Buscando
Cuarenta y cinco años. Dos perros, un segundo
marido, muchas deudas, un futuro incierto.
Pre-menopausia, un país convulsionado, unos hijos
crecidos, un mañana en duda.
Unos kilos de más, muchas canas, algunas arrugas,
alma de niña, espejo desalmado.
Muchos años de análisis, algunas noches de
insomnio, repentinas angustias mortales. Pocas buenas amigas.
Demasiadas materias aprobadas, muchas cosas por
aprender y muy poca memoria.
Un amor inmenso por las historias, las imágenes que
las cuentan y el sonido que hacen.
Una música siempre, algunas letras que tratan.
Muchos proyectos, demasiadas alternativas.
Sonrisa honesta, humor negro, lágrimas de
cocodrilo.
Unos ojos que miran adentro, un corazón siempre
amando.
Dolor en el cuerpo, anhelo en el alma.
A veces cansancio, desesperanza. A veces delirios
sobre ideales ¿posibles?
¡Unas ganas enormes!
Palabras y silencios.
Altos y bajos, cimas y valles.
Sótanos oscuros con laberintos interminables. La
luz de una vela y el hilo de la vida, que aún no acaba.
Todavía buscando... buscando... buscando.
¿Existe realmente el Minotauro?
Vicente, El Toro
Tengo seis años. Estoy parada frente a una enorme
cabeza de toro disecada. Es de mi padre, se la regaló un amigo torero. Pero
para mí es sólo un enorme animal que me mira fijamente como pidiendo auxilio.
Paso mi pequeña mano sobre su frente, le rasco los
pelos duros de entre los enormes cuernos y siento ganas de llorar. Quisiera
poder sacarlo del estado triste en que se encuentra, quisiera que saliera al
jardín a jugar conmigo.
Para ese entonces todavía no sé que el toro está
muerto. Que lo mataron para entretener a una plaza llena de humanos pidiendo
orejas y rabos. Eso lo aprendí después.
Ahora tengo muchos años más. He venido cargando
con mi toro toda la vida. A la muerte de mi padre, heredé este trofeo junto con
algunos otros y muchos recuerdos. Para mí sigue estando vivo y mirándome con
ojos suplicantes. Se llama Vicente y en sus ojos veo mi reflejo. Son de vidrio.
Estoy muerta. A mí también me mataron las peticiones de los espectadores.
Descalza
No sé dónde dejé los zapatos ni por qué me los
quité.
Me di cuenta de que los había perdido cuando
empecé a escribir “había” sin hache o “iba” con ve de vaca; cuando
comencé a despertarme en casa sin necesidad de vestirme por no tener empleo al
cual acudir, sin hijos a quienes llevar a la escuela, sin un plan para el día
distinto a pasar la aspiradora o poner un disco para no convivir con el
silencio, escribiendo en la computadora a destajo por lo que me quieran pagar y
cuando lo quieran hacer, sacando al perro a mear cuando me acuerdo y llegar a la
noche haciendo malabarismos para no caer en la trampa de prender el televisor
para angustiarme con las noticias, tomando un tilito o una pastilla para
conciliar el sueño y estirando el libro de turno para que me cope las horas
vacías de ese momento terrible de ir a la cama, sabiendo que mañana todo se
repetirá de la misma manera.
Ahora camino descalza, sintiendo un dolor agudo cada
vez que piso un guijarro en este camino empedrado que se me ha hecho empinado,
que se me ha hecho oscuro y desconocido. Y no sé hacia dónde voy, no sé a
dónde quiero ir, no sé a dónde quiere la vida que vaya.
Olvidé dónde dejé los zapatos. Creo recordar que
me los quité en algún momento porque me quedaban apretados, pero a veces dudo
si de verdad alguna vez los tuve puestos.
Sólo sé que quiero seguir caminando y que debo
encontrar unos zapatos nuevos para no perder los pies en el camino porque, en
este momento, me están sangrando.