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Marcha antiglobalizaciónPosmodernidad
versus globalización

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Según Wolfang Welsh, posmodernidad no puede definirse como una época que sigue a la modernidad. Se puede decir que está contenida en ella, en la época moderna, pero de manera oculta. No es un metarrelato que propone una nueva manera de organizar al mundo. Por el contrario, la teoría posmoderna supone el fin de los grandes relatos y significa una actitud espiritual diferente ante todas las ideas. El primero de los grandes metarrelatos fue la Ilustración, que propuso sepultar el oscurantismo que lo precedía y lograr la emancipación de la humanidad a través de la ciencia; el Idealismo prometía esa emancipación por conducto de la teología del espíritu; el Marxismo buscaba la solución a través de la revolución del proletariado; el Capitalismo, por medio del capital, y la era tecnológica, por medio de la sociedad de información.

Todos estos modelos totalitarios han sido probados en diferentes épocas, pero siempre operaron con el inconveniente de que eran excluyentes uno del otro. Los sistemas basados en un Estado fuerte y proteccionista se contradicen esencialmente con los que proponen al liberalismo, a las leyes de la oferta y la demanda, como fundamento.

La gran lección del siglo XX fue la desaparición de los regímenes estatistas. Atestiguamos la caída del muro de Berlín, el desmoronamiento de la Unión Soviética y el fracaso económico de los países que pretendieron manejarse con un régimen de gran Estado. El mercado fue el gran triunfador, y bajo sus reglas se inició el siglo XXI.

Sin embargo, la teoría posmodernista sustenta la ruptura de las viejas exigencias de unidad y de sujeción a dicha unidad con el argumento de una reorientación emotiva, que constituye un fenómeno totalmente nuevo. Asegura el paso inminente a la pluralidad y confirma la idea de que la felicidad y el bienestar del ser humano pueden obtenerse mediante la diversidad en todos los ámbitos. La pluralidad no se puede colocar en una serie única ni entenderse en una unidad sistemática.

El cordón social que une a las diferentes comunidades humanas no está hecho de una fibra única, sino de muchos juegos de lenguaje que se cruzan y obedecen a reglas diferentes. No existe un metalenguaje universal, y eso imposibilita la comunicación en todos los ámbitos.

Cada cultura, cada forma de vida es legítima y defendible y debe tener la capacidad de ser incluyente y no reducir a las otras. La individualidad cultural debe aprender a observarse y a respetarse, convirtiendo ese respeto y aceptación en una virtud moral y política toral.

El posmodernismo pretende ir más allá de la simple aceptación de los valores básicos de cada comunidad y propone penetrar a las bases de cada cultura, llegar a las raíces esenciales.

La convivencia con diversas formas de identidad plural son fundamento del enfoque posmoderno que guarda analogías evidentes con el feminismo, por ejemplo. Se opone a la equiparación y a la pura alteridad que busca la esencia de la mujer de manera distintivamente masculina. La mujer posmoderna es una de las identidades plurales, cuya legitimidad no debe reducirse en la comparación.

La posmodernidad sólo puede tener éxito en los sistemas democráticos. Es tan plural, que se nutre tanto del consenso de las convicciones como de su disenso. El reconocimiento de los derechos fundamentales y de los derechos humanos constituye el derecho al desacuerdo de cada persona.

Vivir en plural significa aceptar que existen muchas verdades diferentes y que pueden actuar juntas en un individuo, provocando su pluralización interna. Deben poder coexistir las más disímiles ideas y los principios de conocimiento más opuestos. Cada manera de vivir (dentro de los límites de legitimidad y contenido razonable) debe aceptarse como una posibilidad auténtica de vida. Ninguna persona, ni comunidad, ni país incluso, prevalecen de manera absoluta. No puede darse una equidistancia entre las formas opuestas de existencia. Hay grandes y pequeñas afinidades, una fluida amalgama y un intercambio constante entre las diferentes identidades.

Cada persona es muchas personas a la vez. Nietzsche aseguraba estar feliz por albergar en sí mismo, no sólo un alma inmortal sino muchas almas mortales. En el pensamiento de cada uno, convive en franca armonía una multiplicidad de sujetos.

