Letras
Liturgia de la sombra
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No estoy tranquilo, mi amor,
hoy es sábado a la noche,
un amigo está en cana.
Oh, mi amor, desaparece el mundo.
Si los pesados, mi amor,
Llevan todo ese montón de equipaje en la mano.
Oh, mi amor, yo quiero estar liviano.
Los dinosaurios
(canción)
Charly García.

A Hunter, donde quiera que esté

Caminó descalzo por la orilla de la playa, los pies se enterraron en la arena húmeda, dejando una huella invariable y desierta. Caminó muy lentamente. Él no miró las olas ni el horizonte donde reverberaba el sol. Algunos pelícanos emprendían el vuelo en busca de un cardumen de peces y una que otra gaviota graznaba en el cielo, planeando con sus alas extendidas. Sólo el rugir de las olas que rompían a unos cientos de metros, fue lo que el hombre pudo escuchar. Lo demás era el viento ondeando en los flancos de su chaqueta, los ojos cerrados, el vaivén del oleaje que refrescaba su cara, convertido en miles de agujas de agua. Respiró con dolor, y se detuvo. No había regreso posible. Se adentró hacia la playa vacía, queriendo recostarse en la arena entibiada por el sol de las doce. Cuando sus pies sintieron la planicie seca y las piedrecillas ínfimas corriendo libres por entre sus tobillos, descansó. Lanzó los zapatos, con dificultad se sacó la chaqueta y se sentó arriba de ella. Poco a poco fue cambiando su postura; al principio, erguida, espalda derecha, atento a la rompiente, las aletas de la nariz dilatadas, aspirando al máximo lo salobre que podía tener ese aire arremolinado en suaves cadencias. Hizo un gran esfuerzo. Luego, su cuerpo se inclinó hacia un costado hasta que su oreja derecha se hundió en ese calor benéfico, anulando parcialmente los sonidos silbantes del viento cálido. Quiso soñar. El perro, liberado hacía rato de sus ataduras, jugaba con unas algas secas que la marea seguramente había depositado en la noche anterior. Su amo yacía convertido en un promontorio difuso por las ondas calóricas, muchos metros más allá. El animal no sabía de espejismos, sólo lo olfateó para sentirse seguro. Volvió al ataque del muñón de algas fétidas, punteándolas con el hocico y contrayendo y estirando sus patas delanteras, intentando vanamente medir sus fuerzas con los desechos del mar.

Pero el hombre no pudo dormir. En sus ojos permanecía la sombra habitual de su ceguera, impidiendo el relajo de su cuerpo cansado, cubierto de una piel parecida a la nostalgia. En la misma postura de desmayo pudo concebir las lágrimas que él palpara en las mejillas de la mujer del tren, una viajera de pechos erguidos que subieron y bajaron enamorados de tanto azar y árboles que transcurrieron veloces como el amor urgente de dos que se encuentran en un tren rumbo al norte.

El perro ladró con insistencia, quebrando el recuerdo como los pedazos de un viejo espejo. Él sintió su jadeo muy cerca suyo, quizás a unos centímetros.

—Has vuelto. Cuéntame, ¿qué has visto? —preguntó, mientras apenas estiraba la mano para acariciarle el hocico y el cuello.

El animal ladró, contento de tanta libertad, lamió la palma de su amo y, acuciado por una repentina locura de cachorro, persiguió su propia cola, disparando arena por doquier.

—Calma, Lucas, ven aquí, perro loco, se supone que me tienes que guiar y tú sólo juegas. Quizás te aburriste mucho adentro del tren, ¿no?

El amarillo can emprendió una carrera contra unos pájaros pequeñitos que picoteaban la arena mojada buscando crustáceos. El hombre volvió a recostarse, tanteando el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la chaqueta. ¿Cómo se llamaba ella? Hasta eso olvidó. Dio una pitada y dejó que el humo se colara por esa imagen de mujer que fue puro aroma de gemidos, los dedos mojados, sus dedos impregnados de un olor exquisito, lejano de sexo en flor, dispuesto porque no había nada que ganar ni que perder. Después ella lloró, él oyó cómo descorría el zipper de su necessaire y extraía un pañuelo, y algo cayó al suelo con un sonido agudo y grave a la vez, algo que recogió de inmediato. Perdone, dijo, rodeada de una espesa culpa y de un agradecimiento sin límites. Él alcanzó a llevarse consigo una de sus lágrimas. El compartimento se mecía en leves ruidos metálicos, monótonos como las olas que reventaban una y otra vez, sin detenerse jamás.

