Letras
El Tren de El Encanto
Comparte este contenido con tus amigos

Así se llama. El Encanto queda a las afueras de Caracas. Tiene un tren viejo de comienzos del Siglo de las Guerras, un tren corto que anda despacio y sólo por lugares seguros como patios. El tren pasa por matorrales que aún siguen oliendo a machete húmedo cada mañana y no hay ruido que distraiga de su ritmo. Hay mucha sombra protegiéndolo del sol que cuelga de la rama más alta de un mango lechoso en el perfil de cada lenta e innecesaria curva.

Por la única colina de la ruta, se monta la grama para revolucionar el paisaje costumbrista y darle su primer rebato de guerra. Tiene olor ácido desde que Manuelita la inaugurara con el ritmo de sus caderas una madrugada distante que vio el comienzo de los macheteros, antes de que hubieran máquinas. Manuelita bosteza con los ojos cerrados y extiende un brazo hacia la grama (vacía de Simón) y ya no se vuelve a dormir profundamente, como era su costumbre cuando vivía protegida.

Era un entonces en que ella se estiraba sobre el organdí tibio y esperaba—quizá él se decidiera hoy a venir. Abría un libro o un folleto y leía en francés o en inglés, pero siempre en jacobino. Cada sol le traía por la ventana el vapor de la tierra, pero ella no sabía lo que era sentirla, desparramarse en ella. Una mujer color de tierra se deslizaba por el pasillo de un ala a otra de la casa y le traía acurrucada en las manos, la taza de porcelana verde con el primer café del día.

Ella cerraba el libro ante la aparición silenciosa y extendía las manos satinadas hacia ese pájaro de porcelana. Afuera, pero muy lejos, eran los negros los que habían levantado al gallo con sus cantares. Después fue ella la que levantó a Simón, sudorosa, pistola en mano, entre los bejucos colombianos y el chinchorro lleno de hormigas que se le deslizaban entre los senos. Después vino el dormir en la grama, profundamente, germinada. Ahora ella duerme pero nunca más del todo. Espera. Escucha. No se oyen pasos. Pero se siente un peso desconocido.

Ocasionalmente, cuando uno ve en El Encanto un papel tapando la tierra sinuosa, húmeda y bella, entregada al peso de cada pierna, se desvía la mirada hacia la lejanía de Caracas con un afán de exorcismo. La capital, cuna de Bolívar, aparece en el horizonte como un pilón de edificios, ranchitos de bloque, cerros y autopistas, sobre la enorme falda de grama salvaje que quiere jugar con las marionetas de su regazo. A su espalda está parada —y aún esperando— la cadena montañosa cuyos hombros se han venido a llamar el Pico de Naiguatá y La Silla de Caracas, la montaña de nubes jaloneadas por la brisa del cielo siempre azul, llueva o no, como de papel lustrillo en trabajo de escolar antiguo. El viaje dura veinte minutos más o menos y la gente que va en el trencito lo que quiere es ver a Caracas lejos y oír un sonido diferente al del presente atropello. Por eso es raro que se pueda escuchar conversación alguna durante el viaje en el tren de El Encanto. La mirada está libre de autopistas y de cables de electricidad, los dilemas están reducidos a lo elemental, a algo tan simple como el enojo de encontrar una lata en el suelo o de no encontrar un puestico de comida caliente. Parece mentira que la ciudad pueda ser vista sin tener que ser oída, como si fuera una postal. Así no da miedo. Provoca acostarse a dormir en la grama.

La gente lo que quiere allí es ver a la Caracas de ahora alejarse un siglo.