El hombre posmoderno debe reconstruirse para poder transformarse. La pluralidad sólo es viable para los que la aceptan y se mueven con una mentalidad múltiple. El tránsito se da entre los valores y creencias fundamentales.

La más importante de las barreras que se oponen a la pluralización es el miedo, reflejo del Yo narcisista que todo lo quiere. Ese miedo nos convierte en adolescentes, incapaces de aceptar la multiplicidad y vivir con ella. Ser un adulto posmoderno significa asesinar al viejo tipo de sujeto —marcado por hábitos de dominación que al final se le estrellan en la cara— y volverse uno nuevo. Un nuevo tipo de sujeto capaz de hacer justicia a lo heterogéneo y de no tener miedo a ser diferente. No se trata de controlar ni de vencer de manera caprichosa a los demás, sino de comprometerse con el otro y dejarse transformar. Aprender a utilizar la empatía, ponerse en los zapatos del otro y mirar desde su punto de vista particular para intentar entenderlo.

La creencia cerrada en verdades absolutas conduce al hombre a la incompetencia fanática. Nadie es competente sin la experiencia de que algo, que es claro desde una perspectiva determinada, lo puede ser igualmente desde otra. Cualquier verdad debe apoyarse en la transparencia de sus condiciones de verdad. El principio de una teoría posmoderna es reconocer las particularidades de toda conjetura, la consideración de las diferentes alternativas, imprecisiones y zonas grises.

Los grandes relatos como el liberalismo y el estatismo pretenden alcanzar el sentido pleno, absoluto, válido en cualquier época y lugar. Lo que caracteriza la estructura del sentido, son precisamente los desplazamientos, las dispersiones y sustituciones. No lo definitivo y radical. Por eso, los metarrelatos tienden a desaparecer y a ser sustituidos por otros.

La teoría posmoderna está vacunada contra la ceguera de taller que producen las teorías totalitarias.

Nuestra filosofía primera se ha convertido, en sentido elemental, en una filosofía estética. En la antigüedad, las afirmaciones generales sobre la realidad se derivaban a partir del ser; en la edad moderna, a partir de la conciencia; en la modernidad, a partir del lenguaje. En la posmodernidad actual, atestiguamos el tránsito hacia un paradigma estético. Nuestro conocimiento de la realidad no se limita a ser reproductor, sino q actúa como creativo. Kant (La crítica de la razón pura)y Nietzsche (Nietzsche 1980, vol. I, pág. 887) comprobaron que producimos realidad por métodos ficcionales: a través de las formas de percepción, de las imágenes básicas, de las metáforas guía, de las imágenes fantásticas y de las proyecciones. A través de la metáfora damos origen a cascadas de la realidad, de manera que todo lo que está más allá de los meros estímulos nerviosos es producto del arte humano.

El ser humano es un poderoso genio constructivo, que levanta una catedral conceptual sobre un fundamento inconsistente y aguas fluyentes. Eso convierte a la realidad en algo estético a partir de su producción, de los medios con los que se crea, y por su carácter movedizo. De acuerdo con todos los pensadores importantes del siglo XX, como Popper (Popper 1969, pág 103) y Neurath (Neurath 1932-1933), la constitución artística de la realidad, es una concepción inevitable de todo pensamiento de avanzada.

Aceptando la índole creativa de la realidad, deberemos aceptar la aparición de la multiplicidad de diferentes realidades, que no pueden reducirse unas a otras ni ser llevadas a un común denominador. Mucho menos pueden ser medidas de manera fundamentalista respecto de la realidad que no existe. La verdad no se puede medir. La suma de realidades no conforma un megaproyecto, ni una gran realidad. Existen todas, son factibles y respetables, entre ellas debemos transitar sin necesidad de un paradigma supremo.

La idea de la realidad se ha vuelto básicamente estética. “Detrás de las paredes pintadas, no nos espera la auténtica pared, sino otras paredes pintadas” (Rorty 1989, pág. 99).

