Letras
Un viaje fallido

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Le advirtieron que una ofensa más al buen comportamiento y su prometido viaje a la tierra prometida (Estados Unidos) sería cancelado y que por favor devolviera el lapicero que había sustraído durante el recreo de la mochila del compañerito Agni, quien lloraba desconsoladamente como un cobarde en la esquina del salón en los brazos de la regordeta Miss Becky. La pequeña malhora, sin ningún rasgo de vergüenza o arrepentimiento, lentamente extrajo de su suéter verde bandera un lapicero a cartuchos con dibujos del enmascarado Hombre Araña y extendió la mano hacia la Directora. Ahora puedes salir, y salió al pasillo color beige. Detrás de ella, Agni salió también, aún con lágrimas en los ojos. Esto no puede seguir así, ayer fue el termo de Hello Kitty de Ana María, antier un graffiti en la pared, la semana pasada la regla de La Mujer Maravilla de Marisol, y hoy, esto. El tono de la Directora era de reproche, como si los padres de Odette tuvieran la culpa de sus recientes fallidos atracos. Al salir de la oficina sus padres la tomaron de la mano y la llevaron a casa sin decir una palabra. La miraban como quien tiene frente a sí a un total desconocido.

Una vez en el coche empezaron los cuestionamientos arduos. ¿Que no quieres ir a Estados Unidos con tu hermana? Su hermana, tan brillante que uno se quedaba ciego de verla y tan obediente que Odette se preguntaba si estaba viva o era un robot. Había llegado a la conclusión de que no era un robot el día que rompió la cama de lujo de su Barbie favorita. Su hermana no lloró (al contrario de Odette quien no paró de llorar por varias horas encerrada en el baño), nunca la había visto llorar, sólo tomó los restos de la cama, los tiró a la basura y le dio a Odette el apodo de: Destroyer nunca más jugarás con mis juguetes. Y lo cumplió. Odette reflexionó que un robot no tendría tal capacidad de auto-represión. ¿Que no sabes que esos juguetes que robas de tus compañeros los vas a poder comprar en Estados Unidos? La angustiada y joven madre de Odette la miraba con compasión pero se le acababan pronto los argumentos y le alarmaba el repentino comportamiento vándalo de su pequeña de siete años. ¿Cómo he podido engendrar a esta niña? se preguntaba con la mirada. Y Odette tampoco lo sabía. Desde aquella tarde de enero que se sentaron a hablar con “las niñas” en la mesa de madera cuarteada en el comedor de su estrecho departamento, Odette se había transformado pero no sabían en qué, en quién. No prestando atención a los lamentos de una madre preocupada, Odette parecía examinar la avenida al final de la cual brillaba una desproporcionada M amarilla. Apenas unas semanas antes habían abierto el primer MacDonalds de la ciudad de México y en tumultos las familias se lanzaron a sus puertas incluso horas antes de la apertura oficial. Las filas se desbordaron hasta las calles aledañas, los estacionamientos no se daban abasto, en los juegos del patio trasero del restaurante rojo, amarillo y blanco los niños se peleaban por ser los primeros en subirse al tobogán que llevaba a una alberca de bolas plásticas de colores, en el “automac” coches repletos asomaban sus cabezas queriendo hablar por el interfón para hacer un pedido de 2 bigmac con queso, 4 cajitas felices, 6 cocacolas y 6 papas fritas mientras un Ronald MacDonald humano se paseaba repartiendo globos con una camisa a rayas rojas y blancas y unos pantalones azules ridículamente grandes. El coche dio una vuelta en U y la M se quedó atrás de ellos, brillando solitaria. La súplica vino otra vez. Dinos qué estás pensando Odette.

El coche se detuvo en la caseta de la cerrada empedrada. Odette y su madre esperaron a que el coche arrancara de nuevo. Tu papá tiene que regresar a trabajar. Caminaron en silencio. Odette trató de alcanzar la mano delgada, casi esquelética, de su madre. Antes de llegar a la puerta, vieron un pájaro muerto sobre el pasto seco. Es la contaminación.