Cuando salen del trencito, se conforman con una bolsa de papitas o tostones, un helado o una cocacola. Realmente no hay sino eso y poco que hacer. A todo el mundo se le ha olvidado lo que pasó en El Encanto (yo tampoco lo sabía por entonces), aquello en lo que Teodoro Petkoff, el playboy guerrillero, negó violentamente haber participado. Una vez que se apaga la máquina, sorprende hasta el chasquido de una bolsita de tostones o el crujir de una lata de cocacola aplastada por un pie desesperado que quisiera quedarse allí. El reducido baño de bloques es apenas visitado de carrera por alguna madre, llevando de la mano a sus niños y, al cabo de un minuto, salen de nuevo pero con la nariz torcida a ver un ratico más de paisaje. Otro viaje les parece ridículo, dada la fila de gente que espera largo para montarse en el trencito y no porque sea caro el paseo. Luego, cuando el día puede aún ser rojo, azul y amarillo de lorito de jaula, se van tristes a sus carros, con los zapatos pesados como si el camino se les pegara, casi como si fueran unos esclavos emancipados a la fuerza de la plantación cuidada y hermoseada. El Encanto no los echa de menos porque siempre quedan otros al día siguiente para entretenerle. Los ojos se encaraman en las ramas de los árboles más altos y, cuando la gente es ida, las ramas lagrimean la lluvia del final del día, la que lo limpia de gente, la que deja un vaho de espera sobre la tierra.

Así pues, cuando se acaban las filas, la estación se vuelve nocturna y se cierra y el tren se adormila dentro de ella como un nené acunado y como un viejito en su mecedora. Hay un temblor de timidez y auto-conciencia en sus paredes como si les estuvieran apuntando con dedos de crítica (o de crítico). Entonces comienzan los cuentos de cuando ella era una estación importante, es decir joven, y cuando él era un fogoso tren pintado de rojo tropical como un papagayo postmodernista.

Alberto me llevó a El Encanto. Me regaló como siempre con su voz de espeso bálsamo y no hubo frase mía que no escuchara con su labio inferior arrugado hacia arriba en una trompa de escepticismo sabroso y apenas hubo palabra mía que no respondiera con una tranquila sonrisa—blanco navajazo en su cara, más oscura por la sombra de la sumergida barba— como si yo, a mis veinticuatro años de soltera caraqueña, pudiera permitirme el sonar a despreocupación, o seguir una frase larga, con otra similar, sin temor a que mi acompañante se me fuera.

Si se me iba, me quedaría otra vez sola, en medio de una ciudad rodeada de cerros inundados de cerveza barata pero buena y mujeres sin hombre fijo pero con antena de televisión en el rancho. Quizá tenía razón aquella quinceañera que planchaba la ropa de mi familia cuando me espetó que para qué querían las mujeres hombre fijo (yo la miraba, pensando, pero si yo tengo once años), que lo que hacía falta era encontrarse uno que supiera bailar. Eso me decía ella mientras se planchaba toda la ropa de la casa cada tarde como a las tres. Mi papá sudaba mucho las camisas en el trópico y se cambiaba dos veces al día. (Es que era gordo y blanco). Ella las lavaba y las planchaba. Los hombres no eran importantes; la música sí lo era. La plancha echaba vapor y el sol entraba de lado por una rendija y daba en la pared verde. Las cortinas eran de flores grandotas y escandalosas y ella parecía una diosa Guayana en mulato. Su pelo negro era liso porque se lo enroscaba alrededor de la cabeza con muchas horquillas. Se rasuraba las axilas todos los días y aún así se le veía una ala negra cada vez que movía la plancha. Llevaba un vestido nuevo verde minifaldero que le regaló mi mamá y, cuando no, se ponía mi ropa. El cuarto olía a sus manos después de hacer el quesillo coco o de peinarse el pelo con Tricófero de Barry. Cuando terminaba de verla planchar y salía de su cuarto, me parecía que la gente blanca huele a rancio o a muerto y, porsiacaso, le echaba una olidita a las camisas recién planchadas de mi papá (que Amarilis no me viera, “¿qué andas haciendo?”). La dejaba sola a la que nunca les había tenido miedo a los hombres y me llevaba algo de su falta de respeto. Ella me permitió convertirme en una Señora Peel del trópico, a karatazo imaginario con todos los que se pusieran fastidiosos. Pero no pegaba mucho la televisión con Amarilis y yo me olvidaba nada más salir de la Señora Peel de Los vengadores porque el humor británico era desconocido de los nuestros (“¡Muchacha tú sí estás buena!”) y porque, a la hora de ir a descolgar la ropa tendida en los alambres, como a las tres de la tarde, antes de que lloviera su media hora, los escobazos que les daba Amarilis eran más efectivos que el karate. Oíamos La hora de la salsa en su radiecita de pasta y de vez en cuando me enseñaba a bailar cuando yo se lo pedía porque tocaban El Nazareno de Ismael Rivera, el sonero mayor. Y decía ella que alguna vez tendría un hombre (era virgen todavía), aunque según su mamá mejor era tener el rancho propio y que vengan los hombres cuando quieran y se vayan cuando no den más. “Vete doblando la camisa, pero ¿para qué me dices que me vas a ayudar y después vas y no haces nada?”. Lo que importaba, según su mamá de nuevo, era que el hombre supiera bailar. Pues, aunque Amarilis y él no se conocieron, Alberto tampoco sabía bailar.