Se busca un punto de convergencia de muchos paradigmas y formas de ciencia, no hay fundamento primero ni último, las relaciones se fundamentan en otras relaciones y desde ahí se conducen a otras relaciones.

El pensamiento posmoderno dice adiós a las ilusiones fundamentalistas.

 

La realidad del mundo de hoy

Confrontemos la realidad, la práctica, la que podemos tocar todos los días, la realidad que supera la visión estética, la teoría posmoderna y que nos estalla en la cara cada que abrimos un periódico.

 

Hoy en día, a principios del siglo XXI...

La globalización domina al mundo controlando las grandes empresas, y los grupos financieros e industriales.1

Rebasa a los políticos, a los intelectuales, a los humanos en general, es una fuerza que nadie puede detener ni controlar.

Se producen alimentos suficientes para el 110% de la población y, sin embargo, mueren 30 millones de personas al año de hambre porque no pueden comprarlos, y 800 millones más sufren de desnutrición.

El imperio global trae amenazas globales: terrorismo, narcotráfico, especulación bursátil, quiebra de grandes empresas.

El imperio moderno se expande conquistando mercados, no estados ni territorios.

Los protagonistas tradicionales: nobleza, clero, Estado llano, fueron sustituidos por asociaciones de estados: TLC, Unión Europea, Otan, y por asociaciones globales: ONU, OMC, Unesco.

El imperio no garantiza el nivel satisfactorio de vida para sus miembros. En Estados Unidos hay más de 50 millones de pobres, igual que en la Unión Europea.

Las 225 fortunas más grandes del mundo equivalen al ingreso anual de los 2.500.000 personas más pobres.

Los nuevos países pequeños, que existen a raíz de la desintegración de los imperios, viven en su gran mayoría en la pobreza.

La explotación de las materias primas, sustento fundamental de los países en desarrollo, es manipulada por las potencias, que determinan su precio de acuerdo con sus intereses y han desarrollado tecnología que las sustituye con productos sintéticos.

Los países más poblados, con más recursos naturales, y con mayor territorio (parámetros tradicionales de poder), son hoy los más pobres (excepción hecha del imperio).

La globalización ha provocado el caos, la intolerancia. Desde el fin de la Guerra Fría se han producido más de 60 conflictos armados.

Las macroempresas son entidades más poderosas que los Estados. El volumen de negocio de empresas como Exxon o General Motors es superior al PIB de países ricos como Dinamarca o Austria.

Las 100 empresas más grandes venden, cada una, más que lo que exportan los 100 países más pobres y controlan el 70% del comercio mundial.

El poder real en el mundo recae mucho más en los directores de esas empresas, que en los presidentes o parlamentos de los países.

La comunicación global (TV, cine, Internet, publicidad) afecta a las conciencias abarcando no sólo la política y los negocios, sino también la cultura, la música, el deporte y la religión.

Los gobiernos van cediendo actividades tradicionales del sector público, como la energía eléctrica y la educación, al mercado.

El mercado clasifica a la sociedad en solventes e insolventes.

El medio ambiente muestra signos muy alarmantes de debilitamiento.

Se necesitan 9,000 millones de dólares para resolver los problemas de educación básica de todos los países en desarrollo; se gastan 9,000 millones de dólares al año en cosméticos, sólo en Estados Unidos.2

Con los 13.000 millones de dólares que los europeos gastan en helados al año, podrían resolverse las necesidades de agua, salud y alimento en los países pobres.

El mundo gasta más de 800.000 millones al año en armamentos; se necesitan 6.000 millones de dólares para dar escuela a todos los niños del mundo.

¿Qué nos dicen estas cifras?

Que la teoría posmoderna seguirá siendo una ficción escolástica e intelectual que choca, en el día a día, con un metarrelato que supera con sus cifras y hechos contundentes a los sueños posmodernistas. Ese metarrelato se llama globalización y, a diferencia de los anteriores, no es producto de una ideología, como el marxismo o el nacionalismo, ni de una decisión personal o de grupo. No se trata de decidir vivir bajo un régimen determinado, ni de entrar o no entrar a la globalización. Estamos adentro, nos atrapó, nadie puede sustraerse a su influencia, y menos los países más pobres.

