Letras
Lamento en penumbra

Comparte este contenido con tus amigos

En las desesperadas noches, mi amada, sueño contigo. A veces, con los ojos despiertos y la mente dormida. A veces, con la mente despierta y los ojos dormidos. Así es que no descanso, que te veo a todas horas, aunque más realza la penumbra el resplandor cegador de tu silueta, cuya intensidad borra irremediablemente sus contornos, y, de este modo, con tanto tiempo que ha que no te veo, dudo si esta silueta tuya había de ser frágil y delicada o bien sinuosa y mullida. Pero... ¡qué más me da! Solamente el recuerdo de aquellos tus labios de jugosa milgrana avivan la llama en mi corazón, y siento el crúor recorrerme las venas con ardor incontrolable.

¡Oh, dulce azahar de terciopelo! ¡Cuán remotos y cuán próximos me parecen aquellos tiempos en que las suaves sombras arbóreas guardaban con cautela nuestros ignotos encuentros, en que la tenue claridad febea de la luna nos guiaba en nuestros secretos actos! Amada, ¿sientes lo mismo que yo? ¿Sufres del mismo deleite? ¿Gozas del mismo pesar? Quiera el cielo que, como almas gemelas que fuimos, se alíen de igual suerte nuestros sentires, a pesar de los largos años que nos separan, a pesar de los gruesos muros que nos desunen.

Cálida fue conmigo la piel de tus fríos dedos al rozarme los míos por vez postrera. Con garfas despiadadas te desgarró tu padre de mi seno, con viperinos verbos maldijo tu madre a aquélla que me engendró. Lóbrega quedó mi alcoba, y tan solitaria como su dueño. El dolor rasgó mi nombre, la fama quebró mi honor, perdí en la memoria toda noción de cuanto había sido, y sólo tú y tu sabor de miel almendrada sobrevivieron a mi hecatombe. Ahora vivo sin vivir, y sé que la muerte en modo alguno aliviarme puede.

Pero dime, fragua de amor: ¿es cierto que te hicieron casar? No creas que quiero creerlo. Descreer lo que oigo, lo intento, aunque no puedo. Hablan las gentes sobre un varón compasivo y generoso, aunque a la vez temible y fiero. Y también he escuchado cómo en su vida se ha enlazado con tantas mujeres y cómo tus progenitores pusieron tu destino en la misma senda.

Y dime de nuevo, que no deseo cansarte, mas necesito saberlo: ¿eres feliz? Pero entiéndeme bien: ¿lo eres con él? Mucho temo tu respuesta, pues, cualquiera que sea su forma, me abrirá con crueldad insaciable de puñal una grave herida de profundidad insondable. Si afirmativa fuera, mil fuegos de rabia y celos me prenderían el ánima, que pensar no podría en tu entrega a voluntad y gustosa a quien no fuera mi persona. Y aunque, como cristiano que soy, sonreír debiera y descansar tranquilo al saberte dichosa, sin desear ni por un segundo que te acecharan las sombras del desespero que a mí, espíritu errante del purgatorio, con su cruento látigo me subyugan, en el infierno mis eternos días en muerte vivir prefiriera, que en soledad tan penoso quebranto doblemente penoso se torna. Y si —la respuesta tuya, digo— negativa fuera, los surcos que las lágrimas cavarían en tu ajado rostro me destriparían las entrañas, y se me deshilacharía el alma en plegarias y rezos a tu Señor para que te liberara de tan mortíferas ataduras.

¡Ay, rocío suave del amanecer! Vetustas son ya mis heridas y, sin embargo, amargamente supuran. Sólo sienten perecedera cura cuando en imagen se me representa el calor acaramelado de tu hálito, el siseo trémulo de tus susurros, el amoroso mimo de tus manos. Quisiera compartir contigo una última complicidad nocturna para despedirme, si los hados ciertamente disponen que ya nunca habremos de estar juntos, que ni adiós decirte pude, y no creo que merecedor sea de tan inhumana porfía. ¡Oh, Dios mío! ¿Tan grande es mi agravio que no te conformas con privarme del sentido de mi existencia, sino que además te apropias de él?

Errático deambula mi futuro mientras en círculo cerrado caminan mis pasos. Desearía yo empuñar la implacable espada de mi venganza y blandirla a los cuatro vientos para herir con su terrible trueno a todos cuantos interponerse osaron, a los de repugnantes lenguas, a los de viles conciencias, a los de sangrientas manos. Sobre ellos recaería la más perniciosa de las desgracias, que, por su condición humana, el respeto por otra vía imponer no se les puede. Mas aprieto el puño y flota la brisa, bramo mi duelo y no saco ni aliento, me abalanzo contra tu excelsa morada y en el vacío me desvanezco. Invocar he intentado el sostén de mis semejantes, pero ellos, que han olvidado el tormento que los remueve, sollozan impasibles ante el mal ajeno.

Cuéntame, mansa cordera: ¿han pasado horas, días o años? Me he extraviado en esta bochornosa bruma que ciega mi percepción del tiempo. Si tú te escapases, si tú quisieras y lograras hallarme, guiarías por seguro cauce las arremolinadas aguas de mi río. Mas tal vez significaría esto para ti un fin funesto, ¡y entonces me revolvería como gato rabioso enredado en ovillo de espinos!

El tañer de las campanas me abruma, fresca lluvia de abril. Repican en mi cerebro y me aturde su metálico eco. Su golpeteo incisivo me trae a la mente tu cautiverio y mi entierro. Ahora, fiel esposa ataviada de negro, tus cobrizos cabellos ya no reflejan la luz del sol, confinados como están en su ceñida toca. Las yemas de tus dedos recorren cuentas perpetuamente. Tu voz resuena únicamente al elevar a tu Señor los sagrados cánticos. Y mi lamento sólo se escucha entre las lápidas de los muertos.