Hoy otra vez lo mismo pausa Sí, un lapicero pausa En el recreo. No dice nada. Cerró la puerta inesperadamente. No pudo escuchar el resto de la conversación. Tomó su libro y siguió leyendo hasta que su madre abrió la puerta. La escuchó caminar a la sala: no se había quitado los tacones todavía. Tiene que regresar a trabajar. Tengo que regresar a trabajar, pórtate bien, nos vemos en la noche. Pensó que a lo mejor todos menos ella eran robots.

 

Desde su cama veía la casa de madera gris de las Barbies inertes. A su lado brillaba la estrella rosada de los Little Twin Stars. La invadió la gana de tocarla. Pero no podía; era la estrella rosada de su hermana. Su hermana que tenía una madre en Estados Unidos y que ahora la obligaba a ir con ella por todo el verano a un lugar remoto. Pero allá hay muchos juguetes y te la vas a pasar muy bien, vas a ir a un campamento de verano con otros niños y puedes visitar un parque de diversiones y comer muchas hamburguesas, podía escuchar en su cabeza la voz suplicante de su madre. Pero aquí también hay hamburguesas.

Llamó por teléfono a la oficina de su madre para avisarle que saldría a dar la vuelta en bicicleta. No, no puedes salir, estás castigada, Está bien. Colgó, tomó su bicicleta, un termo de agua, unas monedas de la canasta del cambio, unas galletas María y salió a dar la vuelta en la bicicleta que recibió de los Reyes Magos. Hubiera preferido una avalancha Apache pero en su carta los reyes notaron que en una ciudad como la de México una avalancha Apache no era el mejor transporte, pero es lo que anuncian todos los domingos en la tele, gritó enfurecida y estalló en un llanto que duró horas y que puso un toque oscuro al que de otra forma hubiera sido un feliz seis de enero.

Dio varias vueltas dentro de la cerrada pero pronto se sintió aburrida por la monotonía de la ruta que, si no era circular, ya la tenía mareada. Se dirigió hasta la caseta, el vigilante abrió la pluma que la separaba de la calle sin preguntar nada y por primera vez pudo andar por las avenidas que hasta hoy le eran territorio prohibido. Al final de la avenida vio la M gigante brillar entre los postes y el cableado de luz. Empezó a pedalear con cierto temor visible que no desapareció ni cuando estuvo sobre el pavimento. Siguió adelante sin fijarse en el flujo de los automóviles que pasaban deprisa sin tampoco fijarse en ella. Esta nunca ha sido una ciudad de ciclistas. Determinada a llegar a la M, el temor inflamó su deseo. Pedaleó lo más rápido que pudo. Tan rápido que una vez que alcanzó la M no pudo frenar del todo y la bicicleta se derrapó dentro del estacionamiento vacío. Se sacudió el polvo y se levantó como si nada hubiera pasado. Llevando la bicicleta por los manubrios, caminó hacia el edificio de vidrio del restaurante y aunque le era un lugar familiar, se sintió en terreno desconocido.

El interior del MacDonalds no la deslumbró como la primera vez. Notó en el suelo manchas de suciedad y un olor exagerado a grasa y papas fritas. Entró al baño para enjuagarse la cara y las manos y se encontró con una empleada fumando un cigarro trapeando con agua negra y que la ignoró por completo a pesar de su aspecto maltrecho. No tuvo que hacer fila porque el lugar estaba desierto. Pidió un refresco y se sentó en una de las mesas en el patio trasero donde ningún niño jugaba, ningún payaso repartía globos y en el automac un joven se aburría esperando un pedido que no llegaba. Los coches seguían pasando uno tras otro en el total silencio de la tarde despejada. Dio unos sorbos a su bebida y pensó que no tendría fuerzas para regresar.