Letras
El secreto del tiempo

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Busco un secreto. Subo al tren, sin ganas. Huyendo del tiempo que pasé en Barcelona. Mi pasado no tiene sentido. Me acomodo en la butaca. Por la ventanilla veo a una muchacha esbelta y rubia que espera. Junto a ella su caniche con un jerseicito de lana, como sacado de una acuarela, ladra al viento. Enciendo un cigarrillo. El humo opaco y gris desdibuja mi rostro y yo invento mis ojos azules. El tren arranca lentamente. El pelo grasiento de mi compañero se apoya contra la almohada sobada mil veces por innumerables viajeros. Los colores del cuero negro del asiento que tengo frente a mí bailan al son del agua y se pasean los fantasmas de mi ciudad por la escalera de mi alma. Juegos urbanos concebidos desde tiempos inmemoriales. Un túnel borra mis sentidos de una pincelada. Silencio. Dos amantes se miran con ternura infinita y se acarician ardientemente en su imaginación… o en la mía. Luz. Yo soy la luna que tiñe todo de una oscuridad mágica. Un bosque con una mujer me asalta. Habitan liebres y búhos entre los árboles. Un niño llora y pide a su madre un bocadillo de mortadela. La madre le mira y saca una galleta. Todo sigue su curso. Un hombre abre una lata de atún en un campamento gitano. Un cactus apunta con los cuatro pelos de su barba a la claridad de la mañana. Serpientes y lagartos se secan al sol desde siempre y para siempre. Los amantes se besan y se susurran al oído. El niño come su galleta y sueña con su bocadillo de mortadela. La madre bosteza sonoramente esperando tragar una mariposa. Llueve dentro del tren, fuera el cielo está despejado. Tengo frío. Mis huesos húmedos se quejan de la falta de movimiento. A mi alrededor nada está quieto. Esqueletos bailan al son del continuo traqueteo. El pelo grasiento de mi compañero tiñe de un aura multicolor el aire que le rodea. Nubes en forma de animales prehistóricos circulan frente a mí. Un buitre carroñero se aproxima a su presa, ya muerta. No hay pelea. Una extraña estación se aparece ante mis ojos. La gente corre. Un hermano besa a una hermana en su despedida. Una maleta corretea por el andén sin dueño ni destino. Todo continúa igual. Los amantes se miran indiferentes, ya no se tocan. El vacío corroe su cerebro, fosilizando su deseo. El niño crece y ya no quiere galletas. La madre está cansada y bosteza esperando tragarse una mosca. Una flor se deshoja lentamente, anhelando la llegada de otra estación. La primavera puebla mi alma y deshace mis miedos. No espero nada. La triste campana de la iglesia de mi infancia repica por los que fueron. La viuda llora la pérdida que ansió. Lágrimas de sangre pueblan los campos de vides a punto de ser vendimiados. Huellas de jabalíes honran a todos los ladrones del mundo. Ya no quedan nidos de pájaros. Mi imaginación se esfuma. Los amantes se separan. El niño ya no llora, porque ya no es niño. La madre sueña bostezar y tragar cualquier cosa. Siente miedo. El pelo grasiento cae sobre la alfombra. El tren se ralentiza y anuncia la llegada a su destino. Veo una estación que me resulta familiar. Barcelona. Miro a una mujer cana, que fue rubia y esbelta, sujetar a un caniche invisible, ya muerto. En sus manos lleva un jerseicito de lana, que no ladra por el perro que le acompañó. Yo observo mi reflejo en el cristal de la ventana por primera vez desde que partí. No me reconozco. Mi cara está surcada de unas arrugas nuevas y profundas, que conforman un mapa desconocido de mí misma. Lo que fue, lo que pudo ser y lo que será. Bajo del tren. Estoy exhausta. Miro a mi alrededor. Otro niño pide un bocadillo de mortadela a su madre. Otros amantes se miran con ternura infinita. Y otro pelo grasiento sube las escaleras de su vagón para aplastarse contra una almohada infinitamente usada. No descanso. Otro tren inicia su viaje muy lentamente. Pero yo ya he estado allí.