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La otra orilla del Delaware
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Karen bajó de la estación de la calle dos y caminó de prisa a lo largo de las pocas cuadras que la separaban de Penn’s Landing, el embarcadero junto al río.

De nada le sirvió el último esfuerzo, el Spirit acababa de zarpar y la sirena cantaba aires de despedida por encima de su desdicha, mientras un hombre y una mujer la miraban sin asombro desde el borde del muelle.

—¿Cuánto tardará en volver? —preguntó Karen, una vez recuperado el aliento, dirigiéndose a la mujer, una gorda de aspecto maternal que vestía el uniforme de la compañía de cruceros.

—Dos horas, querida.

—¡Oh, Dios, tenía que haber asistido a esa reunión! —dijo Karen, y después de dar las gracias, miró a su alrededor desolada, buscando el camino de vuelta.

El hombre se acercó a las dos mujeres.

—Señora, espere. Mi nombre es Wesley Bennett. Es cierto lo que dice Twyla. Podrá ver a sus amigos en un par de horas. Le propongo algo: la invito aquí al lado a tomar una copa de vino y contemplar el Delaware.

Karen escrutó a su interlocutor. Tendría cerca de treinta. Bien vestido y calzado. Nada especial, excepto sus ojos azules, que teñían de melancolía sus gestos y palabras.

—Señor... Bennett. Agradezco su invitación y le ruego que me disculpe, pero creo que será mejor que regrese ...

—Twyla —dijo el joven mirando a la empleada de la compañía.

—Señora, conozco a Wes desde que era niño. Puede confiar en él. Es todo un caballero.

—No es que desconfíe, pero...

—¿Turista, eh? —insistió el hombre.

—Culpable —respondió Karen—. Es mi primera vez en Filadelfia.

—Entonces —dijo Wesley Bennett, extendiendo su mano—, ¿a qué le teme? Estamos en la Ciudad del Amor Fraternal.

Karen sonrió.

—Bueno, tal vez sea mejor que espere por el regreso del barco. De acuerdo, señor Bennett. Acepto.

—Llámame Wes. ¿Con quién tengo el gusto?

—Karen Rivera, y ... puedes llamarme Karen.

Pidieron una mesa con vista al río Delaware y una botella de vino blanco. Mientras aguardaban en el bar, no pudo eludir la mujer las preguntas de Wes sobre su estadía en la ciudad. Venía de Denver a dar una conferencia en la Universidad de Pennsylvania. Su llegada al simposio sobre el Barroco en América —planificado desde hacía meses— se había complicado a última hora por culpa de la huelga de controladores aéreos en la costa este, obligándola a cambiar su vuelo sin escalas por un azaroso viaje en tren. De creerle, llevaba poco más de una hora en la ciudad.

—¿Qué tan importante era la reunión a bordo del Spirit? —preguntó Wesley.

—Bueno, iba a conocer a los colegas; tendría la oportunidad de intercambiar ideas en un ambiente relajado. La verdad es que, con este asunto de la huelga me he perdido algunas actividades. Debí haber llegado ayer, y mañana es mi conferencia.

A pesar de la charla, Karen había notado en el rostro del joven el celaje de otro pensamiento que parecía reclamarle. La mujer hizo una pausa, bebió su vino y entonces él, retornando de su universo privado intentó decir algo, pero no pudo: otra voz masculina se adelantó.

—Hey, Wes. Te hacía en Nueva York. Pensé que te habías ido. ¿Cómo está Travis?

Wesley bajó la cabeza con un gesto de disgusto y respondió con un monosílabo ininteligible.

—Yo siempre estaré para ti, Wes —dijo el hombre, con aspecto de modelo de portada y bronceado artificial. Miró a Karen e inclinó la cabeza brevemente a modo de saludo y despedida.

Wes seguía con la cabeza baja examinando su copa.

—Lo siento, Karen.

El maître llegó al rescate para conducirles a su mesa.

Hubo que esperar a que les sirvieran los cangrejos para que la ostra que era Wesley Bennett se abriera.

—Dos hijos en la universidad y un buen marido. ¿Qué más se puede pedir? El estilo Colorado: montañas, gente sana y aire puro. Muy, muy tradicional. Eso te hace conservadora, supongo.

—Chapada a la antigua, quizás, pero confundes los términos —replicó Karen—, sobre todo en mi caso. Detesto la guerra y siempre voy a los demócratas.

—Ah, mi tipo de chica. Liberal —comentó Wesley y bebió el resto de su vino. Luego hizo una pausa bastante larga, mordiéndose los labios. Miró por fin directamente a la mujer y se lo dijo:— Travis es la pareja con la que he estado viviendo en Nueva York desde hace un año. Pensé que teníamos algo serio, habíamos hablado de casarnos en Massachusetts...

Karen había dejado de atender su plato.

—Continúa.

Wesley Bennett suspiró.

