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Eloísa no está

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Comenzó así: yo llevaba varias semanas de obstinado hacinamiento, de encierro voluntario en un despecho sólido y sucio. Encochinado hasta el alma. Vivía en un revuelo de recuerdos que laceraban. Es jodido que te dejen. Y aun más de manera tan depravada. Algún día contaré esa última noche. La pesadilla calidoscópica y mi huida en la madrugada por la autopista. Ahora me entretengo, me contento con describir la ausencia, el dolor, la obsesión.

Mi cuarto apestaba. El minúsculo cubículo que me albergaba y donde rumiaba mi pena era un chiquero. Me contentaba con permanecer echado sobre la cama. Deslastrado de la vida exterior, de la “realidad”, mantenía mi mente enfocada en el pasado. Repasaba con maniática precisión, una y otra vez, mi relación con Eloísa. Hay cierto placer en sentirse el hombre más desdichado del planeta. Me daba profusión de golpes de pecho. Me regodeaba revolcándome en el charco negro y dulce de la depresión. Nunca había pasado días tan felices, tan plenos como los de mi encierro despechado.

Pero todo termina. Todo llega a su fin. Así fue que sentí que ya era suficiente. Quería salir, ver el cielo, tropezarme con la gente: sí, con la tremenda estupidez del buen ciudadano. ¡Ah! Quería tomar al buen burgués por los hombros para darle un abrazo fraternal. Un beso en cada mejilla en señal del amor eterno a la clase que nos une.

Salté de la cama. En el armario, buscando a fondo, desenterré mis zapatos de correr. Me los calcé y salté a la calle a desintoxicarme. A eso iba. A sacarme toda la mierda del cuerpo. A trotar. A darle unas vueltas a esas cuadras bucólicas enraizadas en el verdor de los árboles. A despejarme de una puta vez y a recibir en el rostro el aire grácil de una urbanización “bien”.

Quiso Dios o la vida que es muy cabrona que Eloísa viviese en la misma urbanización. Su casa daba a la avenida El Paseo. Era un bastión elevado y cuadrado que yo acostumbraba a llamar “El Castillo”. La verdad no sé por qué lo llamaba así. Quizás porque en mi desbocada imaginación creía vivir una historia de princesas y caballeros. Alguna pendejada por el estilo debía pasar por mi débil mente cuando se me ocurrió llamar de esa manera a tan repugnante construcción.

Así será de cabrona la vida. Así será de hija de puta la puta que no más pasar yo por primera vez frente al “castillo”, así, trotandito, apenas comenzando a regular la respiración, a regular mi vida, a encarrilarla en la dirección de la desintoxicación y del despeje, ¡zas! ¿qué pasó?, ¿qué aconteció? Que la cabronsísima vida me espetó, me restregó por todo el cuerpo la luz del cuarto de Eloísa. Sí, gran carajo, encendida como nunca esa luz terrible que se filtraba por los tres ventanales de su cuarto. Luz magnífica, luz insensible que me paró en seco en plena avenida El Paseo. Me detuvo el corazón la mitad de la mitad de una milésima de segundo. Tiempo suficiente. Suficiente para morir un millón de veces en ese instante eterno. ¿Y qué hice? Pues ver. Mirar. Poner mis ojos sobre esos ventanales, sobre la luz centrífuga que me aspiraba, sobre las rendijas miserables que me impedían traspasar más allá de esa luz. ¿Y qué veía? Pues un destello negro. ¿Es posible? Pues sí, sí es posible: era un destello negro o una línea de sombra, que se deslizaba frente a los ventanales, que crecía o disminuía de tamaño en un ir y venir fantasmagórico e inasible. Era ella. Estoy seguro de que era ella. Esa sombra fragmentada era Eloísa.

