Letras
Lubov

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La barriga se ha interpuesto entre ella y yo. Sobre su corpulencia, la figura se mantiene inerte, con su perfil derecho hacia la mujer y su perfil izquierdo hacia mí. En medio, como una esfinge milenaria. Mientras nosotras nos esforzamos con graves piruetas para esgrimir el vientre que, con cada salto bronquial, nos impide la mutua visión. Aunque tal vez no debiera decir nosotras, sino más bien ella y mucho menos yo.

La mujer sigue hablando y yo, inclinada y retorcida hacia delante, lanzo mi mirada de alfil en diagonal. En cuanto al resto, todos siguen ocupando sus puestos: el vientre del pope, como digo, y evidentemente ellos, los otros, los eternos guardianes del divino reino de las almas puras. En el cielo, las cúpulas agujerean el cielo plomizo con sus gigantescos pezones azulados, huele a tilo y las voces polifónicas emergen de la iglesia de San Sergio, traspasan el campo magnético de las almas y acribillan mis interiores.

El rostro de la mujer insiste en hacer contorsiones y la sacra torre que transporta la panza opta por avanzar, sentarse en el banco de enfrente y dejarnos a ambas en nuestro particular escenario. Ahora ya puedo observarla por completo y atender a su relato mientras ella devora los bollos con manzana que hace un momento yo había dispuesto sobre mi falda.

Se llama Lubov, que significa Amor en estas tierras, aunque sea justamente lo que más le falte. Su cuerpo dista de mí medio metro. Al principio. Porque luego va ganando terreno y poco a poco va tentando a la suerte y me va rozando con su mano rolliza por el alcohol. Tiene los labios tensos de la rabia de la vida y los ojos menudos de tanto frotárselos. Le digo que me voy porque de repente entiendo y me conozco lo que viene y sé que mi voluntad después es poca y que todos acaban por mecérseme dentro y no puedo arrancármelos. Pero ella de golpe me gime que no, que por favor, que un momentito más, que me tiene que contar que hubo un día en que ella nació, a pesar de que ahora ande tan muerta y lleve el nombre de Lubov, que su padre era alemán y su madre polaca, allá en aquella guerra tan épica, y que los hermanos fueron separados (ya no recuerdo por qué razón) y que a ella la abandonaron en un orfanato ruso, entre aquellas huidas hacia el mítico Oeste, y que eso no es todo, que años después, a la madre, la anduvo buscando, tras tantos siglos, con un programa de televisión de esos de mire usted yo lo que quiero es saber por qué mi madre me dejó desamparada.

Yo tan sólo sigo vigilando la ficción de su rostro y sus gestos que ahora ya se posan sobre mí y me pregunto por qué todos están ahí custodiándonos, tan atentos e inmóviles, con la respiración contenida y distribuidos en varios puntos estratégicos. La madre los arrinconó entre orfanatos, me repite ella, y ahí me ruega de nuevo que no me marche, que quiere enseñarme algo. Desde el destartalado bolso explota su universo de bolsitas de plástico con tesoros raídos. Y esa es la señal definitiva. Tenía que pasar, me digo. Ahora ya es demasiado tarde para huir. Un enorme libro de cubierta erosionada protege la vida de Lubov dispersa en fotografías de una vida que fue. La más grande de ellas ya la tengo en mi regazo y la ternura ya se escurre entre mis dedos y me eriza los poros mientras le paso las yemas por el rostro de papel. Quisiera salir corriendo, escapar con aquella imagen tan dulce y tierna que alguien retuvo en ese códice de esquinas manoseadas y retorcidas y de piel tan ajena a este futuro.

—Es de cuando vivía en la “Casa de niños”.

Lubov es una chiquilla en blanco y negro, ricitos de oro, con pupilas ardientes frente a un fotógrafo, y en su índice se apoya la pluma que se desliza sobre un cuaderno escolar. La tinta se diluye y yo me mancho las uñas.

—Lo siento, no puedo detener el tiempo —le digo yo a la cría que de repente la vara del tiempo ha metamorfoseado en un bulto a mi derecha.

—Tengo cuarenta años y mi madre me abandonó...

—Lo siento, de veras, pero no tengo respuestas...

El horizonte sigue hinchado de estrellas cuajadas en cebollas celestes y no llueve sobre nadie. Ellos, los otros, los centinelas del pecado, ávidos de curiosidad se pasean ya entre nosotras en círculos concéntricos. Pero ella de nuevo me ha alargado otra foto, ahora con un par de años más, con su rostro asomando tras un casco de astronauta y un diminuto Yuri Gagarin en uno de los márgenes superiores.

Soy un astronauta —me dice satisfecha—. Y empezamos a ascender entre los pechos de la catedral de la que horas antes he sido expulsada a favor de una tropa de turistas alemanes. La microgravedad disminuye el paso de los años y ella me arrastra por las nubes, mientras yo le explico que padezco de vértigo y que quiero bajar. Pero todavía queda un retrato y aterrizamos por el momento sobre las elásticas ramas de un abedul.

