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Seres en un texto

Las palabras saltan del grafito al lomo blanco de la página. Se van alineando una tras otra dejando breves espacios intercalados para demarcar sus límites. Todo en delicadísimo orden. A ellas les fascina tenderse así, de cabo a rabo sobre la palidez de la página. Poco les importa los sollozos de ésta que queda considerablemente lastimada por la punta implacable del grafito. De tanto en tanto desaparecen bajo la fricción de alguna goma. Pero no, no mueren. No se extinguen. Sólo se transmutan en otras formas, otras palabras. Van y vienen como olas. Así viven incansables.

 

Divertimento

Los bostezos son diestros trapecistas. Suelen volar de boca en boca porque allí yace su pasatiempo favorito. No tienen preferencia en boca particular ninguna: ahora puedes verlos retozar en una pequeña, incolora y sin sabor, y, un segundo después, en una gorda, roja y muy apetitosa. Carecen de tácticas y estrategias. Sólo se dejan llevar por la brújula de las emociones. A simple vista parecen una orquesta sinfónica rigurosamente ensamblada, pero no pasan de ser un cuarteto alocado, alegre y absolutamente contagioso.

 

Paradoja de la dominación

A partir del momento en que el homo sapiens se irguió sobre sus miembros inferiores —o mejor, sobre su raciocinio—, comenzó a escribir su propia historia. Historia que ha estado plagada de ambiciones, grandes hazañas, pequeñas miserias, injusticias y mucha dominación.

En el universo de los objetos la dominación del hombre empieza con la imposición de un nombre. Espejo silla reloj mesa zapato acera fósforo lápiz computadora televisor tostadora radio jabón corbata papel biblioteca eructo bostezo. De allí a la domesticación no hay más que un paso. Sin embargo, desde su inteligencia inferior, los objetos entienden y van haciéndose indispensables en la cotidianidad de su amo.

Después de muchos años de interacción, ambos, objeto y hombre, han alterado su esencia. El objeto es menos objeto y el hombre más esclavo.

 

Antropología

Disciplina a través de la cual se estudia in situ el aspecto físico de los antros y cualquier manifestación sociocultural que se desarrolla dentro de sus perímetros.

 

Autorretrato

El pintor ha estado pintando su retrato. Lleva en esto unos diez años. Cada día deja sus otras telas y le confiere sesiones de tres o cuatro horas. Cuando acaba la sesión, exhausto, piensa que mañana sí lo terminará. Es tan obstinado. Nunca queda satisfecho. Quiere para su retrato la exactitud precisa, la perfección. Atrapar ese justo momento ante el espejo. “No como ayer, como ahora”. Pero nunca podrá terminarlo y vivirá eternamente molesto e inconsolablemente insatisfecho.

 

Signos de puntuación

Vengo a engrosar la lista del selecto grupo de escritores excéntricos que detesta usar en sus textos los signos de puntuación. No se trata de una actitud de rebeldía o por mera condición de excéntrico, sino, más bien, de dar acuse de recibo a un sentido insoslayablemente estético.

No soy el primero, que yo sepa, en tener cierta fobia visual hacia el uso de estos signos convencionales de la escritura. Sé que ellos se inscriben dentro de las normas y reglas de nuestro lenguaje que exigen ser inobjetablemente respetadas, pero como se sabe, toda norma o regla es susceptible de ser transgredida.

El grueso del grupo ha optado por la poesía porque de alguna forma en ella se reducen los problemas de apreciación o interpretación que pueden generar la inexistencia de los puntos, las comas y los paréntesis. Pero excéntrico entre los excéntricos, he preferido el ensayo, lo cual me ha traído no pocos inconvenientes con mi editor que se niega a violentar las reglas y normas de la Real Academia Española, y a confundir o extraviar a los lectores en un mar enrarecido de palabras, sólo por complacer los retorcidos gustos de un escritor poco leído.

Para salvar la distancia entre mis textos y mi editor trabajé durante años en la creación de una técnica que, sin causar desconcierto en la lectura, prescindiera de la utilización de los signos de puntuación. Gasté más de diez años de mi vida buscándola hasta que finalmente di con ella. Después de mostrarla entre algunos allegados y amigos —y de conseguir su tímida aprobación—, me dispuse a presentársela a mi editor.

Sin embargo, son harto conocidas las penosas historias de ciertos genios y sus trabajos incomprendidos, durante la época que les ha correspondido vivir, que no aposté un duro por convertirme en una loable excepción. Y como no sé hacer otra cosa que no sea escribir, y de más está declarar que sin publicaciones no hay paga, terminé arreglando con mi editor que mis manuscritos, una vez publicados, podrían convivir con los irritantes signos siempre y cuando yo no los viera. Así que en adelante yo entregaría la última revisión de mis manuscritos utilizando mi técnica y ellos se encargarían de modificarla a su antojo antes de sacarla a la calle. Por suerte, nunca he tenido la costumbre de leer una de mis obras ya publicada.

De seguro usted ahora mismo estará leyendo estas notas cargadas de comas, puntos y ¡hasta signos de exclamación! Por supuesto, a causa de un dictamen cobarde y egoísta de mi editor, nunca se dará por enterado de la original técnica que desarrollé para prescindir de los repulsivos signos y que mis textos pudieran ser leídos como Dios y nuestra Real Academia lo mandan.