Y sin previo aviso, como un rayo que fulmina a un pobre gato inocente, esa sombra creció. Se hizo inmensa contra los ventanales. Hecha monstruo insaciable se cernía sobre mí. Entonces pude ver con claridad la línea de sombra que prefiguraba el cuerpo de Eloísa. Aterrado observaba la sombra de proporciones incalculables que me tragaba, me ahogaba. Allí me quedé petrificado: en la, de pronto, enorme avenida. Como si me hubieran soltado en el medio de un campo de fútbol, a mí, desdichado y solitario individuo, frente a la mirada persistente y escrutadora de centenares de miles de ojos. De verdad que me sentí muy solo. Y descubierto sobre todo. ¿Me habrá visto? ¿Me estaría viendo en ese preciso instante? ¿Y si me vio, me habrá reconocido? Con honestidad estaba muy cagado para averiguarlo. Y no me quedé para averiguarlo. Huí. Huí con el rabo entre las piernas, chorreado y con el inicio de mi nueva vida de desintoxicación truncado.

Entonces me instalé en la terraza de mi casa. Desde allí tenía una visión descendente y oblicua del castillo. Veía, entrecubiertos por las ramas de un árbol, los tres ventanales del cuarto de Eloísa, completa la ventana vertical del baño y un trozo de la puerta eléctrica del garaje, que daba a una calle posterior. Me hice con unos viejos binoculares de mi abuelo y me acodé para siempre en la jardinera, a observar esas ventanas, a escrutar con precisión de loco los movimientos de un fantasma. Desde allí el castillo lucía menos repugnante, achatado, aplastado por cierta lejanía.

Era noche cerrada y hacía frío. El tiempo pasaba como suele hacerlo en casos así: con desesperada lentitud. En la avenida había un continuo fluir de carros. Un torrente de luces y reflejos. Un torrente mecánico y helado. Pero los binoculares, y a través de ellos mis ojos, estaban fijos en las ventanas. Atornillados a una esperanza: una luz que se encendiera. ¡Ay, pobre imbécil! ¡Desdichado ser!

La luz se encendió, por supuesto, como una bofetada, como una explosión en el estómago. También se encendió la luz del baño. La luz encendida era ella. La forma siniestra y triste en que se manifestaba mi fantasma. La única que me era permitida.

Después de un rato las luces se desvanecieron. Siguió un silencio prolongado. Me ardían los ojos soldados a los binoculares. El tiempo fluyó como un río pesado. Y luego, al rato, un rato eterno, inacabable, ¡se hizo la luz! ¡Otra vez!, pero apenas por un instante efímero, un segundo que dio paso a una nueva oscuridad, seguida, al cabo de minutos incontables, de un nuevo resplandor filtrándose por los ventanales. Una y otra vez en un crescendo resplandeciente. Una loca carrera de luz y sombras sobre mis ojos. Era un ir y venir de luces y de oscuridades. Espasmódicos destellos. Un sin sentido de luz aflorando entre las rendijas de unas ventanas demasiado lejanas. Mareado, veía ante mí el espectáculo irracional e inaccesible, el duro desgarramiento de mi alma empuercada.

Y de repente cesó el estroboscopio. Siguió un silencio prolongado. Un poco de paz para el alma. La oscuridad reinó y con ella el sosiego. Y luego, con un leve temblor, un leve crujido mudo que sólo pude imaginar, la puerta del garaje se abrió. Por la disposición de los faros y de los reflejos quebrados y móviles, era evidente que un carro salía del garaje. ¿Eloísa? Para averiguarlo me bastaba con esperar su paso por la avenida El Paseo. Me sentí casi alegre. Juguetón incluso. La sola idea de ver pasar su carro a lo lejos, de poder entrever, apenas, a través de los binoculares, sus manos sobre el volante, me trastornaba. Es que me meaba encima del gozo. ¿Qué más podía pedir este pobre diablo? Con menos que eso me habría conformado.