Me rodeó con un brazo protector, que le agradecí simultáneamente con un roce en su cara y un palomino reposar en su hombro, y me besó apenas los labios cuando fermentaban juntos una palabra de curvatura innecesaria, de ésas que suben y bajan en muchas sílabas y que a fuerza de caribeñas casi no suenan a español; estábamos a punto de entrar por el túnel del tren de El Encanto, me había contado bien cortica la historia de Manuelita y Simón, y venía previniéndome con risas y con miradas inconfundibles de Libertador y Libertadora (listos que aquí viene el túnel del beso y dura apenas 15 segundos contados). Yo estaba feliz. Se me alborotaban las palabras. Mi memoria de niña cantaba “Burundanga le dio a Bernabé / Bernabé le pegó a Burundanga...”. Quería inventar palabras de sílabas larguísimas para que no se me acabara la felicidad. Si no me daba demasiada cuenta de ello era porque mi mente se iba tras ese paisaje de mi vida que pudiera convertirse en la cubierta de un libro permanente. Así era. Mis sílabas volaban bajito como garzas sin salpicarse.

Pasa por aquí, entra por mis ojos que no te ven, sacude el camino y límpiame de la Caracas costumbrista, que voy en regresión, que vuelvo a ver la pubertad como futuro, que vuelvo a niña y no quiero. No es posible otra aurora y no voy a cambiar esta frase. Mejor es vivir en la noche de las ciudades promiscuas, de tráfico sin fin, sin sentido, sin motivo. Déjame vacía, como página en blanco, llena sólo de escepticismo desde que esos 15 segundos se han hecho eternos. Apaga ese verde sentimental que bordea las autopistas y enciéndelas de punta a punta con tu lengua de chispeante lucero. La quiero lluviosa y fragante de electricidad. Necesito ahora mismo una Caracas malva pero que sea fantástica, que no sea ésa que yo creía conocer tan bien. Fue entonces cuando llegué paso a entaconado paso hasta las aulas de la Universidad Central de Venezuela al pie del monte, sabia Cleopatra irguiéndose ante el Ávila caraqueño, a veces.

En la Escuela de Historia donde estudio y donde trabajé de preparadora ad-honorem (ad-vitam-aeternam) de estadística, ha sido dicho que los misioneros arrebatan a los indios su cultura. Si no me acerqué a discutir es porque una de las del grupo estuvo por allá por el Orinoco, unos días, entre los callados indios, y ha vuelto transformada en su defensora; tanto así que no sólo carga pendientes warao, sino que está acumulando torrentes amazónicos de palabras para quien se atreva a añadirle una sílaba. Esa represa ambulante de Guri acecha en nuestros pasillos a la hora de la clase de formaciones socioeconómicas. Por fin hay una que ha encontrado su razón de ser. Alguien del grupo, un ex perseguidor de guerrilleros y ahora amante de la directora (que es mujer de izquierdas) dice que si el estructuralismo contribuye a perpetuar el mito de los Tristes Trópicos. Yo no digo nada porque todavía no entiendo lo que es el estructuralismo e ignoro que el libro entero está condensado en un capítulo llamado “Las nubes” o “Sobre las nubes”. Si lo hubiera sabido entonces, habría sido de una facilidad asombrosa el poner fin en la escuela no sólo al estructuralismo sino a toda discusión sobre Leví-Strauss y los indios del Amazonas.