La globalización tiene un defecto estructural básico. El libre comercio implantado por los tratados multilaterales favorece a las grandes corporaciones competitivas e inmoviliza prácticamente a las pequeñas y medianas empresas, que representan el más elevado porcentaje de empleo y subsistencia en los países en vías de desarrollo. La globalización acentúa las diferencias entre los países ricos y pobres, y los principales indicadores señalan que esa tendencia es irreversible bajo el sistema actual. El 20% de la población del mundo (los ricos), consumen el 90% de todo lo que se produce.3 La globalización provoca otro problema propiamente económico: las inversiones especulativas superan por mucho a las inversiones productivas. La crisis de la globalización, entonces, no es una crisis de las empresas de información, ni de la tecnología. Es una crisis del sistema financiero internacional provocada por el control de los monopolios sobre los países y los dirigentes políticos.

Otro de los problemas inherentes al nuevo metarrelato llamado globalización es la migración de los campesinos a las zonas urbanas. Al industrializarse la producción agrícola, se requiere de menor cantidad de mano de obra, lo que conduce a la erradicación de una de las más antiguas formas de subsistencia: la vida agraria. Los habitantes de los pequeños poblados agrícolas emigran a las grandes capitales, convirtiéndose en obreros de empresas maquiladoras, en albañiles, en comerciantes de la economía informal, o lo que es peor, en delincuentes. Los que no encuentran trabajo en las grandes urbes de su propio país, emigran en busca del espejismo del sueño americano, creando un enorme problema que trataremos más adelante.

El papel del Estado ante la globalización modifica de manera radical sus funciones básicas. El antiguo Estado propietario, debe ceder su lugar al nuevo Estado regulador y normativo. No puede existir una democracia fuerte sin la base de un Estado fuerte, y ése es el gran reto de los nuevos gobiernos democráticos en América Latina y en especial en México. Los efectos nocivos de la globalización para un país con agentes económicos débiles como México son muchos, por eso debe enfocar su esfuerzo en retomar los valores sociales, y revalorar al capital humano. No puede esperar a que la inercia especulativa global provea soluciones, hay que arrebatárselas a la globalización. Hacer un inventario de los recursos con los que cuenta el país, para intentar sentar las bases de un crecimiento, dentro de un mundo global del que no puede sustraerse. Ser miembro activo y dinámico de la globalización, en vez de resistirse a ella. Finalmente, la globalidad se compone de pequeñas partes, de países, de asociaciones de países, de instancias internacionales, de corporaciones industriales y comerciales, de pueblos, de personas, en última instancia. La globalización es resultado de la voluntad humana, es un monstruo que la inteligencia del hombre puede y debe manejar, por su propio bien. Cada gobierno es responsable de implementar un liderazgo, público y privado, fuerte y sólido, consciente de sus propias responsabilidades.

El estatismo perdió la guerra en el siglo XX. El totalitarismo comunista y las dictaduras castrenses cedieron la estafeta a un liberalismo que está resultando peor en el contexto global. Vivimos en un mundo dominado por la lógica especulativa, por el dominio de los nuevos metarrelatos globales, por una tecnología, una política y una economía, que escapan de la mano de los hombres, que lo dominan y subyugan. El orden internacional está comandado por estas fuerzas, por poderes que nadie puede controlar, que se burlan de las soberanías caseras, de la lucha por la individualidad, de la identidad de países pobres y de habitantes que no saben si seguir comiendo tacos de carnitas y agua de tamarindo, o rendirse ante la invasión de McDonald’s y de Coca Cola.