—Íbamos a comprarnos un bote. Navegaríamos por la costa, desde Atlantic City hasta la Florida; sería nuestro viaje de celebración.

La mujer hizo un gesto de aprobación sin significado aparente pero no halló nada adecuado que decir.

El joven llenó de nuevo las copas mientras Karen se concentraba en pinchar la delicada carne del cangrejo. Wesley cambió de tema: la huelga de los aeropuertos, vaya problema.

Luego del postre, vinieron los cafés y la cuenta. La comida había culminado entre la contemplación de las aguas del Delaware y la charla citadina. Karen sentía, sin embargo, que le debía una pregunta a su anfitrión.

—Perdona, no seguiste hablando sobre el asunto, pero, ¿qué pasó con Travis?

Wesley trabajaba como analista financiero a caballo entre Nueva York y Filadelfia. Había arribado a esta última la semana pasada, y los negocios le retuvieron más de lo acostumbrado. De vuelta en Nueva York se encontró con la sorpresa de que Travis se había ido.

—Se llevó todas sus cosas del apartamento. Yo no entendía. ¿Qué podía haber pasado? Ni una nota. Nada...

Retornó de nuevo a Filadelfia, hogar de los suyos, para pensar, porque qué otra cosa le quedaba sino eso, pensar. Pero faltaba lo peor.

Llamaron del banco para avisarle de una transferencia electrónica hecha desde una de sus cuentas a otra, localizada en Nassau. Casi un cuarto de millón. La mayor parte era un capital que su padre le había confiado para ser colocado en inversiones de alto riesgo.

—¡Oh, Dios, eso sí que está mal! Supongo que tu padre debe haber reaccionado...

—Aún no lo sabe. Él y mi madre se fueron de vacaciones a Escocia. Regresarán en un mes. No quiero molestarles en este momento.

Wesley tenía una hermana, una confidente del alma con la que se había peleado, y a la que no le hablaba desde el año pasado. Todo por causa de Travis. Siempre había desconfiado de él. Le daba vergüenza acudir a ella ahora, después de las cosas terribles que le había gritado.

—Pero es tu hermana. Habla con ella. Te comprenderá, te ayudará. En cuanto al dinero, supongo que ya habrás avisado a la policía.

—Te diré algo, Karen. Por supuesto que me molesta lo ocurrido, pero el dinero no es problema para mi familia; tendré que darle una explicación a mi padre, seguro, pero en ese tipo de inversiones las pérdidas están contempladas. En mi trabajo veo de continuo esfumarse capitales de la noche a la mañana.

Lo que no entendía era lo que había pasado con Travis. Se había exprimido el cerebro intentando hallar una explicación, pensando si no habría sido culpa de él, de Wesley.

—Tú no tienes la culpa, puedes estar seguro de ello —afirmó Karen.

El hombre volvió su mirada hacia la ribera opuesta del Delaware y suspiró con fuerza.

—Necesitaba al menos contárselo a alguien. Gracias por escucharme.

Salieron en silencio del restaurante.

—Creo que iré a mi hotel. El Spirit tardará aún, ¿no es así? —consultó Karen por hacer conversación.

—Más de media hora. Yo te llevaré.

Al llegar al Sheraton y antes de bajarse del coche, la mujer dijo:

—Wes, me ha dado mucho gusto conocerte. Si necesitas hablar, pregunta por mí en la recepción, y si no estoy en ese momento, déjame un mensaje. Cuídate.

Wesley Bennett no llamó esa noche ni al día siguiente.

Tal vez era mejor así. Ya tenía ella bastante con sus compromisos académicos en una ciudad extraña para también tener que verse involucrada en esos asuntos. Sí, era mejor así, pero ¿qué habría sido de él?, pensaba Karen mientras se arreglaba, ya entrada la tarde, para asistir a un concierto de música de cámara en el auditorio de la universidad. El simposio estaba arrojando conclusiones interesantes y su conferencia había sido bien acogida. Más, no se podía pedir.

En ese instante sonó el teléfono.

Era él.

—Anoche hablé con mi hermana. Hicimos las paces.

—Qué bien, Wes. Me alegro por ti.

—Karen, tengo que ir a Atlantic City. Tamara, mi hermana, viene en camino pero no pienso esperarla. ¡No voy a dejar que se me escape, no! —dijo con voz agitada.

—Espera, espera... ¿de qué hablas?

—Es Travis. Hace días contraté a un investigador privado y lo ha encontrado. Está en un hotel de Atlantic City. Tamara viene desde Boston en auto, pero tardará demasiado. Necesito que tú...

Karen no dejó que acabara. Le acompañaría.

Wesley había llamado desde el lobby del Sheraton, tan seguro estaba quizás de la compañía de ella, y así —una hora después de haber cruzado el puente Ben Franklin— llegaron a un hotel-casino ubicado a la orilla del océano. Un hombre de cabello gris y corbata mal anudada les aguardaba a la entrada.

