable.
Bajo esa atmósfera fétida volaron en la dirección
del viento del valle de la muerte los días, los meses y los años. Prosigue el
periplo: Enrique procreó cuatro hijos: Nelson, Norberto, Patricia y Delminio.
Cuando Enrique murió, sólo Nelson había exonerado los servicios que presté
hasta el día de hoy en la funeraria de su padre. El pobre de Nelson padecía de
una enfermedad mental y no demoraba en perder el control; los demás hijos se
mataron juntos con su madre en un fatal accidente automovilístico. No hay duda
de que la tragedia acompañó a Enrique por dentro y por fuera. Quizás por ello
desde la caterva de viejas mañosas, brujas y babosas del barrio brotó más de
un comentario sobre un presunto pacto entre don Enrique y el Diablo, acusaciones
difamatorias a las cuales, dicho sea de paso, nunca otorgué el menor de los
créditos.
Volviendo con Nelson, creo que hubiese comandando la
funeraria si esa maldita locura, la penúltima de las maldiciones familiares, no
se le exacerbase con lo de la foto. Se había sacado una autofotografía fumando
en un parque y por más que plagié a Gertrude Stein, una foto es una foto es
una foto, el muy chiflado insistía en que su yo de la fotografía llevaba casi
dos años fumando y que inevitablemente lo agarraría un cáncer de pulmón y lo
mataría. Cuando se complicaba el asunto le daba por filosofar, sobre todo si
aruñaba tenuemente la razón. Por salir del paso, terminé sugiriéndole que en
todo caso el de la foto es su yo visual y que si éste moría a él no le
afectaría para nada. Incluso insistí en romper la foto. Renuente a esta
última opción, confesó sus ácidos temores a perder su yo fotográfico
haciéndome una considerable lista de estúpidas y macabras consecuencias,
encabezadas por la autodesaparición de su recuerdo escolar. Sólo quedó
llevarlo al sanatorio.
Una mañana abrí los ojos y aquel niño que se
instala de improviso en el barrio es propietario de una funeraria, así por
así. Con una bocanada de aire emprendedor pinté el local, adjuntamente ordené
algunas remodelaciones, eché a rodar algo de publicidad y ese día, el mismo
día en el cual me sentí parte de la familia de Enrique, me enamoré y me
morí. La historia de mi descenso es inverosímil. O graciosa, en caso de que
usted goce de más sentido del humor del que yo tenía.
Las remodelaciones concluyeron satisfactoriamente.
Extraje de un cajón fotos de todos los de la familia: Enrique, su mujer,
Nelson, Delminio, Norberto y Patricia y las acomodé una por una dentro de un
inmenso marco de madera. Me arrellané en el viejo sillón de Enrique, y
contemplando una por una las imágenes enmarcadas me sentí tan parte de la
familia como cualquiera de ellos, y aprovechando la infinita pena que me
apaleaba el alma en ese momento, en un voraz ataque de tristeza me permití
llorar como un niño. Esa misma mañana trajeron a la funeraria una muchacha de
unos veinte años: la mujer más hermosa, entre muertos y vivos, que jamás he
visto. Tardé hasta casi entrada la tarde preparándola para la vela, ante las
incesantes protestas de los clientes que debieron pensar, según supuse, que
estaba esmerándome como Amerigo Bonasera en El Padrino, aunque en
realidad lo que hice fue cerrar con seguro el llavín de la puerta y contemplar
la finada aleladamente hasta que de uno u otro modo se hizo imposible retardar
más la entrega del cadáver. No sé por qué, pero los actos fúnebres se
dispusieron con una prisa nunca antes vista. Ya nunca lo sabré, en todo caso,
pero lo que sí sé es que a las 6 de la tarde la fallecida beldad yacía a 6
pies bajo tierra. Concluido el trabajo me tiré en la cama. Era temprano porque
todavía agonizaban entre naranja y rojizo los últimos rayos del sol, mientras
mi cuerpo caía vencido en brazos de Morfeo. Soñé intensamente. Fue el sueño
más vívido y real que jamás tuve. En vano confesaría los detalles de mi
experiencia onírica. Basta con decir que la chica que enterramos me agarró
cuatro horas seguidas en un intenso y vívido sueño. Me había vuelto loco.
Loco. Si alguna cosa me inclina a creer que sí, que fue un sueño, aunque
inexplicablemente vívido, es mi excedente de escepticismo. Me paré de la cama
en el cenit de la noche. Mitad dormido, salí corriendo alocadamente hasta el
cementerio. Ignoro si me calcé los pies. Aquello que nunca sabré con respecto
a la rapidez con que se ejecutaron los actos fúnebres de la muchacha a lo mejor
tenga que ver en algo con su hermana gemela. Según mis póstumas conclusiones,
tenía una hermana gemela que vivía en los Estados Unidos o en algún otro
país. Nunca lo voy a saber exactamente, pero me voy a dar el lujo de la
hipótesis. Por una u otra razón los familiares de la muerta no querían que su
hermana la viese antes de sepultarla, y, peor, a lo mejor tampoco les daba la
gana de que se enterase de su muerte. La hermana gemela debió tomar apurada el
primer vuelo a esta isla e ipso facto efectuar las indagaciones, habría
salido directo al cementerio, con la misma premura que yo y extrañamente sola.
En la tumba maldijo, porque afuera del camposanto escuché los fuertes alaridos,
y seguro debió llorar hasta el cansancio. Me restaba un minuto de vida cuando
atravesé presuroso el portón del cementerio, que permanece abierto a toda hora
en esta ciudad, recorrí la trayectoria hasta la tumba y cuando entre la maraña
oscura de la noche me acerqué al sepulcro, todavía desconociendo qué yo
buscaba allí, vi desde él resucitar a la chica. Nos miramos fríamente. En un
acto racional, mi conciencia se dispuso enteramente al análisis y a la
comparación, pero ya no quedaba la menor duda de que esos ojos de mar donde
ahora se rebosaba llenísima y preciosa la luna eran los mismos que había
codiciado por la mañana, sobrecargados de vida, ahora, y exentos del menor
rasgo de palidez. Se me desplomó la mirada y mi corazón dispuso la ejecución
de su última diástole. Relato mi historia en un microsegundo, cayendo en
cámara lenta al pavimento de esta necrópolis provinciana, escuchando la
estrepitosa voz de fondo de la hermana gemela retumbando en mi cabeza, que
comprendiendo enteramente mi mortal impresión, continúa inútilmente gritando,
¡SOY SU HERMANA GEMELA DE FUERA!