Letras
De los inconvenientes
del escepticismo pertinaz

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Por aquellos días un hombre podía traer con facilidad al Demonio a su presencia, es decir, invocarlo, aunque el término en sí había caído en desuso y, por qué no decirlo, en cierto descrédito. ¿Qué ocurría? ¿Por qué habían cambiado los antiguos métodos? El Enemigo Malo se encontraba reflexionando en una oportunidad sobre la naturaleza del rol desempeñado por él en el Cosmos y concluyó que su propuesta podía ser considerada una vía alternativa de algo que no se apuró a definir. Se sabía dueño de muchas verdades tangibles y verificables. Era hermoso y tenía lo que se conoce comúnmente como buen gusto. Muchos le amaban y le agradecían sus favores y su deferencia. Entonces, ¿eran necesarios los formalismos, para, a fin de cuentas, tratar asuntos terrenales? En modo alguno era Dios, que si lo fuera bien sabría darse su puesto. En consecuencia declaró el final de la vigencia de la Clavicula Salomonis, del Gran Grimorio y de otros grimorios no tan grandes pero por igual útiles para las impetraciones demoníacas. “Tales composiciones en verso rimado y con métrica, son anacrónicas ante la inmensa popularidad y conveniencia del verso libre”, decía en parte la Resolución redactada al efecto por sus amanuenses.

Dirigirse al Diablo, por tanto, de modo respetuoso y amable era suficiente. El aumento de la demanda determinó el establecimiento de algunas reglas: en caso de no obtener una respuesta inmediata se pedía esperar, pues no constaba en ninguna escritura o libro sagrado de alguna de las grandes religiones que el diablo tuviese el don de la ubicuidad. Existía el derecho de no acudir nunca y, luego de los tiempos primeros de entusiasmo, se creó una comisión que revisaba los caracteres fundamentales de las solicitudes y desechaba las que consideraba frívolas, poco serias o fruto apenas de la curiosidad. Por último, podía Lucifer responder por delegación, ocasión en la cual el subalterno, Asmodeo, Legión o ángel caído nada célebre, presentaba el respectivo documento autenticado.

Existiendo tan favorables condiciones Miguel invocó al demonio, para que le aliviase de la presión arterial alta que le aquejaba y, de una vez, para librarse de un enemigo, rivalidad originada en una vieja rencilla de amor. Eligió como sitio su cuarto y la hora, quince minutos pasada la media noche, luego de la partida de un amigo que le visitaba siempre en las ocasiones más inoportunas. La habitación de Miguel era pequeña y los muebles estaban distribuidos de manera inapropiada, creando en conjunto una sensación de opresión poco cónsona con una hipotéticamente espectacular entrada demoníaca acompañada de humo, fuego y olores nauseabundos. La cama estaba particularmente mal colocada en el centro de la habitación así que la empujó hasta la pared. En el nuevo espacio libre estaban algunas medias llenas de polvo cuyas parejas había echado a la basura hacía mucho tiempo y una libreta escolar que no recordaba haber visto nunca, pero que decía en su exterior, en letra grande que parecía la suya, “INFORME”. Apartó todo esto a un lado con los pies y se sentó en la cama. Durante un rato no demasiado largo solo miró algún punto indefinido en la pared. Ante la ausencia de formalismos no tenía la menor idea de qué hacer.

La puerta se abrió y entró un demonio que no tenía particular aspecto de serlo. Miguel no se sorprendió. Es decir, le asustó, como es lógico, la idea de la presencia infernal y, en cierta manera, le asombró el aspecto vulgar del visitante (pantalón marrón, camisa a rayas, rostro regordete y nada más para recordar) pero, desde su actual manera de considerar las cosas, se hubiese sobresaltado más de ver a su madre o a su hermano franquear la puerta. El demonio le miró.

—Hola —dijo Miguel.

—Hola —dijo el demonio—. Soy Arioch, demonio de la venganza convenida.

—Ok —dijo Miguel.