 

Globalización, migración y ética

Uno de los principales efectos de la globalización (como habíamos mencionado), es la emigración masiva de las zonas rurales a las ciudades grandes y a otros países. El caso de México es muy notorio y ha dado pie a múltiples estudios y focos rojos tanto en los Estados Unidos como en México. La sustitución de mano de obra por tecnología en el campo ha provocado un incremento en la emigración de mexicanos a los Estados Unidos, el más cercano de los países de alto desarrollo. Actualmente, el asunto está en las agendas de la relación colateral de los presidentes George W. Bush y Vicente Fox, pero la relación entre ambos países es la bíblica metáfora de David y Goliat. ¿Puede sentarse el presidente de México a negociar en igualdad de condiciones con el del país vecino? ¿Pueden los mexicanos emigrar al país más poderoso del mundo, y conservar su identidad, sin integrarse al American way of life? Intentemos analizar los dos cuestionamientos.

De acuerdo con Roberto Cardoso de Oliveira,4 las nociones del “buen vivir” y del “deber”, se insertan en el campo de la moral y de la ética. El campo de la moral implica valores, en particular las formas de vida que son consideradas mejores; el de la ética implica normas que posean además, un carácter preformativo, una directiva a la cual se debe obediencia, pues seguirlas es obligación de todos los miembros de la sociedad.

El choque de dos culturas, provocado por la emigración masiva, se torna problemático porque envuelve expresiones de juicios de valor (¿cuál de las dos culturas es la más conveniente?), ¿cómo cotejar —pregunta Cardoso— las culturas entre sí, a no ser por un método comparativo, que en sí mismo denuncia un compromiso con una cultura? El reto estriba en establecer criterios para analizar objetivamente el encuentro de dos culturas tan diferentes, cuando las sociedades portadoras de esas culturas guardan entre sí relaciones profundamente asimétricas, caracterizadas por la dominación de una sobre otra.

Cardoso utiliza la teoría para ejemplificar la diferencia entre los lenguajes de una comunidad indígena y el gobierno del país, pero yo la traslado a la diferencia entre dos países, uno rico, colonizador y dominante, otro pobre, dependiente y subdesarrollado.

Finalmente es el enfrentamiento de dos morales, dos éticas, dos culturas válidas y perfectamente racionales. Cardoso propone la distinción de los espacios sociales en los que puede ser observada la actualización de los valores morales, y Apel lleva esas esferas al campo de la ética, considerando una microética, una mesoética y una macroética.

La primera corresponde a la esfera de las relaciones que se dan en el medio comunitario, en la casa, en el pueblo del emigrante potencial. La segunda, a las relaciones sociales mediante los estados nacionales (México y Estados Unidos), a sus leyes e instituciones; la tercera, la macroética, corresponde a las acciones sociales de instancias internacionales que pueden fungir como mediadores, como la ONU, la OIT, la Unesco, la OMC, que pretenden ser reguladas por una ética a nivel mundial.

Los norteamericanos se asustan... encienden focos rojos de alarma. ¡Nos están invadiendo los mexicanos!, dice Samuel P. Huntington.5 La inmigración mexicana es capaz de acabar con el predominio de la cultura “angloprotestante y blanca” característica de los Estados Unidos de Norteamérica.

Los mexicanos reconquistan las zonas que los estadounidenses les arrebataron en el siglo XIX. Compara la mexicanización con la cubanización de Florida. La frontera se está difuminando —dice—, se está colando una cultura muy diferente, una sociedad híbrida que no es ni estadounidense ni mexicana. Estados Unidos es el único país del mundo que tiene una frontera terrestre con un país del tercer mundo, una frontera de tres mil kilómetros, lo que dificulta el control de la inmigración. Los mexicanos pobres, que no encuentran trabajo en su país, caen en la atracción económica, política y social del gran vecino y aprovechan la contigüidad para ir y venir sin mayores dificultades. En el año 2000 las cifras de mexicanos en Estados Unidos rebasaron al número total de negros, y se estima que en 2040 representarán un 25% de la población. Otro de los grandes problemas es la inmigración ilegal, que se estima en 350 mil al año. Esto ha provocado algunos cambios en la demografía de Estados Unidos, en especial de algunas ciudades. En Los Ángeles, por ejemplo, en el año 2000 el 46,5% de los residentes eran hispanos y el 64,5% de los hispanos eran de origen mexicano. Si a esto agregamos la notoria diferencia entre las tasas de fertilidad de los mexicanos —patentemente superiores a las de los nativos—, encontramos que las escuelas de Los Ángeles se están volviendo mexicanas.

