Letras
La epopeya del laberinto
Extractos

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No estaba viva el último amanecer que te vi.

Venías entre ciclones y sombras,
en la huella fugaz de los retratos.

Aguardabas girasoles que nunca sueñan,
los pulidos helechos de tu carne,
la verja derrumbada por las cicatrices de la niebla.

No estaba viva el último amanecer que te vi.

Vestía el horizonte un ramillete de pistachos,
—la sonrisa llena de viento, de palabras—,
y volviste la mirada
al espejo vacío que la soledad puebla.

Una planta de batista envuelve la nostalgia
de un azul perdido que ciega.
En los garabatos dementes del cielo
siembra la muerte un ramaje de vidrios,
acuna el viento los fuegos perdidos.

No estaba viva el último amanecer que te vi.
Después de tu naufragio no quedan versos,
me vuelvo orgullosamente pálida,
y los caballos
se enredan en mis manos ensortijadas de tormentas.

(Ibiza, valle del Morna)


Había hecho planes de memoria y olvido,
con el líquido que exhuman las estatuas,
adivinando oráculos en las pupilas del sol.

Una isla sepia y azul circunda
sombría, el desaliento.

En cuclillas,
ardiente y solitaria,
Perséfone reclina sus rótulas de alabastro.

Camino de sombras en la batalla contra el viento
—Cuánto tiempo tendrá que estar aún—

La mueca de los árboles
fustiga la tez herida por la distancia.
Aúllan perros lunares,
Perséfone se juega su destino
en la ruleta de los besos.

El peso ausente del mar,
sumergido en los ojos de Héctor.
Una isla arde en su memoria,
pero llegaron los caballos.

Al principio hubo un ojo único.
Pero el mármol tiembla
por la tierra perdida,
por los héroes pequeños
que habitan en los retratos.

Imagino los alfileres de sus manos.
El cielo ha derribado el mundo y sus ventanas.


No olvidaré la luz de los caballos
(P. Neruda, Estravagario)

En un pecho frágil
nace un pájaro de muerte
he perdido
un silencio
que se ahogó en la infancia

Un perfume de invierno
que creció como una sábana

Una montaña de cipreses
que saludan a un mar ensimismado

Una patria recién lavada...


Las palabras aliadas rompen
tu silencio de estaño,
las plegarias que viajan por tu aliento.
No hay puerta final.

Huyen por el dintel desconocido del aire,
como golondrinas de otros veranos.

Son flechas de encajes infinitos,
entrañas de la nada
que aguardan
la luz en el casco bruñido de un héroe.