El demonio colocó sobre la cama un montón de papeles atados con ligas de hule rojas. Algunos, según se veía, habían sido mojados y se habían secado, adquiriendo una deformidad característica. El conjunto olía de manera repulsiva. Miguel consideró poco prudente revisarlos y no los tocó, aunque tal vez, pensaría un rato después y luego de comprobar el lamentable estado de sus sábanas, hubiese sido mejor tomarlos, darles una mirada distraída y colocarlos en el piso. El demonio sonrió. Miguel se sintió confiado de pronto, con esa confianza que estamos seguros de haber experimentado en la primera oportunidad que hablamos con un amigo entrañable.

—Ahí están los documentos —dijo—. Como verás, todo es legal y conforme a derecho.

—Claro.

—No tengo ningún apuro, pero, por favor, dime de qué se trata.

—Ah, sí.

—...

—Claro, sí, mi presión arterial. Sube y sube. He adquirido hábitos sanos de vida. Esas cosas, mucho ejercicio, poca sal, disminución del estrés. Me aburren esas cosas. Y la tensión se mantiene arriba. Ahora mismo está alta. Mi cara se calienta, mis manos se calientan, me zumban los oídos.

—¿Has ido al médico?

—Sí. Lo de siempre.

—Pastillas.

—Cada vez más. Una tras otra.

—¿Tienes algo contra las pastillas?

—No me gustan. A uno le duele la cabeza y toma una pastilla. No puede dormir: pastilla. Estás deprimido, tu vida es un asco: pastillas. A ese paso uno necesitará pastillas para todo. Es decir, una vez está bien, pero no es así. Te acostumbras, hasta te agrada. Es sencillo que toda la responsabilidad la asuma una pastilla.

—¡Ja! ¿Cómo puede ser responsable una pastilla?

—Pues la pastilla asume el lugar de la conciencia, por tanto la responsabilidad de los actos se traslada a la pastilla. Uno no es moralmente imputable.

—Hablas tonterías, pero me diviertes. Ahora vas a decirme que son las pastillas las que van al infierno. ¿Te imaginas eso? Es una soberana tontería; en el fuego del infierno se tuestan las almas, no los productos farmacéuticos.

—Por favor.

—¿Qué?

—No vengas con eso. El alma no existe.

—¿Que no existe?

—No.

—¿Qué ofreces, entonces, para nuestra transacción?

—¿Qué te interesa?

—Tu casa está llena de porquerías, te seré sincero. Tienes mal gusto y poco dinero. No me interesa nada que tengas aquí, en las gavetas o en el clóset. Solo quiero tu alma.

—No hay problema. Cuenta con un buen negocio —dijo Miguel y rió.

—No termino de entender.

—Pensaba estafarte. Verás. El alma no existe. No puede haber comercio sobre ella. Se supone que me otorgarás algunos favores a cambio de mi alma inmortal. Tendrás la amabilidad de esperar hasta que yo muera. Pero al momento de mi muerte te llevarás la sorpresa de no encontrar nada para cargarte, ni un poco de aire o un poco de polvo porque lo que llamas alma son algunas reacciones químicas que la ciencia ya identificó hace rato. Ahora, te lo digo, el alma no existe. No se puede hablar ahora de timo porque te lo estoy diciendo, no obtendrás de mí nada que valga la pena, al menos en los términos que deseas. Pero si insistes en que existe el alma y por ella me darás algo a cambio, pues sigamos adelante. Soy un hombre práctico. Si existiera el alma, si estuviera seguro de la continuidad ultraterrena de la existencia, no sería tan tonto como para cambiar una eternidad de dicha y de divina contemplación, sea ésta lo que sea, por una efímera felicidad material, por un montón de porquerías.

—Me dirás que el infierno tampoco existe.

—Claro, debe existir, como sitio del cual vienes, porque de algún lado debes venir.

—Ah, entonces el diablo existe pero no existe el alma. Sigue.

—Claro. Una vez alguien dijo más o menos esto: que la gente no crea en la existencia de Dios lo entiendo; pero que no crea en el demonio, eso sí que no me entra en la cabeza. De algún lado tiene que venir tanto mal que vemos en todos lados.

—Y lo que se llama bien, ¿de dónde viene?

—¿Bien? ¡Ah, sí! De la casualidad. Del azar. Verás, la gente tiene motivaciones en extremo egoístas. Por ejemplo, en una mañana fría tú quieres tomar un baño tibio. Si esto implica la muerte de una hermosa niña o de una niña fea, digamos para que no me acuses de pedófilo...

—No me pasó por la mente en ningún momento esa acusación.

—En fin, implica la muerte de alguien que no tiene mayores razones que justifiquen su muerte. ¿Qué hace uno entonces? La mente subconsciente hace todos los esfuerzos necesarios para que no te enteres del hecho: ruidos misteriosos en las casas muy espaciosas, fútbol, cancioncitas románticas cantadas a media voz. Un gran trabajo. Pero al final te enteras, interrumpes tu baño y abres el grifo del agua fría. Sales a la calle, con frío y mal humor. Al día siguiente es igual, porque un hombre debe salir bañado y afeitado a la calle. Es su naturaleza. El día y sus afanes te mantienen ocupado, no piensas demasiado en el asunto y si piensas, te ríes un poco o lo comentas con algunos amigos a la hora del almuerzo o cuando caminas por un sitio tranquilo, inventando chistes a costa del asunto. Así pasan algunos meses. Pero una mañana, una mañana cualquiera, abres el grifo del agua caliente, chorros de agua y vapor caen y sabes que por ahí en el mundo está el llanto desconsolado de un ser inocente que muere y la inútil actividad de los que le aman. Muere, pues, así, simple y terrible. O simple nada más. Todos se llenan de miedo, las cosas no son como parecen, como que la muerte no tuvo sentido. Los grandes valores no quedaron demostrados. De allí a que el hombre normal se sienta solo y desamparado, no hay gran trecho. Entonces ocurre. Un magnate contempla la escena, transmitida en cadena nacional. El magnate, un tipo inteligente y dueño del mejor corazón que pudieron encontrar sus médicos, entiende todo de inmediato y presiente una caída sensible en las ventas. Al instante llama a su secretaria, quien lo contacta de inmediato con su administrador general. “¿Cuánto dinero tenemos para caridad? ¡NO BASTA!”. Al rato existe una nueva fundación, miles de niños son salvados. Una estatua se erige en memoria del ser que sufrió para que los demás no lo hicieran. Y aunque una estatua puede ser presa fácil de las deyecciones de los vagos y de los borrachos, se la juzga monumento inmejorable y de gran valor artístico, por lo que los padres llevan a sus hijos los domingos a verla, compran helados y estampas y regresan a casa con el corazón contento y la conciencia limpia. ¿Qué más grande bien se pudo lograr?

—¿Qué ocurrió en tu cuento, al final, con los baños tibios?

—Ah, claro. Que todos pudieron tomarlos cuantas veces quisieron.

—Un final demasiado simple. No resistes la tentación de moralizar. Pero volvamos a lo nuestro. Querías que viniese por tu problema de tensión alta. ¿Sólo eso?

—Eso y otra cosa. Una vez me enamoré. Mucho. Suele ocurrir. Uno no sabe cuando pasa. A los amigos se asegura lo contrario, que apenas es sexo y luego, adiós. Pero uno se enamora y tiene su novia. Ella era rubia y pequeña. Muy linda y me quería. Se llamaba Isabel. A los seis meses nos dejamos. Es decir, ella me dejó por un tipo que tenía una camioneta. Yo pensaba que el tipo tenía cara de idiota, de débil mental, pero luego pensé que esa apreciación no era del todo objetiva. Lo dejé así. El tipo dejó a Isabel luego de un tiempo. Un día lo conocí en una licorería y me trajo hasta la casa. Luego lo veía en todos lados, pasaba muy rápido en la camioneta y saludaba. Un día lo encontré almorzando en un restaurante y hablamos mucho rato. Al tipo le gustaba el fútbol.

—Por favor, no vengas con otro cuento moralizante y largo.

—Es gran cosa el fútbol. Decidí, entonces, no dejarme llevar por el rencor, pues con eso sólo lograría dejar de apreciar y disfrutar lo que pudiera tener de bueno la amistad con el tipo. Salimos con unas mujeres. Es increíble la cantidad de muchachas hermosas que conocía en los barrios pobres. La amistad iba bien. Me contó su vida. Nada del otro mundo. Así pasaron los momentos del entusiasmo. Entonces noté que el tipo no se bañaba muy seguido ni con demasiado cuidado. Olía bastante mal, una mezcla repugnante de olores corporales.