La preocupación principal de Huntington reside en que los mexicanos saben que esas tierras alguna vez fueron suyas; pretenden mantener el dominio cultural y demográfico sobre la sociedad y el espacio, sienten que tienen algún derecho sobre esos territorios; los mexicanos hablan español en sus casas, muchos ni siquiera aprenden el inglés; no quieren asimilarse a la cultura estadounidense; le quitan oportunidades de empleo a los estadounidenses. Los mexicanos son una comunidad cohesionada, que se mantiene como tal a través de varias generaciones. Si la tendencia continúa, se podría producir una consolidación de áreas de predominio mexicano, que podrían llegar a ser un bloque autónomo, cultural y lingüísticamente diferenciado y con independencia económica dentro de Estados Unidos. Un país dentro de otro país.

Los mexicanos son pobres —afirma Huntington—, y lo seguirán siendo durante algún tiempo, pero constituyen un gran mercado consumidor en Estados Unidos. Las empresas, con su política mercadotécnica de segmentación, diseñan y producen artículos dirigidos especialmente a los hispánicos, hacen publicidad en los medios masivos de comunicación, programas, periódicos y revistas en español. En síntesis: los elevados márgenes de inmigración mexicana y las bajas tasas de asimilación de esos inmigrantes a la cultura norteamericana, podrían transformar a Estados Unidos en un país bicultural y bilingüe. Dos pueblos diferentes. Una amenaza para el verdadero american dream.

 

Los mexicanos responden. Huntington: el falso profeta6

¿Quién ha reclamado, cuándo, algún derecho histórico sobre tierras norteamericanas? A ningún mexicano, político, intelectual, se le ha ocurrido tal barbaridad a través de la historia. Ni siquiera Venustiano Carranza tomó en serio el telegrama Zimermann, en el que Alemania prometía a México recobrar el territorio robado por los Estados Unidos. ¿De dónde saca Huntington tal idea? Aunque los libros de texto señalen el episodio, a los mexicanos se nos olvidó hace mucho, y más bien tenemos temor de que nos quiten otra parte. Aceptamos —sigue Krause—, que fue una guerra injusta, condenada incluso por Abraham Lincoln, pero vive solamente en el festejo cívico de los Niños Héroes de Chapultepec.

Sólo una parte del México contemporáneo es antiestadounidense: la derecha hispanista y la izquierda marxista. La mayoría de la gente no lo es; es más, una buena parte de los mexicanos admiran a los Estados Unidos. La contigüidad, enormidad, ilegalidad, persistencia, concentración, son los cinco factores que —según Huntington— refuerzan la cultura mexicana a expensas de la base cultural blanca y protestante de allá. Eso es solamente una conjetura. Como las estadísticas no lo apoyan, basa sus alarmantes teorías en puras suposiciones. California no es Bosnia-Hersegovina, la cultura mexicana no amenaza a la estadounidense, los mexicanos buscan desde su llegada asimilarse a los indicadores básicos de supervivencia: idioma, economía, política, obediencia a las leyes. Por supuesto que siguen prefiriendo su comida (como los hindús, los cubanos), siguen siendo católicos (ni la muerte los haría cambiar), siguen celebrando sus propias fiestas. ¿Y qué? Son ciudadanos silenciosos, pacíficos, tranquilos, buenos trabajadores. Huntington —acepta Krause— tiene razón en algo: la dimensión cuantitativa de la inmigración mexicana es alarmante. Un asunto espinoso que debe discutirse entre los dos países. México tiene una gran responsabilidad en la solución del problema, pero una responsabilidad que tiene que compartir con el poderoso vecino.

Y aquí volvemos al planteamiento de Roberto Cardoso.

Al establecer un diálogo binacional para enfrentar el problema, influye de manera determinante la cuestión del poder, la “comprensión distorsionada” por el proceso de dominación. Aparece el problema7 de si la ética discursiva —construida en el horizonte de la comunicación intersubjetiva— es capaz de enfrentar adecuadamente el horizonte de la comunicación intercomunitaria.

