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La cacería de Almenara

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Necesariamente algo no tiene que ocurrir para que lo recordemos.
¿Todo pasado no es acaso una suposición?

Sufrí el calor y la decadencia de La Habana, crucé las llanuras inmensas y secas de Camagüey, y llegué a Holguín. La ciudad había quedado sin un solo automóvil. Unos caballos macilentos tiraban de carretones donde gente chorreando sudor se trasladaba. A veces los caballos morían de hambre y el cielo se llenaba de buitres. Estuve encerrado dos o tres días en el cuarto de mi abuelo Emiliano. En la penumbra, mirando sus viejos relojes de péndulo, recordé las historias que me hizo de niño. Inolvidables, llenas de brujas, de duendes, de demonios, de locos poseídos, y de muertos escapados de las tumbas que él aseguraba ver con la mayor naturalidad del mundo. Quizás fue hidromante, pues algunas veces me habló de sus adivinaciones mirando la corriente de los ríos o vasos de agua. Realmente me inició en esa magia peculiar de creer que el mundo es algo más de lo que vemos. Y ahora yo había vuelto a intentar recuperar esas historias que él trajo de Galicia, y que se expandieron junto con otros inmigrantes en los campos que rodean la ciudad donde nací.

Salí al amanecer hacia Sao Arriba. A esa hora el polvo estaba silencioso y las pequeñas casas vecinas cerradas. No quería saludar a los que cuando eran niños jugaron conmigo; hombres ahora, dos décadas de hambre que yo no pasé les habían dado un aspecto de ancianos, o de dementes que se acercan a ver esa cosa tan rara que somos las personas bien alimentadas. Pronto estuve en pleno campo, el camino tenía esa apariencia de ceniza aplanada que conocía desde mi niñez. Separadas por mayales, o por hileras de cactus lechosos, las casitas, con techo de hojas de palma, se alzaban sobre una tierra rojiza. Algunas puertas empezaban a abrirse con chirrido de bisagras oxidadas. De adentro salía olor a café, a oscuridad, y unas voces que me daban los buenos días. “Buenos días”, contestaba yo, sin saber a quién saludaba, y continuaba.

Vi una casa de madera podrida, sin techo, muchas de las tablas habían caído. Supuse que allí seguían viviendo mis primas. Una de ellas nació con un retraso mental severo y babeaba todo el tiempo; otra no podía realizar más que trabajos manuales. Tuvo varios hijos y nunca se supo la identidad de los padres. La tercera, la menor, pudo estudiar una licenciatura en pedagogía, pero en el país se acabaron los medios de transporte y la mandaron a su casa con goce de un sueldo (ridículo y simbólico por lo escaso), pues no había manera de que llegara desde el campo a la guardería donde trabajaba. Recordé cómo corríamos y jugábamos en los callejones que rodean mi casa. Hacía más de veinte años que no las veía. La tristeza me llenó. Hubiera querido llegar a aquella casa y saludar, pero temía ver a mi propia sangre corriendo dentro de espantajos y de guiñapos.

Seguí caminando. No me cruzaba con nadie a pesar de que ya eran las diez de la mañana y los campesinos se levantan temprano a labrar las tierras y cuidar los animales. Y entonces me di cuenta de algo insólito. En todo el campo no había nada cultivado, ni se oían chillidos de puercos, ruidos de gallinas, de vacas o de ovejas. Sobre grandes extensiones de tierra seca sólo se levantaban palmas o maniguas silvestres. Algunos esqueletos de animales domésticos estaban apilados junto a una piedra. