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Mempo GiardinelliEl país y sus intelectuales: historia de un desencuentro

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El país y sus intelectuales: historia de un desencuentro
Mempo Giardinelli, 111 páginas, Capital Intelectual,
Buenos Aires, 2004.

Este breve volumen ambiciona reseñar, “en apretada síntesis”, como suelen decir en ocasiones los movileros televisivos y algún comentarista deportivo, la relación de los intelectuales y el país. El título es sugestivo, pero a poco de andar, se torna pretencioso. Está sembrado al voleo de lugares comunes, quejas, reclamos, pequeños pases de facturas, acusaciones, denuncias a medio camino y carencia de escrúpulos bibliográficos.

El punto de inflexión que toma Giardinelli para iniciar su operación es la crisis política de diciembre de 2001, la noche de las cacerolas, cuando los integrantes de las capas medias salieron a la calle a repudiar al gobierno, motivados por las restricciones impuestas a las cuentas y depósitos bancarios. De esos hechos infiere que la sociedad, “cuando todo se venía abajo”, buscó nuevos referentes en los intelectuales, sin aportar mayores datos al respecto. Quizás en el futuro podamos ver en la televisión a las multitudes futboleras del domingo concentradas en la Plaza de Mayo gritando consignas como: “Ensayos y monografías sí, fútbol no” o “Mempo sí, Diego no”.

No obstante la exagerada apreciación del autor, la mención de aquellos sucesos le sirve para recordarnos su interés por el uso de las palabras, y sostener (categóricamente), que fue “cierta tilinguería burguesa”, la que a partir de ese momento, denominó al pueblo como “la gente”.

En realidad, el uso corriente de este término para referirse a los ciudadanos en su conjunto comenzó mucho antes, y no es patrimonio de ningún sector social, ni es una marca de clase. En la Argentina tiene un amplio valor denotativo, nombra una realidad con la que coincide la comunidad lingüística. En el Diccionario de la Lengua Española podemos comprobar que la palabra en cuestión tiene orígenes latinos, gens- gentis. Cicerón la utilizó indistintamente para designar: tribu, pueblo o nación.

La pregunta que debemos hacernos en realidad, es si el término gente posee un valor connotativo, si además de su significado conlleva por asociación algún otro de índole denigrante o deshonrosa. La respuesta es negativa; cuando dice la gente, dada la amplitud de significado que le confieren los hablantes, esa cierta tilingueríaburguesa a la que se refiere Giardinelli se estaría incluyendo a sí misma en la nominación.

La raíz del problema nada tiene que ver con los modos de nombrar que se adoptan y empezó décadas antes de diciembre de 2001. Pero Giardinelli no lo cree así, pasa por alto, gambetea, mucho de lo sucedido entre 1945 y 1989. Cito a Giardinelli: “Pero en 1992 un joven profesor de economía política [...], Francis Fukuyama, publicó un libro que fue best-seller mundial [...]: El fin de la historia y el último hombre. Allí Fukuyama le anunció al mundo que con el llamado fin de las ideologías todo había fracasado...”.

Deben ponerse ciertas cosas en contexto. En el verano de 1989, Francis Fukuyama publica en The National Interest un artículo de unas veinte páginas, El fin de la historia. Es este texto y no el libro posterior (en cuyo prólogo Fukuyama aclara que no es su intención reafirmar lo expresado en su artículo anterior) el que causa gran revuelo e ignita el debate que originó diversas respuestas y la escritura de miles de páginas.

El fin de las ideologías es también el título de un libro de Daniel Bell, de 1960, quien sostenía que los problemas de consolidación de la modernidad eran de índole técnico-administrativo, tesis que formaría parte de la doctrina oficial del gobierno de Kennedy. Este fenómeno no es nuevo, puede ser ubicado a finales de los cincuenta o comienzos de la década de los sesenta, en pleno auge de la Guerra Fría, y coincide con el desarrollo embrionario de otro de los cambios que modificarán nuestra percepción del mundo: la transformación del ciudadano, portador de derechos inalienables, en consumidor. Este proceso se lleva a cabo en el marco del agotamiento de lo que reconocemos como el Estado-Nación; éste no desaparece como objeto, allí están los hospitales, escuelas, comisarías, etc., lo que se diluye es su capacidad para organizar el pensamiento e instituir subjetividad. Éste es el campo de operaciones en el que Giardinelli desarrolla el recorte o la negación de nuestra tradición literaria, que debería ser releída, nunca talada a hachazos de ciego.

La receta es la siguiente: toma a Domingo F. Sarmiento y a José Ingenieros como modelos de pensamiento intelectual, los enfrenta en un falso juego de espejos, las imágenes refractadas, difusas, cumplen la función de anularse la una a la otra, obliterando la vastedad de una rica tradición.