Abner Cohen definió etnicidad como “esencialmente la forma de interacción entre grupos culturales que operan dentro de contextos sociales comunes”. Cardoso utiliza esta definición para evidenciar el fuerte componente político que preside los sistemas interétnicos, sobre todo cuando las relaciones observables estaban marcadas por la presencia de un Estado preocupado por defender a la etnia dominante. Cómo sostener un diálogo equitativo con un país que tiene en sus manos la economía del mundo, el poder militar, el dominio sobre las organizaciones mundiales. Para acceder a un diálogo congruente, habría que conocer las posibilidades de la emergencia de una ética discursiva que considere el contexto socioeconómico de ambos países. Al igual que los estados latinoamericanos en relación con sus grupos indígenas, los Estados Unidos buscan disolver la cultura mexicana de los inmigrantes en el interior de su sociedad nacional, sin preocuparse por sus especificidades culturales. Esto sólo podría resolverse en el horizonte de una ética planetaria que asimile los derechos y deberes sustentados en los foros internacionales.

 

Conclusiones

La globalización no va a preocuparse jamás por aspectos sociales, eso hay que entenderlo. Como habíamos mencionado, clasifica a las personas en solventes e insolventes. Queda entonces como responsabilidad de cada país intentar socializar la economía global, tomar como base a la sociedad civil y a la realidad cultural para intentar sujetar al mundo global y a sus engendros.

El pasado 29 de junio de 2004 se realizó en Ciudad de México una gran manifestación espontánea, en la que cientos de miles de ciudadanos protestaron en paz, por la creciente criminalidad de la capital y de todo el país. Ante la ineficacia notoria de las autoridades, la ciudadanía decidió marchar en el mayor movimiento social de la historia de México, superior a las manifestaciones del movimiento estudiantil de 1968. Demostraron a los dirigentes que están hartos del dominio de la delincuencia sobre la sociedad civil. Fue un ultimátum al gobierno federal y estatal. ¡O controlan la impunidad de los delincuentes o los cambian! Tan sencillo como eso. No es posible que la delincuencia organizada supere habitualmente a todo un país. Ése es un principio espléndido. En el momento en que los habitantes del mundo decidan poner un alto a los excesos de los gobernantes entonces el camino estará despejado. Es indispensable que las sociedades civiles se activen, que las culturas diversificadas se opongan a la cultura lúdica mundial que nos están imponiendo. Sólo una sociedad bien educada y unida puede utilizar el proceso globalizador en su beneficio, convertirlo en oportunidades de crecimiento, justicia y bienestar.

Todos los sectores activos del país, públicos, privados y sociales deben adquirir la conciencia de servir primero a su comunidad local, a su acervo cultural, antes de los intereses globales que los requieren con insistencia.

Hasta hoy, la única oposición que tiene la globalización está en los grupos a los que el presidente mexicano Ernesto Zedillo bautizó como “globalifóbicos”, pero en realidad poco o nada han podido hacer ante la economía global, que por cuenta propia da prioridad a la calidad sobre la cantidad de los productos que llegan al consumidor a través de alianzas internacionales de gran poder comercial. Poco pueden hacer manifestaciones aisladas de descontento ante el coloso económico.

La globalización y sus poderosos agentes económicos no pueden sustituir al Estado, solamente lo deben transformar de un estado benefactor a un estado regulador.8 La globalización amplía las tareas públicas en vez de restringirlas o de suprimirlas. Reafirma la función distributiva por la vía fiscal. El Estado mexicano deberá seguir siendo factor toral para implantar las políticas de salud y educación. Con un Estado fuerte (no grande), una empresa privada productiva (no especulativa), y una sociedad civil despierta y activa, la globalización puede ser una herramienta de bienestar en lugar de la espada de Damocles del siglo XXI.