Pero transcurría el tiempo y Eloísa no pasaba. Yo tenía la vista fija en la avenida. El alma puesta sobre el asfalto pero Eloísa no pasaba. ¿Y si no era Eloísa? Conocía bien los carros del castillo y a ninguno vi pasar. ¿Algún visitante, entonces? Poco probable. En mi efervescente coco estaba seguro de que se trataba de Eloísa. ¿Entonces? Pasaron veinte minutos. Era demasiado. Una eternidad de tiempo para mi atolondrado corazón. Eloísa de mierda, ¿dónde estás?, ¿por qué no pasas por la avenida? ¿Acaso no es tu ruta de todos los días? Malvada cretina, ¿qué te propones? ¿Dónde están tus manos de harina sobre el volante? ¡Me cago en la puta que te parió! Peinaba desesperado la avenida. Ni rastro. Esfumada de la faz de la tierra, deslindada del mundo y de mis ojos. ¡Qué desánimo, coño!

Pero entonces es que pasó y no la vi. Se me escurrió la coña. Eso es. Debió pasar por la avenida sólo que yo, preso de la emoción, descocado imbécil, no la había visto, no había sido capaz de pillarla. Me había distraído, eso era todo. Un segundo y ya, se me había escapado. Claro. Ya me iba aclarando yo lo que sucedió. Entonces pasó y no la vi. Y punto.

Ahora bien, por la hora estaba seguro de que se dirigía a un ensayo (Eloísa es pianista). Hice unos cálculos rápidos y fijé la hora de su regreso para las 10:30 pm más o menos. Eso me daba unas dos horas de paz. Me dispuse, entonces, a darme un baño, el primero en semanas, comer algo y esperar con impaciencia el regreso de Eloísa. Tumefacto y con los ojos enrojecidos me metí en la casa.

Bajo la ducha, con el agua caliente corriendo por mi cuerpo, tuve una erección. La primera desde que me dejó Eloísa. Y pensar que mientras estuve con ella se me paraba todos los días. Era un magreo constante sin solución. Vivía encojonado. En cuatro meses no solté una gota de leche. Era doloroso. Mis bolas eran como piedras. Caminaba como un lisiado.

En fin que me hice la paja lenta y suavemente. Apoyado con una mano en las baldosas húmedas, las piernas separadas, las rodillas ligeramente flexionadas, dejaba que el chorro de agua caliente cayera sobre mi verga, mientras la meneaba con mi mano libre. ¡Delicioso! ¡Mierda, qué bueno! Mucho más sencillo así, además, satisfacer los instintos. Sin pormenores. Sin las dificultades enormes para conseguir un culo, seducirla, marearla con astucias hasta dejarla sobre la cama con las piernas abiertas y la raja húmeda. Todo el complicado mecanismo de la seducción. El rollo interminable del levante. Nada de eso. Tan sólo mi mano derecha jugueteando con la paloma con delicados movimientos. No pensaba en nada. No imaginaba nada. No representaba en mi mente ninguna escena cachonda. Fue una paja abstracta. La mejor en mucho tiempo. ¡Única!

Salí del baño flotando, liviano, sin peso. Mis pies apenas rozaban el suelo. Pasé por la cocina con sonrisa seráfica, imperturbable, casi ladino. Comí cualquier cosa. Me metí en mi cuarto y luego de vestirme, como en un sueño, salí a encontrarme con mi destino.

Estaba en la terraza con los binoculares prestos a capturar el regreso de Eloísa. Me interesaba sobre todo por la puerta del garaje. Me interesaba ese trozo de metal que temblaba cuando se ponía en movimiento, porque Eloísa no necesitaba pasar por la avenida para llegar a su casa. Si no veía su carro, por fuerza debía observar los movimientos de la puerta de mierda.