Yo sé, sin embargo, que Lilita Barceló de Bossío pintaba tarjetas de invitación con imágenes de dama antañona, difuminando con un algodoncito humedecido en alcohol las raspaduras de Prismacolor y que le pegaba una tirita de encaje al vestido de la dama, con cuidado de combinar siempre un tono del mismo color: a veces verde musgo, a veces morado claro, a veces azul grisoso o dorado pálido. “Dama antañona”. Hermosa la pesadez del vals del trópico. Si me acuerdo ahora de esa costumbre que los del grupo rechazarían agresivamente si les diera ocasión, es porque Lilia Barceló era también escritora de un cuento bellísimo sobre Guayana, cosa que yo ignoraba hasta que su hija me quitó muy suavemente de la mano la tarjeta de invitación al vals de quinceañera y me la cargó con el peso increíble de un libro. Guayana es la diosa que logra domar al temible Canaima. Caracas es también la sultana del Ávila. Es dulcísima y ácida de lluvias atragantadas. Ustedes no lo pueden saber bien como yo.

La faz del mundo se ha iluminado... un resplandor intermitente que viene de muy lejos... de allá de los confines del Universo, ha sido la causa del fenómeno; y hacia la indescriptible y misteriosa llamarada convergen las miradas de quienes habitan medio mundo... Desde el Oriente, las tribus formadas por Tamanacos y Palenques, miran a Occidente, y desde ahí, diametralmente opuestos, en las tierras de los Amaibos y Barrancas, escudriñan hacia donde nace el sol. En tanto, las naciones Atapamas, Güires, Chiriguas, Guaricos y Guamos dirigen sus miradas desde el Sur, desde el Muchiquerí y el Chorun-Merú rumbo a las tierras de Acapropocon y Conopoima, los sucesores del mayorazgo indígena, en las tierras vecinas al Guaraira-Repano. Desde los diferentes puntos cardinales, las voces de esos pueblos diseminados en la extensa geografía venezolana, exclamaron: ¡Amalivac..! ¡Amalivac..! Y al unísono, dejando todo tras sí, encaminan sus pasos en dirección al punto de donde emerge la centelleante luz, que cual faro guía de gigantescas proporciones les conducirá con certidumbre a presencia de su Dios... creador del hombre... y de sus leyes...

Con esta puntuación (incluidos casi todos los puntos suspensivos) y esta hilera de palabras, pasó desapercibido por la Escuela de Historia de la UCV un hombre pequeñito, malvestido, calvito y silencioso de edad tan indefinible como la de un Juan Solito o la de un Guasipungo cualquiera, pero con el largo nombre de Jesús José Loreto Loreto, quien me puso sobre la mano otro librito sobre el Amazonas: Leyendas venezolanas. Paurario. Me comentó que no lo publicó de su bolsillo. La cita de arriba es suya. No lo plagio. No quiero.

Hubo una época —que nunca volverá, con toda certeza y sin género alguno de duda— en que los indios venezolanos de la rama oriental, al encontrarse por vez primera, se dieron cuenta de que hablaban diferentes lenguas y ya no se entendían entre sí. Paurario. Al lado de su primera página, la de la cita de arriba, sin ironía alguna, la única dedicatoria posible: “Para María Eugenia, sinceramente. El autor”.