—Señor Bennett, espere aquí afuera... Yo me encargaré de hacerle salir con cualquier pretexto.

Pasaban los minutos al sereno. Una brisa con olor a marisma recorría el parqueadero. La mujer trató de leer en el perfil de Wesley sus verdaderas intenciones y se sintió aprensiva como lo había estado en todo el camino desde Filadelfia. ¿Por qué había aceptado venir? En su lugar, debió al menos haberle retenido en el Sheraton hasta que llegara su hermana. Después de todo, quién era él, un extraño, un desconocido, alguien que vendría a hacer una locura incluso. Todavía estaba a tiempo de despedirse con cualquier excusa, tomar un taxi y regresar por donde vino. La empatía que podía haber sentido por él en un primer encuentro había desaparecido repentinamente. En los ojos del hombre ya no había melancolía sino una expresión difícil de descifrar.

—¿Qué vas a hacer? —susurró Karen a la vista de un guardia de seguridad, que desde la entrada bien iluminada, vigilaba con suspicacia la penumbra donde se encontraban.

No hubo respuesta. En ese momento apareció Travis, junto con un chico muy, muy joven. El primero traía las llaves del coche en la mano.

Karen supuso que era él nada más verle. Era todo lo contrario de Wes. Más físico, más sensual, por así decirlo. Había algo en sus gestos que le hacía lucir dominante.

Travis sin percatarse de la presencia de ambos pasó por delante. Iba, al parecer, en busca de su auto.

Wesley reaccionó y cortó su camino, tomándole por el brazo.

—¿Cómo estuvo el juego? ¿Ganaste, o necesitas más?

Travis, más alto, no contestó, y en su lugar ofreció una sonrisa bella, perfecta, antes de zafarse con un movimiento firme. Aquello fue demasiado. Perdida la serenidad, un Wesley furioso y dolido, luchando por tragarse las lágrimas, le siguió.

—¡Me debes una explicación! ¿Por qué? ¿Por qué, Travis? ¿Por qué? —gritaba. Le embistió entonces por detrás, con todas sus fuerzas, y ambos rodaron por el suelo en una sola masa de golpes y puntapiés.

Entretanto, Karen buscaba en vano a alguien que pudiese separarlos; pero tanto el chico como el detective se habían esfumado, y el guardia de la entrada, sin abandonar su puesto, daba el alerta por radio.

La policía llegó a la escena. Travis se sacudió la ropa y se fue sin querer levantar cargos. El alborotador de la noche, en cambio, fue arrestado. La brisa se había vuelto pegajosa.

Nunca hubiera creído Karen que iba a ver pasar las horas en una estación de policía de Atlantic City. A la medianoche, Tamara Bennett llegó al rescate y pagó la fianza. Su hermano, con el rostro hinchado y el traje lleno de tierra, la abrazó largamente, y por fin, después de una semana de pena contenida, rompió a llorar.

Karen ahogó un bostezo. Sin despedirse, salió a buscar su taxi y retornó a Filadelfia. Todavía tenía que asistir a las últimas deliberaciones del simposio.

Le vio de nuevo, sin embargo, dos días después. En la Estación Central.

Ella, hacía rato que se había instalado en el vagón. Él, venía corriendo por el andén, llevando una cesta en la mano y buscándola con la mirada. Le hizo señas desde la ventana y él subió a bordo.

—Hola, Karen. Creo que no puedes librarte de mí.

La mujer sonrió.

—Eso parece. ¿Cómo te sientes?

—No lo sé. Cerré un capítulo. Mejor, supongo —dijo, aunque su mirada seguía siendo melancólica—. No tuve oportunidad de darte las gracias. Mira lo que te he traído. Una selección de delicatesses de la región de Nueva Inglaterra: mermelada, fresas, paté, panecillos. En fin, de todo un poco.

—Un bello gesto, Wes, pero no debiste molestarte.

—Es lo menos que podía hacer. Recuerda, esta es la Ciudad del...

—Amor Fraternal. Seguro.

—Bueno, Karen. En invierno cuando vaya a Aspen me dejaré caer por la Universidad de Colorado. ¿Qué opinas acerca de eso?

—Fabuloso. Te esperaré. —dijo ella, mirando por la ventanilla hacia el andén. Sabía que no se volverían a ver.

—Bien.

Por los altavoces se escuchó la última llamada para abordar. Karen extendió su mano pero en lugar de estrecharla, Wes la besó.

—Adiós, Karen.

—No te olvidaré, Wes.

El tren partió. Mientras cruzaba las praderas en dirección al Oeste, la mujer miraba la cesta de mimbre y pensaba en su casa, su esposo y sus dos hijos varones.

“Me la han regalado los colegas de Pennsylvania”. Eso diría, pensó, cerrando los ojos para dormir un poco. Eso diría.