El golpe seco y fuerte de la puerta rompió el silencio de
aquella gris mañana de otoño. Con las manos escondidas en los bolsillos, su
permanente actitud de derrota y la mirada enclenque, perdida en aquellos
vericuetos forrados desde siempre con el irritante aroma de la miseria,
Maimónides Moncada no sabía qué hacer ni adónde ir. De espaldas al umbral de
su covacha se resistía a escudriñar su pasado, detestaba su presente y le
horrorizaba el futuro. Por más esfuerzos que hacía, aún en los más profundos
orificios de su memoria, jamás pudo descifrar la verdadera personalidad del
hombre que enamoró a su madre en abril, la amó en mayo, se casó con ella en
junio, la siguió amando en julio, la embarazó en agosto y la abandonó en
septiembre. A sus veinticinco años Maimónides Moncada era un ser sin
convicciones, con la conciencia a la deriva e hipotecada al azar. Sin embargo,
aquella mañana Maimómides Moncada salía con el firme propósito de labrarse
un futuro. Paso a paso, haciendo un esfuerzo sobrehumano, comenzó a alejarse
cada vez más de su casucha, navegando en aquel mar de polvo asfixiante y
etéreo. Pero cada paso que daba, cada movimiento que hacía le iba recordando
que incluso esa tierra amarga y obtusa, sinónimo de guerra sin victoria, de
esfuerzo sin corona, de lucha sin conquista era producto de la sangre estéril
de héroes sin nombre ni edad, heraldos tardíos de un mañana oscuro e
impreciso. El sabía, desde hacía mucho, sin acordarse exactamente cuándo, que
aquel inmenso arenal en que los hombres depositaron sus esperanzas y confinaron
sus vidas había sido concebido una madrugada de mayo de hace muchos años, un
mayo sin abril ni junio, sin antes ni después, en el que cientos de hombres,
mujeres y niños tomaron por asalto enormes hectáreas de tierra de cultivo.
Aquella noche de luna en cuarto creciente, en el frenesí de la alegría, en el
tumulto inaudito de la histeria colectiva, todos tuvieron derecho a un trozo de
tierra bruñida.
Esa noche preciosa, con el olor perenne de los
buenos augurios, fue también la noche en que los sentimientos fueron
acuchillados. En la hipérbole gloriosa del triunfo, los hombres confundieron el
amor con el suspiro instantáneo y transitorio del primer orgasmo.
Tampoco el centenario Cirenaico Protágoras, brujo
malero de profesión y jefe de la invasión, pudo sostenerse aquella noche al
festival de acrobacias eróticas y amantes efímeras. La carrera de Cirenaico
Protágoras era casi de dominio público. A los cuatro años su abuelo, Calixto
Protágoras, lo llevó a un cementerio clandestino a las tres de la madrugada de
un martes cualquiera. Lo obsequió a una peña y lo abandonó desnudo en aquel
lugar. Luego, con los años, fue demostrando cualidades para el oficio
hereditario: comía corazones de perros muertos, se escabullía por los
cementerios para robar los cadáveres recién enterrados, adquirió la capacidad
de ver cinco velas sin pestañear durante quince minutos y, finalmente, tuvo
relaciones con una pariente virgen en primer grado. Había demostrado valor y,
por lo tanto, era, como su abuelo, un pactado con el diablo. Noventa y seis
años habían pasado desde entonces, noventa y seis años que se esfumaron en
esfuerzos irreflexivos por hacer germinar el odio en los dulces meandros del
amor. A los cien años era capaz de acostarse con veinte mujeres en una noche,
se burlaba de la muerte a quien calificaba de vieja coja y enjuta, pareja
perfecta de un eunuco, libaba litros de licor sin permiso ni objeciones y alguna
vez quiso coronarse Dios de este mundo. Triste error. El diablo no le
perdonaría jamás semejante atrevimiento. Desde entonces, Cirenaico
Protágoras, el joven eterno, el amante incansable, el rey de las noches de
sublime parranda, empezó a palidecer. Se le agrió el rostro, las arrugas
carcomieron su cara, antaño infantil y despreocupada y entonces, sólo
entonces, comenzó a enumerar las primaveras no contadas y los inviernos
esquivos. Sintió las lágrimas de otros arremolinarse sobre su espalda y le
nació joroba. Sintió el peso de las amarguras de este mundo sobre su cabeza y
se quedó calvo. Sin embargo, pronto llegó a una conclusión única y nefasta
que lo sacó de sus vanos recuerdos. Había sido víctima de un vicio universal
y perenne: el hambre de riqueza y poder. Recién entonces se dio cuenta de lo
maravilloso de la simpleza humana, comprendió que la felicidad se encuentra en
todas partes y en ninguna a la vez y se convenció de que el verdadero goce se
hallaba sentado, a la vera de una playa, una tarde cualquiera, en un crepúsculo
cualquiera, mientras la suave brisa marina acariciaba su rostro. Sin embargo,
era tarde, demasiado tarde. A las cuatro y treinta de la tarde de un domingo de
junio, mientras observaba cómo reventaba el mote con cal en su vieja caldera de
bronce le asaltó un presentimiento con sabor a convicción: moriría dentro de
treinta días y lo haría como vivió, indiferente a las risas, a las lágrimas,
al odio y al amor, sólo atento a los designios de su voluntad torcida. Hubiese
querido retractarse, creer nuevamente en Dios, amalgamar en su alma los
sentimientos más puros y hermosos que pudiera albergar el espíritu humano.