Pues entonces, Jesús José Loreto Loreto; el Auyan-tepuy es uno de los montes chatos que asoman su tronco de gigante decapitado sobre la neblina azul de Guayana; el Caroní de verdad que baja serpenteando como dice la canción de Francisco Mata, el de los polos margariteños. Sarisariñama es el nombre de la sima más honda, que abre el selvático vientre en cientos de metros de oscuridad hiriente; en su fondo se gestan especies que Darwin y Bonpland no llegaron a conocer, ni Miguel de la Cuadra Salcedo conoce. Charles Brewer-Carías de los bigotes atusados, kaiserescos, es el nombre de uno de los tres efímeros habitantes de esta sima, tres que llegaron a la superficie guindados de una soga, paridos al revés. Roraima es una montaña que bordea con el Brasil y Maigualida creo que es el nombre de una serranía fragante que sé que nunca llegaré a oler de cerca. Alguna de mis compañeritas de escuela primaria se llamaba Maigualida, otra Tibisay, otra Coromoto. Quisiera haber tenido una hija aunque sólo sea para llamarla María Coromoto en honor de mi patrona, celestial amansadora de los más feroces indios de los llanos. Guayana se me va cayendo del pensamiento mientras sus dedos se afincan en las puntas de flecha de un grupo de palabras cada vez más ajenas. Por allá van sólo científicos alemanes, o misioneros, o estudiantes activistas, parece. Recuerdo, eso sí, que Colón en su tercer viaje, al traspasar el rugido del Orinoco cuando entra en la Mar Atlántica y le enfrenta le inserta su corriente por varias millas, sentado absurdamente sobre una ola parda gigantesca —el Pororoca— su barquito andaluz, supo que entraba en una tierra verde, indómita e increíble, digna de ocupar puesto preeminente en su Libro de los Misterios. Él la llamó la Tierra de Gracia. Los primeros mapas de la época, sin embargo, la llaman por su verdadero nombre: Caribeana.

...cuando las aguas que cubrían la tierra bajaron de nivel, Amalivac, su deidad creadora, apareció sobre éstas tripulando una curiara, en la edad llamada de las aguas, cuando las grandes olas oceánicas se reventaban contra la montaña denominada Encaramada; y que el género humano pereció en su totalidad, a excepción de un hombre y una mujer que se refugiaron en la cima del cerro llamado Tamacú, cercano al río Asiverú (Cuchivero) y que desde ahí bajaron portando cada uno sobre sus hombros sendos sacos de semillas de moriche, que al ser extraídas de éstos y lanzadas hacia atrás se convertían en hombres y mujeres. (Ibíd.)

Alberto: tú quisiste llevarme hace casi ya veinte años a la hacienda de tu familia, allá, bordeando la feroz y feudal Colombia donde se tramó el asesinato del Libertador y Manuelita no lo pudo defender, allá por los llanos del Apure donde quizá haya palmas de moriche. Pero no me atreví.

Una planicie fluvial de colosales, prehistóricas, culebras de agua que eso son exactamente los ríos llaneros. Alguna res blanca y jibosa como las que deambulaban fantasmales en las fotografías de la India se ha perdido entre los morichales al atardecer y las garzas picotearán lo que dejen los dientecitos sumergidos de los afiladísimos caribes. Sembré un puñado de palabras tuyas entre mis cerrados labios y me nació un árbol blanco y sangrante. En una rama colgaba una casona de la colonia pero sin patio, de un solo piso y paredes altas de borde ondulante y acampanado; entre otras cosas que no recuerdo, tenía un olor al que por ponerle un nombre habrá que citar lo de cal descascarillada; tenía tejas oscuras raspadas por los aguaceros del mayo que dobla los vientres, portón claveteado que yo no toqué ni tocaré nunca y rejas como pestañas estáticas sin lagrimear. La tierra huele a húmedas pisadas.