—Eres muy delicado.

—No lo soy, es decir, no muy delicado. Pero el tipo era realmente una letrina. ¿Has imaginado alguna vez que la mierda pueda sudar? Me daba asco pensar en las mujeres que se acostaban con él. Isabel era una puerca. Quise rehuir su compañía, pero, creo, el tipo me había tomado mucho cariño. Me buscaba y bebíamos por toda la ciudad. Agarraba mi cerveza —siempre tomábamos cerveza— y me hacía a un lado, buscando un aire menos inmundo. No sé si el tipo se dio cuenta y decidió molestarme o sólo lo hizo porque sí, pero comenzó a acercarse a mí y a abrazarme diciendo que era yo su gran amigo y cosas así. El olor ya era bastante. Y ahora venía este tipo y me abrazaba, sobre todo en lugares públicos y con mucha gente. Me incomodaba mucho. La gente comentaba cosas y reía. Le dije que no me abrazara más. Dijo que no lo iba a hacer más. A los días volvía a abrazarme. Entonces noté que el tipo comenzaba a repetir todas las historias que me contaba. Gran parte de sus peroratas versaban sobre sus hazañas sexuales, sus grandes borracheras y negocios con ganado o terrenos en los cuales siempre ganaba enormes cantidades de dinero gracias a su inteligencia y falta de escrúpulos. En las nuevas versiones de sus cuentos todo estaba magnificado: en vez de una mujer llevaba tres a un hotel —una menor de edad, por cierto, era una de las tres—; en vez de beber una noche y un día había bebido un mes en la playa, apenas haciendo pausas para dormir, comer e ir al baño; en vez de dejar sin comisión a un socio, lo había abandonado sin dinero y completamente borracho en un bar perdido en el llano. Luego volvió con los abrazos. Alguien que pasaba en un auto nos gritó, riendo, “maricas”. Entonces golpeé al tipo y el tipo me golpeó y yo me fui en un taxi. Y al otro día el tipo estaba buscándome de nuevo.

—¿Y qué con eso?

—Que me di cuenta de que odiaba al tipo con todas mis fuerzas, lo odiaba demasiado. El odio me llenaba el cuerpo (si existiera el alma, también la hubiera llenado) —agregó Miguel riendo—. Y apenas bastaba con que algo me lo recordase, así fuera de manera casual y entonces mi presión arterial se disparaba. Ahora sé que ese odio realmente me va a matar. Por ende, el tipo tiene que morir para que yo siga vivo.

—¿Eso es lo otro?

—Sí.

—Está bien. Será fácil. Siempre es fácil.

—Este...

—¿Quieres saber qué voy a hacer con tu problema de hipertensión?

—Claro.

—Te traigo unas pastillas. ¿Te las vas a tomar?

—Pero ¿Me curo, así, definitivamente?

—Sí.

—Dame pues.

Arioch le entregó tres pastillas pequeñas y amarillas. Miguel las metió en su boca y salió un momento de la habitación. “Voy por agua”, dijo. Regresó sorprendido por la hora. El demonio hizo un gesto de despedida. Miguel lo miró molesto.

—No quedamos en nada con lo del tipo —dijo.

—Bueno, mañana al mediodía. El tipo va a almorzar siempre en el mismo sitio.

—No sé si siempre, pero le gusta mucho ir al Tercio.

—Va siempre. Nos vemos al frente al mediodía.

—Otra cosa... —dijo Miguel.

—¿Sí? Dime.

—Pues te vas y no me vas a decir nada. Pensé que un demonio tendría una conversación más interesante, que me diría grandes secretos, cosas terribles, no sé, al menos cosas interesantes... No sé...

—¿Cómo querías que lo hiciera si no parabas de hablar? —preguntó Arioch y se fue rápidamente del lugar.