Demasiado tarde. Decidió hacer un último esfuerzo, un lastimero acto de
contrición, pero cuando sintió el olor a mierda del mote calcinado dio por
concluido su intento.
—También por el camino del mal se puede hacer el
bien —pensó.
En verdad, advirtió que esa era la única manera de
subsanar en algo una vida enmarcada en un hálito de odio y tristeza. En sus
momentos de lucidez sentía el incontenible deseo de revertir los yerros de su
vida, de pintar con una delgada línea de dulzura la iniquidad de su destino.
Veintitrés lunas transcurrieron desde entonces y
muchos sentimientos se encontraban en el alma de Cirenaico Protágoras,
arremolinándose, empujándose unos a otros, en los confines más apartados de
espíritu opaco y sin estridencias. Aquella noche de viento fresco recibió la
visita de Justo Chiroque, uno de sus más antiguos clientes. Lo recibió como
casi siempre, sentado, en la mansedumbre de la vejez, en el tedio del descanso
forzado, casi con resignación pausada y decadente. Intercambiaron saludos,
intercambiaron miradas, intercambiaron respetos. Cirenaico Protágoras hizo que
su invitado tomara asiento, mientras le convidaba cuy chactado. Justo Chiroque
le hizo presente entonces el motivo de su visita.
—Compadre, hay cientos de seres humanos —dijo—
que no tienen dónde pasar la noche. Necesitamos tierras.
En su mente, Justo Chiroque tenía la idea fija de
apoderarse de las tierras de cultivo de la antigua hacienda “Tolomeo”, por
esos días en manos de Alejandro Steven, nieto del ex hacendado Tomás Steven.
Entre sonrisas y chascarrillos, entre remembranzas
de viejos amores, ocultos y mal compartidos, Justo Chiroque hizo una última
proposición: invadir las tierras de la hacienda “Tolomeo” y entregarle a
él, a Cirenaico Protágoras, la jefatura de la invasión. Antes, sin embargo,
tenía que hacerse algo contra Alejandro Steven quien se negaba a ceder sus
tierras. Justo Chiroque se despidió entonces dejando a Cirenaico Protágoras
elucubrar pensamientos que parecían condenados al ostracismo en las múltiples
ocasiones del arrepentimiento tardío. Sin embargo, en la penumbra de sus
desvelos, en las cavilaciones vedadas de las noches de claro de luna, se dejaba
entrever el pequeño destello de putrefacción personal que fue siempre su sello
particular, de tal forma que dos noches después de la visita de Justo Chiroque,
Cirenaico Protágoras ya había tomado su decisión. Quiso que su último
trabajo fuera una obra maestra, la eclosión de su genio maléfico. Aquella vez
no contrató ayudantes, no quería testigos. Al día siguiente, Cirenaico
Protágoras despertó con el alba a cumplir con el deber que su destino le
impuso y que su conciencia jamás quiso ni pudo contradecir. Tranquilo, con el
andar envejecido, con la mirada apagada, cargando sobre su joroba cien años de
vida, calvo y casi sin dientes, salió rumbo a la vivienda de Alejandro Steven.
Sabía lo que tenía que hacer, lo sabía tan bien como su padre, su abuelo o su
bisabuelo. Era una que venía grabada en sus genes, generación tras
generación, en la perpetuación profunda del bien y del mal. Le tomó dos días
estudiar la forma de vida de Alejandro Steven. Al tercero pudo recoger en un
bolsón negro que llevaba consigo la tierra de sus pisadas. Luego obtuvo,
mediante el cohecho, una foto tamaño carné de Alejandro Steven. Todo estaba
listo. Al día siguiente, Cirenaico Protágoras se escabulló en el silencio
inclemente de las tres de la madrugada, en la geografía imprecisa de un
cementerio sin principio ni final. Llevaba consigo las herramientas habituales
de su anacrónico oficio: la foto y la tierra de las pisadas de Alejandro
Steven, un mantel negro y un sapo enjaulado que se agenció a última hora. Y
así, Cirenaico Protágoras iba extendiendo lentamente aquel mantel negro,
mientras trataba de convencerse a sí mismo de la justicia de sus actos.
Sólo la soledad y el gélido silbido de un vendaval
nocturno sabían lo que sucedió aquella noche. Sólo las estrellas se enteraron
de lo que la humanidad no llegó a comprender jamás una semana después de
aquel conjuro: Alejandro Steven se volvió maricón. Nunca más se volvió a ver
a ese hombre fornido y decidido, de facciones severas, de gestos viriles y
prepotentes. Tampoco se supo nada de su mujer, de sus hijos ni de sus recuerdos.