Es la llegada, bajo la lluvia, de alguna danta fantasmal a invocación de la fugitiva desnuda MariaLionza (petrificada frente a Caracas, oliendo a smog de autopista, irguiendo los brazos en vertical sorprendente, musculosos y fálicos como hecha por muralista de los años 30, las ofrendas de flores a los pies del monumento “Gracias Reina por los favores recibidos”). Por afuera no se oía ni veía a nadie, ni siquiera el resoplido de un animal cansado de dar vueltas por los mismos lugares. No sé qué tan cerca, pero había un río de aguas mansas como de copla, temerosas, donde apenas se sienten los peces; y de ellos sólo decir que cada pez era un susto que se iba adivinando entre el cobre amarillento del agua. Huele a humedad retenida en los pedazos de millones de hojas y en las pequeñas babosidades color del agua estancada que se retuercen. Las toninas rosadas estremecen al que las ve porque desentona su descarnar al río que surcan. Alguna vez me imaginé que quedaría en la hacienda algún peón llanero, más o menos ocupado, con cara de no haber salido nunca de esos predios, y una mujer de años, casi sin aliento, que nos prepararía comidas elementales con alimentos desconocidos, macondeños, de fuerte sabor a fango, cada plato idéntico al anterior pese al distinto título. Si nunca me sacaste de mis fantasías es porque no las compartí contigo. En otra rama colgaba un río y en él estaba una curiara remada, perennemente remada, por un indio sin palabras que nos llevaría hasta su poblado, en la orilla anaranjada del brazo de uno de los afluentes del Orinoco, entre los troncos anémicos que exploran las nubes con sus maracas de hojas y pájaros. Esta vez sí te pregunté —lo hice sobre el posible viaje en canoa— y me corregiste con lo de curiara. A falta de descripción, me mostraste un video que filmaste casi a ras de tierra, por lo que no pude ver sino los pies del indio en el agua fangosa y sobre las oscuras matas; y todo esto sin audio, ¿cómo se te ocurrió, Alberto?, ¡qué silencio de capilla! Algún enfoque más hábil captó los meandros del río y las ramas oscuras que cerraban el paso y te pregunté si no te daban miedo.

Estaban la pared o el techo por burlarse de mí llamándome como llamó el río a Doña Bárbara en el último capítulo: “María Eugenia... Mariaeugenia...”, porque no me habías oído. Me arrebujé entre la pared y el hueco de tu costado. Un brazo húmedo, delfinesco, emergió y me rodeó como lo hacía siempre que mirábamos tus películas de Guayana, de Canaima, del Caroní, del Auyan-tepui colosal que me domina cada vez que lo veo. Las paredes estaban azulosas. El vapor de la ducha no podía escapar sino hasta el cuarto a falta de ventanas y me impedía sentir tu breve ausencia o, mejor dicho, la mía, salpicada de palabras caribes. Menos significante que encantada me resistía a salir. Tus cejas negras y espesas de Merlín de los trópicos se juntaron en un ceño entre fruncido y curioso y de repente aletearon en una sonrisa de remo brusco sobre el agua (“¿No nos vamos a ir nunca pues, señora mía?”, y me sentí culpable por lo de señora). Te asomabas de medio cuerpo y con la toalla en la mano. Ese día andaba bogando contigo en curiara y el techo del cuarto era tan opresor como los bejucos guayaneses; los dos con las piernas dobladas, las rodillas separadas, mirando los pies de un indio y la curva infinita de un río de hojas anegadas. Al levantar la mirada de mi pensamiento ya te me fuiste, toalla en mano.

Así sentados como estamos nosotros se crean cosas interminables; así mismo, ante la penumbra azul de la pantalla sobre las ondas inmensas que nos rodean y dan la vuelta al mundo, entrándonos por los ojos, por los oídos (por las yemas de los dedos algún día en que los computadores recreen imágenes táctiles). Sin saberlo me estabas devolviendo mi país y casi sentía caer sobre mi paladar cada mágica semilla de moriche.

Años después lo que me vuelve es la palabra de Jesús José Loreto Loreto.