— o —

Miguel llegó, como era su costumbre, media hora antes al lugar señalado. Se paró en la esquina, frente al restaurante y con la calzada de por medio. Se distrajo mirando la gente que pasaba. “Era un juego que había ideado cuando niño”, dijo luego Miguel, “yo veía a la gente a la cara e intentaba adivinar cómo eran ellos y qué les preocupaba o les alegraba, según la expresión que llevasen. Cuando estuve en el liceo me sentí decepcionado, pues al menos tres de mis amigos me comentaron que jugaban a lo mismo en su infancia”.

A las doce el tipo no llegó; a las doce y cuarto-doce y veinte la camioneta se estacionó a unos metros del Tercio. Miguel se ocultó tras de un vehículo y observó. El tipo se bajó del automóvil y Arioch apareció corriendo desde la otra esquina. El tipo comenzó a caminar hacia la entrada y en el momento en que se disponía a subir las tres gradas del acceso, Arioch (que no se había cambiado de ropa) llamó al tipo por su nombre y lo agarró por el hombro. El tipo se soltó y lo miró molesto. Arioch volvió a tomarlo, esta vez por el antebrazo. El tipo forcejeó pero era evidente que sus fuerzas no se comparaban con las del demonio, quien con la otra mano lo obligó a mirarlo de frente. El incidente llamó la atención de los circunstantes, quienes comenzaron a agruparse alrededor. Miguel aprovechó para acercarse. El demonio bajó la cabeza hasta que su boca estuvo junto al oído del tipo y musitó algunas palabras. Las piernas del hombre se doblaron y cayó al piso, arrastrando consigo a Arioch. El hombre intentó arrastrarse, llorando y escupiendo baba. El demonio sacó de su pantalón un cuchillo y lo clavó en el vientre del tipo. La gente retrocedió varios pasos. Miguel vio manar la sangre y vio o creyó ver, porque no tenía control de sus sentidos, cómo se sucedieron puñaladas en manos, orejas, sexo, tráquea, hipófisis. Arioch se puso entonces de pie y con la mano derecha sacó, también del pantalón, una cola negra que hizo girar en el aire con habilidad de music hall mientras danzaba alrededor del tipo agonizante. Miguel corrió hacia cualquier lado entre vapores que palpitaban. De repente se oyó un grito poderoso: “ESTA NOCHE EN EL MISMO SITIO”.

— o —

—Aquí estoy —dijo Arioch, entrando a la habitación.

—Ajá.

—Bueno, ¿qué te pareció todo?

—Estuvo... bien.

—Como no me diste detalles procedí según mi gusto.

—Estuvo bien.

—¿Cómo te cayó la medicina?

—Bien. Es que uno se enferma y se acostumbra y luego ni se acuerda cómo era sentirse bien.

—Estuve pensando en nuestro negocio y quiero hacerte un regalo. Junta las manos con los dedos entrelazados, pero deja extendidos los índices.

—¿Así?

—Sí. Separa ahora lo más que puedas los índices y espera unos segundos.

Una chispa saltó en el vacío ubicado entre ambos dedos y acto seguido la sustituyó una llama que se extendió límpida. Miguel, asustado, separó las manos y la llama desapareció. El demonio rió.

—También te traje esto —dijo el demonio entregando a Miguel una bolsa de tela—, son cigarros, de muy buena calidad. Disfrútalos.

—Es que no fumo.

—Ah, pues el truco te servirá para sorprender en las fiestas. No, pues, luego vengo y te enseño algunas cosas más, para que te ganes la vida sin tener que hacer gran esfuerzo.

—Otra cosa...

—Dime.

—¿Por qué bailabas alrededor del tipo?

—¿Que por qué lo hacía? ¿No estaba claro? Tengo que revisar eso... Pues era para que todos se dieran cuenta que me iba a llevar su alma al infierno. Un poco de publicidad, pudiera decirse.

—...

—¿Sí?

—¿De verdad te llevaste su alma al infierno?

—¿Ahora crees? —preguntó Arioch y se fue, prometiendo volver apenas encontrase un tiempo libre.

Miguel recordó que no había preguntado al demonio qué había dicho al oído del tipo. Se hizo el firme propósito de hacerlo la próxima vez que lo viera.