—Ésta soy yo con mi hija —dice arrancándose a sí misma de entre aquellas páginas.

—Yo no tengo hijos, lo siento, además ya le he dicho que no tengo respuestas...

Ascendemos frente al campanario y la mateada Lubov de los veintitantos en blanco y negro está sentada junto a una ventana. La difusa maternidad de su rostro ilumina la habitación.

—Sí, sí... —me asegura—. Estuve casada y hasta tuve hijos. Pero en mi otra vida, no en la de antes ni en la de después. Porque un día volví a mi casa y me lo encontré a él con su amante. Estaban desnudos sobre la cama, con las escamas erizadas, como dos salmones sobre la encimera, revueltos y pringosos. En mi propio colchón, ¿se imagina? Así que salí de allí corriendo y no cogí nada, y ni siquiera me despedí de mis hijos... Como mi propia madre, sin despedida...

Y se apoya en mi hombro y se echa a llorar. Y ellos, que siguen ahí observándome, esperan (lo sé porque lo veo en sus labios temblorosos y en sus narices retorcidas), esperan que yo la empuje, anhelan golpes y patadas, un escupir altivo, una carcajada con ecos y aplausos. Pero mi órbita se ha desencajado: ni la altura ni las celestes alas que los otros van batiendo a nuestro alrededor me permiten concentrarme...

—Hasta hace poco yo era quien limpiaba aquí los aseos... Mire, ya no me quieren aquí... Es difícil, ¿sabe? Aquí llevo todo lo que necesito, pero es difícil.... —y me señala allá abajo el equipaje de sus bolsas de plástico.

—¿Quiere que le traiga un té? El quiosco todavía está abierto... —insisto con la simple intención de bajar definitivamente.

—Tengo algo para usted... Seguro que usted conoce a Verónica, ya sabe, Verónica Castro... Usted habla la misma lengua que Verónica. Seguro que ustedes se ven a menudo...

—¿Veee-ró-ni-ca Ca... qué..?

—Es que, de veras, usted no se imagina... Es que ella en realidad interpreta mi propio papel y eso que nunca nos conocimos. Dígame, ¿cómo pudo Verónica llegar a saber de mí? Porque, ya ve usted, ahora gracias a ella todos saben cómo ha sido mi existencia... No... no se vaya, por favor... Sólo quería pedirle que le diera esto de mi parte y que le diga que me ha salvado, y que me recuerde y que no me olvide...

Yo cojo el pequeño icono de plástico con su plateado marco de juguete y me lo meto en la mochila. Ni siquiera lo miro, porque ellos siguen ahí, con sus túnicas tenebrosas y sus puntiagudas barbas, agitando sus membranas transparentes, con las manos alzadas y su panza trascendental, agarrados a las cruces, resbalando por los frescos interiores, vigilando mi descenso por la basílica en donde finalmente me separo de Lubov.

—Dile que ahora ya no sufro, que me encontrará en la Anunciación, frente al arcángel San Gabriel...

Pero yo ya corro con todas mis fuerzas mientras ella me sigue gritando desde ya no sé qué bóveda o camino, pues su eco resuena por todas partes:

—...Por favor, no se olvide de besar a Verónica Castro de mi parte, no se olvide. Y déle el icono, para que sepa que a ella también le espera también la salvación...

Los turistas alemanes, ajenos a la historia de las representaciones pictóricas más modernas y contemporáneas, sonríen satisfechos ante el pórtico de la catedral; entretanto ellos, los otros, me cercan de nuevo y me arrojan con su aliento reproches, como si de verdad creyeran que quiero hurtarles a Santa Sofía. Los alemanes siguen disparando sus flashes y Lubov se esfuma en el reino de las vidas desperdigadas.

Yo, por fin, me hundo en la calle que me regresa a la estación y de allí soy conducida a los infiernos de la ciudad en donde las almas condenadas nos estresamos eternamente con nuestros pecados. Ya desde este lado de la pantalla y confundida en la alineación de los laberintos subterráneos, me planto de repente, como bajo inspiración divina, y extiendo la mano para mendigar respuestas. Nadie se detiene. Fluyen junto a mí, me esquivan, me pisotean y hasta me revientan. De repente, del icono de Santa Sofía emerge una sagrada imagen de dientes nacarados, ligera de telas, y con los brazos forrados de esclavas. Se estremece bajo la música que los altavoces vomitan por doquier. Una masa de fieles cae de rodillas en la estación de metro Mayakovskaya y Verónica Castro da unos pasos de artista, sonríe, levita y finalmente asciende a los cielos entre flores de plástico y nubes de gas.

Moscú, entre julios y marzos, 2005