...el misionero italiano de la congregación jesuita Filippo Salvatore Gilii, quien por algún tiempo convivió con los aborígenes que habitaban las comarcas cercanas al río Orinoco (Huriaparia en la narración), de cuya presencia en la región lo reafirma nuestro sabio Dn. Arístides Rojas, quien, al referirse al mencionado Gilii, dice que la tradición tamanaco en cuanto a la formación del mundo y del hombre, se le debe a este jesuita, ya que cuando en el siglo XVIII visitó esta parte de la hoy Venezuela, los aborígenes de esta casta le manifestaron que...

Hacía unos días me habías venido a buscar para que saliéramos de nuevo a comer; sería la tercera vez esa semana. Cuánto agradecí a mi sorpresa el que cubriera mi agradecimiento (con estas mismas torpes palabras). Apenas llevábamos un par de meses saliendo y ya me habías hablado de nuestro futuro de pareja (o, mejor dicho, me habías informado de una conversación que tuviste con tu madre enferma sobre la fecha de nuestra supuesta boda). Apenas un par de meses es lo que llevábamos saliendo y siempre andábamos juntos y amarrados, si no por las manos, por el hilo del teléfono (los otros amarres más íntimos escaseaban, o por lo de mis remordimientos o por tus recuerdos de la esposa que se te fue y de la fe perdida de ex presidente de Acción Católica, o por la falta completa de artificio que hacía de cada abrazo una pequeña familia... muy deseada por ambos, por otra parte tan temida por aquello de que cada concepción era tan secreta como sagrada). Así de ingenuos éramos y nos refugiábamos del mundo (entonces sí se podía) en tu apartamento; el profesional, el director, casi en guayuco con la futura literata, viendo películas como Bernardo y Bianca al rescate, otra historia de roedores de Disney. La hojarasca de peleas y aventar de ofensas que están a la mano como mangos bajitos entre los que se conocen bien y no se quieren mal, ¡toma ésta que seguro se te ha olvidado!: como cuando me dijiste que te gustaría pasar la primera parte de la luna de miel en La Habana y la segunda en el Disney World de Miami (“...que está todo tan liiimpio”) y yo te dije “qué bien” porque así pasaríamos de una rata a un ratón, caribeños los dos (ésta me valió aquel día una primera perorata sobre mi falsa conciencia como miembro, o miembra, de la pequeña burguesía; porque, claro, tú eras de la grande y por eso ibas a construirles pistas de tenis a los pobres.

Tanta indignación que se evaporó con el café que me escapé a preparar... colonial yo como siempre. Me encontré doblando el meandro del cuarto al asomarme a tu estudio tacita en mano y allí, prácticamente encuerado pero muy ceñudo, con un librote en la mano, todo preocupado porque y-que se iba a casar con una burguesita ingenua que le hacía sentir poco menos que uniformado, ¡mi Alberto con El capital en la mano, y Althuser y Fioravanti y Gramsci y Dios sabrá que más! Mi prometido, no se preocupe que su muchachita de telenovela va pa’onde usté’ quiera, insolente que es ella. Pa’los Andes a oír los ríos trucheros y a sentir el frío de los picos resoplando dentro de las fosas nasales (“¡qué verde, qué enorme esa montaña mi amor, qué profundo ese barranco donde parece que no hay nadie!, de aquí salen los hombres que enderezan a Venezuela, esos andinos tan bravos y enigmáticos que meten en cintura a los caraqueños, los gastadores próceres de la patria, de los que tú provienes”). O, si prefieres olvidarte de los andinos que tanto incomodan, pues seguro que en alguna parte hay una somnolienta playa de Oriente donde ya no quedan vestigios de los pobres “Caballeros de la Espuela Dorada” que se trajo el Padre Las Casas de los campos de España para depositarlos ante los temibles cumanagotos, una Andalucía tropical llena de palmas de moriche, de las que describió Teresa de la Parra cuando se moría de nostalgia por comer “una poquita de tierra”. O nos vamos a España a ver el escudo de armas de tu anillo pero en grande blasón, en el pueblo de donde dices que salió tu antepasado cuatro siglos antes de que salieran los míos (sí; no es imposible; tú eres de los pocos venezolanos que conozco que no desdeñan a España; ni la desdeñas ni la temes; la tratas con la misma sonrisa indulgente y exaltada con que me tratas a mí). A La Habana, a Florida o a Mérida, pero vámonos pronto, llévame pronto, llévame, llévame Alberto, llévame.

