Letras
La caída

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Caín era oscuro como una hoguera apagada, y su pelo apretado como un gorro de lana sobre su cráneo. Vestía una túnica de cáscaras y ceñía su frente con hilachas de rastrojos secos. Caín era musculoso como un árbol o un oso. Abel era delgado y aéreo. Llevaba piel de borregos y le gustaba cubrir su cabeza con un manto de la gris pelusa de los cachorros. Caín era cojo, se había lastimado un pie mientras hacía surcos en la dura tierra. Abel era parlanchín y chistoso, su voz parecía la de una cabra o una oveja.

Adán era un viejo taciturno cuyo rostro estaba oculto por una enmarañada barba parecida a una catarata. Por las mañanas caminaba por el arbolado y lanzaba guijarros a las codornices. A veces se ocultaba por horas en las espeluncas de los cerros. Cuando el crepúsculo apuntaba entre las rosadas nubes del horizonte, se asomaba a los acantilados con ocultos pensamientos.

Eva también había trascendido la juventud. Las líneas de su cara eran profundos surcos y su pelo era un espeso matorral cubierto de polvo. Su cuerpo era magro, tenso, duro como raíces a ras de tierra. Sobre su cintura llevaba siempre atadas unas hojas a manera de ensalmo. No tejía, ni cantaba, ni mecía a sus vástagos sobre sus nudosas rodillas, sólo estaba allí en su muda cólera.

A lo lejos, más allá de las azules montañas, detrás de la hilera de los cedros, donde el sol nimbaba con su luminiscencia los penachos de la cordillera, estaba el hogar, donde habían nacido un día sin los presagios del parto ni los cuidados de la madre. Allá donde se hundían en la distancia las bucólicas comarcas de los grillos y los leones, donde los animales dormían en el lecho de su plácida inocencia, allá, estaba el nido de las alondras que arrullaron su primer día de existencia. En secreto, él y la mujer, desde distintos lugares, miraban el vaporoso emplazamiento donde ya no podían entrar. Recordaban el momento específico, a media mañana, debajo del manzano, la redonda escarlata figura de la fruta, la suave piel, la húmeda corteza, el suave mordisco, el sabor ligeramente dulce, tenuemente ácido, la frescura del jugo en los labios, en la lengua, y después el nubarrón sobre sus cabezas, los relámpagos, la incontenible corriente, el furor de la lluvia, el barrizal, la suciedad, el vacío, los animales ahogados.

“Me acusaste y sobre mí cayó la culpa”, había dicho Eva mientras le daba la espalda en el lecho de hojas. El primer hombre intentaba acercarla al eslabón formado con sus brazos, pero el corazón de la primera mujer se había convertido en cenizas. “Dije sólo la verdad. No conocía la mentira, ni la culpa”, recalcaba Adán mientras miraba el techo de la gruta donde jugueteaban dos lagartijas.

Concibieron a sus hijos en ese terrible odio mudo, en esa aversión oscura por ser los únicos humanos, por no sentir más compañía que sus sombras. Ella se dejaba abrazar cuando el furor de su cuerpo era incontenible, cuando los fluidos temblaban entre los labios de su sexo frenético. Respondía como los animales, pero ya no era un animal, ya no era la bestia que aullaba. Antes el coloquio secreto era de gruñidos y ronquidos, ahora articulaba en su boca sonidos inéditos en la selva, en las aguas y en el aire. Cada noche la cueva era un abismo de silencios, salvo en aquellos momentos. Cada noche el nido era un hueco vacío, pero cada cierto tiempo era también un lecho de rosas trituradas.

Si no se hubiese dado la fuga precipitada, el miedo a la noche y al rumor del viento, estos dos hubieran tenido una prolífica casta de hembras y varones y sus mayores calamidades tal vez estuvieran consignadas al aseo personal de la pandilla y al estupor por los chillidos a media noche de los chiquillos hambrientos.

Entonces, el mal, en forma de aburrimiento, de tedio, se abalanzó sobre todos ellos. La rutina se convirtió en un depredador, los acosó, los husmeó en los sotos, entre las espumas del torrente, en la bifurcación de los ramales, en la desolación de la playa, sobre los rocosos rincones de las montañas desnudas. Dio feroces dentelladas, hincó sus fauces en la carne delicada de sus espíritus.

Y el hastío se volvió un flujo de lodo en las arterias. Saltó dentro de los ventrículos de sus corazones y allí se mantuvo escondido hasta que un día el abigarrado universo sucumbió al primer atisbo de la muerte.

El día llegó y nada presagiaba la hecatombe, la inusitada transformación. Los padres sumidos en su desconsuelo, bebían sus brebajes herbáceos, humeantes ante sus pupilas absortas en las hileras de hormigas que ascendían por las paredes. El olor a eucalipto y a mastranto subía en espiral hasta sus narices. Algo se han de haber dicho. Tal vez sobre la nieve que inundaba la entrada o el cacareo de los pollos en el corral o tal vez el relincho de los nuevos potros, ahora sometidos a su brida. Lacónicos diálogos, contundentes monosílabos retumbaban, saltaban contra las erizadas medianeras, se sumergían en los charcos de luz y sombras expelidos por la hoguera. Olvidados ya de sus hijos, perdidos entre las espigas de los penachos de trigo y los zarzales alborozados. Abel, con una campana, arreaba sus torpes borregos, los empujaba con el báculo, sin perder alguna ocasión para dejar caer un sólido bastonazo sobre el espinazo de los tontos andoscos.

“Mira mis animales, Caín. Son hermosos, son sabrosos. Tus hierbas apenas crecen y apuntan a tu barba hirsuta. Yo te digo, pastaré en todos estos campos y tú deberás conformarte con sembrar una porción de tierra delante de los precipicios donde Adán se lamenta de sus cuitas. Sembrar no es productivo, es más fecundo el útero de mis cabras y mis ovejas. Allí se asienta la vida, el alimento y el abrigo. Ellas me dan piel, leche y carne. Qué pueden dar tus guindas y tus ortigas”.

Caín callaba mientras su hermano le daba la espalda tocando un flautín de hueso. Los animales, bajo el influjo de los agudos arpegios, seguían a Abel. Caín miraba con detenimiento el movimiento de las ancas del rebaño y luego rebanaba con sus ojos el grueso tallo de una caña.

“Mi casa es de troncos y lianas. La fragancia de las flores es el aliento de mi cabaña, mientras tus estúpidas bestias llenan de heces el aire y de piojos nuestros cuerpos. En el jardín donde siembro mis naranjas, mis higos y mis manzanas el entorno huele a aquel hogar escondido en la memoria de nuestros padres”.

Apuró Abel los agudos sonidos de su caramillo y danzó en torno a un montículo de bosta. La risa era aguda, filosa. La mueca de Abel hería el corazón de Caín. Adán y Eva, mientras tanto, se miraban en un descorazonador silencio.