Letras
Las bolsas de basura

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Fue cuando salió del ascensor. Allí estaban. Justo enfrente de la puerta. Cuatro enormes bolsas de basura de color azul. Repletas hasta casi rebosar. Podía verse cómo debajo de ellas se había formado ya un pequeño charco maloliente.

Pero, ¿en qué coño estaba pensando esa gente? Por allí correteaban niños y vete a saber qué infección podían pillar en esas condiciones.

Además, le indignaba que la gente fuese tan cerda. Seguramente el mismo tipo de gente que luego obligan a las visitas a descalzarse para que no les ensucien el parquet.

Hacía ya semanas que se venía repitiendo el incidente.

Era costumbre en el edificio que, a cierta hora, el portero dejase un cubo de basura por planta, donde los inquilinos depositaban sus desperdicios. Luego el portero volvía a pasar, lo recogía todo y lo tiraba a su lugar correspondiente.

Pero, últimamente, ciertas personas, sin esperar a que el portero dejase el cubo, decidían dejar la basura desperdigada por el suelo. A consecuencia de esto, se había producido ya una mancha pardusca en el suelo que no había manera de limpiar.

Pasando por encima de las bolsas, llegó a su puerta y entró en casa.

Buscó un folio y un bolígrafo y escribió un cartel donde se recordaba que había un horario para dejar la basura y un sitio adecuado donde hacerlo. Todo escrito de forma muy educada, así daría una lección a estos incívicos.

Con un poco de cinta adhesiva colgó el cartelito en la pared. Justo encima de la basura. Así quien volviese para dejarla allí vería el rótulo y aunque fuera por vergüenza evitaría abandonar de cualquier manera su porquería.

La cosa pareció funcionar durante un tiempo. La mancha pardusca no desaparecía, pero al menos no se encontraba con la basura impidiéndole el paso.

Sin embargo, un día, al volver del trabajo, allí estaban otra vez. Azules, a punto de rebosar y supurando ese líquido imposible de limpiar.

Notó cómo se le aceleraba el pulso y crecía su indignación.

Tal como entró en casa fue a coger el bolígrafo y un folio.

Esta vez la educación a un lado y redactó una nota en la que invitaba a los cerdos a irse a vivir a una pocilga y a dejar la escalera para los vecinos.

Lo colgó exactamente donde colgó el anterior y nuevamente pareció funcionar. Por unos días, al menos.

No pasó mucho antes de que el cartel perdiese su efecto intimidante y volviesen a aparecer las bolsas de basura.

Indignado, desistió de la idea de colgar nuevas notas. A la mañana siguiente, el portero había retirado ya los desperdicios.

Cuando llegó de trabajar, se encontró que aquella vez el rellano de la escalera estaba limpio. El vecino que ensuciaba la escalera todavía no había actuado, así que decidió pasarse la noche esperando al culpable.

Se sentó en el sofá y en completo silencio esperó una señal. Cualquier cosa. Sonido de algún objeto arrastrándose, el sonido de unos pasos, o el de una puerta que se abre.

Sin embargo, cosa extraña, en aquella ocasión reinaba el silencio absoluto en el edificio.

No le importó. Estaba decidido a encontrar al culpable y a decirle cuatro cosas. Mentalmente iba repasando la conversación que tendría. ¿Qué le diría? Mil diálogos imaginarios pasaban por su cabeza.

Sin embargo el tiempo iba pasando y nada se oía. Salió un par de veces de casa, pero resultaron ser falsas alarmas.

De repente sonó el despertador y se despertó sobresaltado. ¡Se había quedado dormido! Esperando en vano el sueño le había vencido. Se vistió a toda prisa, tomó su café y salió hacia el trabajo.

Lo primero que encontró al salir fueron las bolsas de basura de su vecino. Rojo de ira fue a por un cuchillo y las rajó todas, esparciendo por el suelo todo su contenido. Pedazos de carne, envases de yogures, cartones de leche, pieles de fruta. Todo por el suelo como si de macabras tripas se tratara. Volvió a casa, se lavó la cara y marchó a trabajar.