Allí estuve acodado, sobre la baranda de la jardinera, diez o quince minutos. Entonces, de improviso, se encendió la luz de su cuarto. ¡Ah caramba! ¡Eso no me lo esperaba! Un minuto después se apagaron. Y luego se encendieron de nuevo, una, dos, diez, cien veces a lo largo de la noche. Otra vez la rumba de las luces. El holocausto en resplandores. El travieso interruptor arriba y abajo: clic... clic..., accionado por una mano invisible. Desconcertado, no quitaba la vista de la puerta del garaje. ¡La maldita no se había movido, no había temblado! ¿Y entonces? ¿A qué se debía el juego alegre de luces y sombras en mi cuarto añorado? Eloísa, ¿había salido o no? Ya no sabía qué pensar. Pasaban las horas. Hacia la una de la mañana reinó la calma en aquel cuarto lejano. Por la avenida ya no pasaban carros. Silencio y desolación. ¿Y la puerta?: estática, inamovible, imperturbable en su ostracismo. No habían entrado ni salido carros por aquella puerta hija de puta. Solté los binoculares y me senté en el suelo. Ya había sido suficiente. ¡Inaudito! Me estaba jugando una mala pasada. Eso era. Jugaba conmigo. Se pavoneaba. Me sacaba hasta la última gota de cordura. Eso quería: que me desfondara y me lanzara delirante contra las paredes. Estaba harto y agotado. Se me cerraban los ojos. El cuerpo se me aflojaba y lentamente fui apoyando la cabeza en la jardinera y me dormí.

Era una habitación de paredes blancas de la que colgaba infinidad de platos. Pegado a una pared había un largo mueble de madera coronado por un gran espejo. Al fondo una biblioteca, también de madera, con la colección completa de Salvat Básica y Salvat General. El piso estaba cubierto por mullidas alfombras. En el centro había una gran mesa, sí, de madera. Todos los muebles eran de caoba. No sabría decir cómo sé todo esto: primero porque no conozco la caoba y luego porque la habitación estaba a oscuras. Sin embargo veía muy bien a Eloísa en un extremo de la mesa. La acompañaba un niño de unos ocho años que muy bien podría ser yo mismo. Allí estábamos los tres viéndonos sin vernos. Ubicados en dimensiones distintas. Al menos yo los veía a ellos como a través de una pantalla oscura. Entonces Eloísa avanzó y desapareció tras una puerta. La seguí. Avanzaba con dificultad, apartando con mis brazos la densa penumbra. Era penoso, asfixiante caminar dentro de esa atmósfera. Crucé un pasillo, una cocina, otro pasillo, luego una habitación sin muebles y por fin llegué al pie de una escalera. Allí encontré a Eloísa, unos siete u ocho escalones por encima de mí. La veía o quizás la presentía. Quizás sólo lograba rescatar algún rasgo, una fugaz línea de su rostro, de la profunda oscuridad que nos tragaba. Ella me vio y extendió sus brazos como quien pretende alejar, apartar una presencia indeseable. En su rostro comenzó a dibujarse una mueca de terror, mientras en sus labios se gestaba un balbuceo apenas audible que pronto comprendí: “No, por favor... no...”. Yo mismo debía hacer esfuerzos inauditos para articular palabras: “Soy yo, Eloísa. Quédate tranquila, soy yo, ven”. Y tomándola de las manos la atraje hacia mí y la abracé con fuerza. Poco a poco se fue quedando más tranquila. En ese momento desperté y un impulso me obligó a mirar hacia el castillo, en el momento justo en que la luz del baño, primero, y luego la del cuarto de Eloísa se apagaban. ¿Era ella? ¿Había llegado de la calle o simplemente se había levantado de la cama para ir al baño?

Me quedé allí hasta que amaneció. Sentado en el suelo de la terraza escuchaba el runrún de la avenida. Ese vago latir que iba creciendo a medida que calentaba el sol. Estaba deshecho y vacío. Dejé los binoculares sobre la jardinera. Ya no quería ver. No tenía caso. Entré y me preparé dos sánduches de jamón y queso y me serví un vaso con Coca Cola. Lo dejé todo sobre la mesa del escritorio y me senté frente a la máquina de escribir. Un mosquito pasó frente a mis ojos. Lo dejé ser. Coloqué una hoja en blanco en la máquina y, levantando la mirada como quien ve sin ver la fea pared de mi cuarto, como quien medita inútilmente qué coño va a decir, me puse a escribir.

¿Qué otra cosa podía hacer?