Sólo se veía a las diez de la noche de todos los días, de todos los años, a
un puto maricón que vendía su cuerpo por cinco soles la hora. Cirenaico
Protágoras se regocijaba de su sapiencia de lo versado que era en términos de
pócimas, conjuros y maleficios. Sin embargo, se arrepentía de no haber hecho
lo mismo desde el principio, es decir, de haber hecho el bien a través del mal.
Poco a poco, siguiendo el derrotero de sus pensamientos, llegó a donde tenía
que llegar. Tenía sólo un día más de vida. Se le heló la sangre, combinó
el miedo y el dolor en una actitud sórdida y sin sentido, sintió temor, tuvo
la certidumbre de la presencia física de Dios en todas partes y en ninguna a la
vez y, por primera vez en su vida, con fe profunda y conmovedora, se persignó.
Rezó tres ave marías y un padre nuestro y echó su cuerpo, agotado y
decrépito, en el cobijo inútil de un suspiro. Para él habían llegado los
idus de marzo. En aquel momento se le amontonaron los recuerdos, desfilaron las
vivencias, envejecidas y arrugadas. Volvió a ser joven, a ser feliz, a menear
las caderas al ritmo de un landó, a recitar de memoria los valses de Felipe
Pinglo, a ser el conquistador impenitente de las putitas del burdel de la
esquina. Pero se le agotaban las remembranzas, las vicisitudes y la tarde y la
vida se le esfumaban. Sin embargo, un golpe, una mirada, una voz entre curiosa y
desesperada, empujó la puerta entreabierta y con pasos casi ausentes se le
acercaba, en el crepúsculo de una tarde trémula. Era Maimónides Moncada.
Éste se agachó, tomó a Maimónides Moncada entre sus brazos y le rogó que no
se muriera aún. En el límite de sus fuerzas, en la mímica hueca de quien se
aferra a la vida, Cirenaico Protágoras adivinó el sentimiento que empujaba a
Maimónides Moncada: el amor. Cirenaico Protágoras sabía que sólo un acto de
amor podía prolongar su vida y que sólo amando más viviría más, un poco
más. Maimónides Moncada le contó entonces la historia de su amor inmaterial y
tardío, aquel que nació una mañana intensa de enero a orillas del
Jequetepeque. Solitaria, altiva y engreída caminaba ella en las riberas,
despreciando el amor de los hombres, desafiando al destino con su andar
portentoso. Cuando Maimónides Moncada la miró por primera vez se enamoró para
siempre de aquella estampa, pétrea y profunda. Pero nunca se atrevió a decirle
nada. Nunca se animó a decirle hola, ni chao ni a darle los buenos días o las
buenas noches. Jamás se atrevió a darle el abrazo de la paz en las misas
dominicales. Sólo se corría la paja de lunes a viernes a las nueve de la
noche; con el tiempo supo que ella se llamaba Eva y desde el anonimato le
dedicó sonetos y poemas robados a Safos de Mitilene. Le hacía versos sin rima,
estrofas sin inspiración, canciones sin letra y pasaba noches enteras
deletreando su nombre en el ejercicio de su vocación de hombre enamorado. Por
eso se encontraba ahí, ante Cirenaico Protágoras, ansioso de escuchar la
fórmula mágica, de tomar el brebaje místico, de sentir el toque divino que le
marcara el camino hacia el corazón de Eva. Y Cirenaico Protágoras, vencedor de
mil batallas ardientes, le descubrió el gran arcano:
—Declárale tu amor en el modo indicativo del
pretérito pluscuamperfecto —le dijo.
Maimónides Moncada siguió el consejo y nunca fue
tan feliz, ni siquiera diez años más tarde cuando el corazón se le reventó
de tanto amar, un viernes santo con sabor a sahumerio y santoral. Eva esbozó
entonces una sonrisa convincente y arrolladora.
—Murió feliz —pensó, también feliz, mientras
abandonaba el cadáver desnudo de Maimónides Moncada y cubría sus pechos
turgentes y apabullantes y escondía su desnudez pecaminosa. Ya no era la
adolescente altiva y gallarda, de amor virginal, que envolvía en lujuria a cada
hombre y mujer que se le cruzara. Ahora era una hembra de alegría ensordecedora
y pasión calculada, de hábitos nocturnos y vida alterada. Aquél mismo
viernes, Eva decidió buscar al hacedor de los diez años de su existencia,
porque intuía que a su sombra sería mucho más feliz. Navegó océanos
tempestuosos, escaló cordilleras inaccesibles, cruzó ríos tan profundos como
mares, hasta encontrarlo. Y lo encontró una tarde de primavera que no conocía
de los trinos alegres del jilguero ni del perfume que los lirios soltaban a las
seis de la tarde. Cirenaico Protágoras la esperaba desde siempre, ciego y
acabado, para rematar aquel minuto de vida que se prolongó durante eternos diez
años. Sin decir buenos días, sin decir buenas tardes ni decirle su nombre
asió las manos calcinadas por el tiempo a Cirenaico Protágoras y lo sacó a
pasear a la vera de la mar. Cirenaico Protágoras sentía su aroma e imaginaba
su edad, mientras le pedía, aquella tarde de septiembre, que le describiera la
caída del sol, en la convicción perpetua de que, para él, la noche sería
eterna.