Nerviosa y mirando sin mirar cómo amanecía por la ventanilla del vagón, ella le preguntó hacia dónde se dirigía y él respondió que donde nadie lo encontrara. Ni siquiera yo, alcanzó a susurrar la mujer, cuando él puso su mano entera en la boca y ahí, sólo en ese instante, deseó poder ver y descubrir el brillo de su pelo dorado, la traición galopando por sus caderas, cuando él las acarició y las agarró con desesperación para penetrarla más aun y sentir que la vida podía extinguirse en ese momento. El silencio entonces se convirtió en su único abrigo.

Se trataba de las pequeñas vidas que aún palpitan adentro de esos equipajes: una foto de alguien muy amado, unas hojas desordenadas de un cuento sin terminar, la muda de ropa necesaria y un pequeño frasco de loción para empapar mejillas recién afeitadas. También una pistola, en el bolso de él, envuelta en una camiseta sucia. Ligero equipaje.

El cigarrillo se extinguió entre sus dedos hasta quemarlos. Lo tiró hacia atrás y volvió a hundir la oreja en la arena. Sintió la boca seca, amarga, un ardor infame en la espalda y en la pierna izquierda, alcanzó a oler su propia sangre tiñendo sus pantalones y la parte trasera de su camisa. Hacía rato que el perro estaba echado a su lado, acompañándolo; gemía muy despacio, como avisándole que no podía dormirse en esa playa solitaria, lejos de casa, tan lejos.

La mujer tocó sus párpados, quizás los besó, pero el recuerdo zozobró en la arena ya caliente, casi insoportable. Los labios trémulos recorriendo sus párpados y la frente tensa de malos presagios. El olor de su sexo fue lo que más recordó. Ahí estaba la única claridad. El lugar ameno, el paraíso. El mar embraveció y el dolor fue cada vez más agudo y definitivo. En algún momento, Lucas lamió la sangre oscura que se deslizaba por la chaqueta, manchándola de alevosías. El hombre sonrió apenas, la mueca última de un acuchillado a mansalva.

Las banderas escarlata ondeaban en su memoria, los cantos libertarios, los amigos, la clandestinidad, una muchacha que no quiso beber una cerveza y prefirió caminar por el parque hablando de libros, de decisiones importantes, mientras él perseguía el brillo de su pelo dorado bajo los plátanos orientales y la ciudad languidecía en su mortaja de miedo. Las olas rugían y el tigre de la memoria daba zarpazos, desangrando la visión con ácido sulfúrico. Lo lanzaron de un automóvil en movimiento, los ojos en llamas, decúbito dorsal, los huesos en astillas. Y sobrevivió. Fue el único sobreviviente de la matanza, y el único testigo. Porque antes vio, sus ojos retuvieron ese desencanto y ese odio, esos perfiles, una mandíbula muy cuadrada, una cara con la secuela de una peste, una cojera, un traje hediondo a sebo ajeno, una risotada, una voz femenina que decía “perdone” para entrar o salir de los cuartos.

El agua espumosa llegó hasta sus pies desnudos y anestesiados. Lucas ladró, tratando de frenar el oleaje que avanzaba y retrocedía con fuerza. El sol se achicó contra el horizonte, deformándose entre una bandada de nubes violáceas; los pájaros habían huido para refugiarse de la noche. El perro, fiel, se echó nuevamente muy cerca del hombre y su hocico se enterró un poco en la arena que se enfriaba. Tenía hambre y sed. Volvió a lamer las costras de la sangre, un hilillo que se perdía más allá de la chaqueta. Mucho más allá, hasta desaparecer. El viento descendió en cortas ráfagas llevándose partes de un periódico abandonado. Lucas oteó el aire helado y no se movió de su lugar, arrimándose al que sonreía, los ojos muy abiertos.

Aún respiraba, pero la vida se le iba en el intento por aferrarse a los destellos del recuerdo. No tengo alternativa, murmuró la mujer del tren, la misma que hace unos instantes había vaciado su placer en aquél de rostro afable y reconstituido, besándole los ojos olvidados de mirar, la punta de la lengua, tibia y áspera, de gata en celo, invocando la liturgia de la sombra, los pechos subiendo y bajando enamorados, ¿enamorados? Por eso ella había llorado y él había alcanzado a recoger una de sus lágrimas, porque no tenía otra alternativa que la venganza pagada a buen precio. No alcanzó a sacar la pistola de su bolso, no logró decirle que igual seguiría amándola, porque ya bajaba del tren sin nada más que un tremendo aguijón clavado en la pierna y otro en la espalda, con Lucas a su lado, guiándolo a través de un andén silencioso. Llévame al mar, ordenó, y el perro sólo siguió las huellas de sus antepasados, cuando el peligro arrecia y sólo queda sentarse a esperar que el día avance, que las horas sean un par de manos entrelazadas, que los minutos conmuevan a ese mar que aúlla y muerde incesantemente las costas de la memoria.