Acerca del gran sanjuanino nos dice: “Cierto que fue un desbocado y que también escribió algunas de las más agraviantes ideas discriminatorias hacia el indio y el gaucho”. No en el Facundo; podemos agregar que en la Carta de Yungay, dirigida a Urquiza el 13 de octubre de 1852, que por sí sola bien podría constituir un libro, casi sesenta páginas de magnífica prosa, Sarmiento se lamenta de la muerte de los gauchos en nuestras guerras civiles. Es posible que Giardinelli estuviera pensando en Conflictos y armonías de las razas en América (1883), aunque no lo cita, donde traza la hipótesis de la inferioridad racial hispanoamericana que habría de compartir al final de su vida con autores formados en el pensamiento positivista y en las concepciones naturalistas de fines del XIX. Los que participaron de esta línea de pensamiento se dedicaron principalmente a la investigación científica en diversas disciplinas. Entre ellos se contaban José María Ramos Mejía, Juan Agustín García, Agustín Álvarez, Carlos Octavio Bunge y José Ingenieros. Éstos vivían asombrados por el desarrollo casi espectacular de las naciones de origen anglosajón y mostraban cierto desdén por la herencia hispana y los elementos indígenas en la sociedad argentina.

Desbocado sí, no lo podemos negar, pero con imaginación: recordemos las opiniones de Sarmiento respecto de Juan Bautista Alberdi en Las ciento y una (todo un ejemplo de literatura polémica).

Volviendo al texto de Giardinelli, en él no se hacen referencias al desarrollo del ensayo como género, terreno en el que se condensan diversas claves, tanto del país como de los intelectuales que lo imaginaron. Entre ellos, Echeverría, Sarmiento y Alberdi, que practicaron un ensayo operativo de interpretación, variante ésta que quizás bajo las influencias del arielismo de José E. Rodó adoptaría un carácter más idealizante. Ésta es la vertiente en la que autores como Lugones, Rojas y Gálvez manifiestan su confianza en los altos destinos de la Nación. Luego, al producirse la crisis de 1930, se profundizan sus rasgos ontológicos, atravesados por un profundo pesimismo. La obra más representativa en este aspecto es Radiografía de la pampa de Ezequiel Martínez Estrada, nutrida de cierto fatalismo que influenciará a varios autores, entre ellos H. A. Murena, quien a su vez negará esta mirada.

Giardinelli acusa explícitamente a los intelectuales de parricidio, de robo de ideas y de practicar el “ninguneo”, ejercicio que define como “el no respeto al trabajo ajeno”, pero no da nombres, ni suministra información sobre ningún caso particular.

En un trabajo que trata precisamente de los intelectuales, el país y las corrientes de ideas, ¿cómo se llamaría el hecho de cepillar, borrar, eludir, menospreciar, tratar con liviandad, la obra de, entre muchos otros: Sarmiento, Ingenieros, Juan Bautista Alberdi, Joaquín V. González (de quien es saludable releer La tradición nacional), Ezequiel Martínez Estrada, Francisco Romero, Roberto Arlt, Roberto Giusti, Carlos Mastronardi, Vicente Fatone, H. A. Murena, Rodolfo Kusch, Juan José Sebreli, Carlos Astrada, Leonardo Castellani, Arturo Jauretche, César Fernández Moreno..? La lista de nombres podría ocupar varias páginas, ya que han surgido en las últimas generaciones cantidad de hombres y mujeres ocupados con la historia, la vida y los designios de la Argentina.

El otro gran ausente es Jorge Luis Borges, el exponente más importante del ensayo especulativo. El autor de un desbordante texto conformado por pasajes, fragmentos y composiciones aisladas que integran un argumento (intolerablemente unitario) que abarca casi cincuenta años de trabajo y construcción. “El maestro moderno”, como lo definió Paul De Man, en un texto crítico de 1964 y a quien Thomas Pynchon le rinde un merecido y divertido homenaje en Gravity’s Rainbow (1973).

Borges, afirma Giardinelli, “en quien importa menos lo ideológico”, es quizás el único (no voy a decir escritor, pues las alusiones y apropiaciones que de él hacen escritores, filósofos, pensadores y científicos de distintas corrientes y tradiciones lo colocan en una categoría de difícil definición) entre los mencionados que ha ejercido influencias o inspirado con sus textos a importantes pensadores contemporáneos en la segunda mitad del siglo XX. Para muestra dos botones: Foucault y Baudrillard.

En una conferencia, Órganos sin cuerpos, dictada en Buenos Aires, Slavoj Žižek admitía, respecto de los filmes de Hitchcock y de las interpretaciones que de ellos se hacen, la necesidad de contar con una “teoría de las representaciones equivocadas”. En nuestro caso, quizás necesitemos desarrollar una teoría de las interpretaciones forzadas, que ponga de manifiesto que cuando hablamos de intelectuales, de pensamiento o teorías o ideas, estamos hablando siempre de un espacio de discusiones y referencias en el que no hay sitio para la soberbia mediática y narcisista del conductor de un talk show televisivo.