La globalización no tiene nacionalidad, tampoco la tecnología, ni las organizaciones internacionales, pero tampoco la corrupción, el narcotráfico, son patrimonio de país alguno, por eso son tan difíciles de ubicar y erradicar. La globalización no es una panacea, ni un monstruo incontrolable. Es resultado de la tecnología, de las telecomunicaciones, de la mercadotecnia internacional. Ningún país puede sustraerse a ella, todos tienen que subirse al ferrocarril global y utilizarlo a su favor, no tratar de poner barreras a algo que no puede detenerse. Fernando Enrique Cardoso, ex presidente de Brasil, propuso enfrentar a la globalización con sus mismas armas, globalizando también la solidaridad. Instrumentar un nuevo contrato internacional entre naciones libres y soberanas, globalizar los derechos, la salud, la educación, la seguridad y el medio ambiente.

La utopía posmoderna de la pluralidad cultural se enfrenta a un metarrelato con el que no contaba: la globalización que llegó sin avisar.

De todas partes surgen tesis, los pensadores no se cruzan los brazos. George Monbiot, en su libro La era del consenso, propone una solución muy simple: “contra lo que se dice, el mundo no se maneja de manera democrática y, por tanto, la gran revolución de nuestro tiempo debe consistir en alterar ese estado de cosas y luchar por todos los medios a fin de establecer una auténtica democracia global”. Lo único que no se ha globalizado en el siglo XXI es la democracia de las naciones. El mundo se organizó de tal manera después de la Segunda Guerra Mundial, que los aliados vencedores —en especial Estados Unidos—, tomaran el poder de decisión a nivel mundial, sin importar la opinión de los cientos de pequeños países. El país más democrático del mundo, en su política interior, es el más anárquico del mundo en cuanto a sus intereses exteriores. La ONUdesaprobó por mayoría la intervención en Irak, pero antes de que pudiera publicar la conclusión, el ejercito de Estados Unidos ya había terminado la guerra. Muestra reciente de que la ONU, la OMC, el FMI y el Banco Mundial —que deberían representar la democracia internacional—, están dominadas por Estados Unidos y sus aliados. Los intereses de la comunidad global son manejados de acuerdo con los criterios de un pequeño grupo de países, situación que se torna intolerable para los más de 6.000 millones de habitantes del mundo. Monbiot asegura que esos organismos no pueden reformarse, por la restricción que les imponen los postulados que les dieron vida, ni siquiera vale la pena intentarlo.

Su tesis propone la constitución de un parlamento mundial que carezca de poderes ejecutivos y legislativos, cuya función consista en intermediar en todo tipo de conflictos entre las diferentes naciones. Junto a este parlamento mundial tendrían que operar instituciones alternas para controlar la economía planetaria. La primera de estas instituciones podría ser la Unión Internacional de Compensación, un sustituto del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional en el que los países deudores podrían hallarse en nivel de igualdad con los acreedores. Para que las naciones ricas aceptaran esta pérdida de poder, las naciones deudoras tendrían que aliarse y amenazar con una suspensión de pagos. La segunda institución sería una OrganizaciónOrganización del Comercio Justo que vigilara la igualdad de las transacciones comerciales, y la obligación de las grandes empresas de seguir las normas ambientales y sociales. Por supuesto, la propuesta de Monbiot depende de la unión de los países pobres y del activismo de los ricos.

La idea posmoderna de la vida plural, que en esencia postula el fin de los grandes relatos, tendría que aceptar el más grande de los metarrelatos, la globalización, para tener viabilidad.

 

Notas

  1. Guerras del siglo XXI, El nuevo rostro del mundo, pág. 11, Ignacio Ramonet, Ed. Mondadori.
  2. En esto creo, 2002, Carlos Fuentes, Ed. Seix Barral.
  3. En esto creo, Carlos Fuentes, pág. 89, Ed. Seix Barral.
  4. Etnicidad, eticidad y globalización, Roberto Cardoso de Oliveira.
  5. Samuel Huntington, Clash of Civilizations and the Remaking of the World Order.
  6. Krause, Enrique, “Huntington: el falso profeta”, Letras libres 64, 2004, pág. 24.
  7. Ética del discurso de Apel, Etnicidad, eticidad y globalización, Roberto Cardoso de Oliveira.
  8. Tomado de un editorial en Reforma de Jesús Reyes Heroles.