O nos quedamos en Caracas. Y no digo que me tengas que dar muchas vueltas por las colinas con tu Volkswagen de socialista, ni que subamos con el teleférico del Humboldt hasta el hotel permanentemente vacío que construyó Pérez Jiménez para señalar con un índice dictatorial a las democráticas nubes del cielo, ni que nos detengamos largo tiempo en la casona de tu familia donde las matas de orquídea trepan por la pared colonial hasta el retrato del abuelito bembón, el que pusieron en la pared junto al fogón, ni que me lleves por los valles de Aragua a oler la caña recién cortada y a beber el ron de la tierra color de melao, mientras nos avienta la brisa de todas las primaveras del mundo, siempreviva en Caracas, querido. Sentados, fundidos en ella, porque nunca hicimos ninguna de estas cosas tal y como yo las deseaba y las estoy contando sino que apenas las percibimos unos segundos entre la televisión y el tráfico; simplemente te ruego, te suplico, que nos dediquemos una hora o más a caminar por la casa cerrada en penumbra para encontrarnos abriendo furtivamente un libro (pero que sea de un marxista más reciente por favor), a nombrar a cada uno de los no-nacidos hijos nuestros para que no te tengan que dar más ansia los de tus hermanos (Acún-acún), a saber que se pasa el tiempo, es decir, a probar el almíbar, a gustar sobre el peso de la lengua callada, que se va todo como en curiara, que se lo lleva Amalivac.

Mira lo que te prometo desde mi trono de diosa prestada. Muchos besos robados al tiempo. Un asalto caribe por atrás para hundirte en el río y para que aprendas de una vez a bogar. Una salida a medianoche (no me digas que ya no se puede, ni me hables del crimen en estadísticas); una salida así cuando no tengamos ganas de cocinar y nos vayamos a buscar comida china o, si nos sentimos patrióticos, a buscar por algún barrio lejos de aquí esa arepa dura y caliente que se resquebraja de un mordiscote y deja salir el vapor de maíz blanco y queso’e mano derretido, una cocada blanca y fría como la nieve andina nos vamos a beber tú y yo, una cocada con sabor a playa también, un manguito de bocado que nos va a tumbar el viento al suelo, unos tostones de plátano soleadito como el pargo frito de Naiguatá, bajo un techo de palma (que ya no está) de Papaíto, al lado del club Puerto Azul de mis padres o en el yate Sargasso del Dr. Daniel Camejo Octavio, el constructor de antiguos sueños capitalistas y placenteros, un batido de amor y Caracas costumbrista, con sus techos rojos y todo.

Y eso es lo que pasó con la estación y el tren de El Encanto. Se quedaron chiquitos y se volvieron demasiado viejos para aprender la voz del ruido. En vez, ella aprendió a contarle cuentos al acunarlo; él aprendió a volver de su pretendida excursión de cada día con asustada humildad y a confortarla meciéndose a su lado. La gente al fin se dio cuenta de la complicidad de silencio que había en El Encanto y, no pudiendo robar su secreto, se dedicó esa gente a mirar de lejos el nada costumbrista paisaje caraqueño.

Hoy casi ya no van.

[A mi difunto padre el Dr. Alberto Sáez Fernández de Toro, profesor de la Universidad Central de Venezuela; a Pedro Miguel “Peter” Camejo, ex candidato a gobernador de California]