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Graciela Montes (izquierda) y Ema WolfSaturados de maravillas

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El oficio del asombro está en franca decadencia. Ni Al Qaeda nos hace creer en la cercanía del Apocalipsis, como lo hubiera hecho un vulgar eclipse hacia el año 1.000. Los últimos exploradores de lo desconocido orbitan hoy monótonamente en oxidadas estaciones espaciales. Más que un extravío en el cosmos, la falta de rating les amenaza: que la gente se olvide de ellos y los deje morir como fantasmas con cuerpo pero sin gravedad.

Pero la era del bostezo puede ser tiempo para una intrepidez de nuevo tipo. Así lo entienden las argentinas Graciela Montes y Ema Wolf, autoras de El turno del escriba, la novela ganadora del Premio Alfaguara 2005. Siete siglos después de que Marco Polo colocara lo maravilloso en las fronteras del mundo, los viajes del veneciano son el tema de esta obra que no cuenta ese cuento sino la historia de esa historia.

“El turno del escriba”, de Graciela Montes y Ema WolfEn contraste con los partos de la recalentada imaginación del veneciano, el lector hallará en estas páginas una minuciosa y exacta descripción de la ciudad de Génova en el momento de su apogeo comercial, y en vez de hacerle sonreír con distanciada ternura ante aquello que hoy sólo puede maravillar por defecto —es decir, por falta de entrenamiento en el deporte de leer—, Montes y Wolf le descubren el velo de lo que en estos tiempos interesa saber: no que la novela sea la construcción de un mundo, como repite el lugar común de la crítica, sino cómo funciona el artificio que nos engancha a ese arte de mentir que es la narrativa.

Ni siquiera esto, sin embargo, es nuevo en estos días. No faltarán, entonces, académicos que sientan en El turno del escriba el tufo de la vulgarización. “El viejo truco de los que quieren hacernos creer que ya se saben todos los trucos viejos”, dirán, haciéndole la cruz, por comercial, al Premio Alfaguara. Pero ese prurito es bateable: el filósofo Walter Benjamin ha defendido el manoseo como método de aprendizaje en la era de la reproducción mecánica. Meta la mano, pues, y vacílese el solfeo sin creer en la guaracha. Es el espíritu de la posmodernidad.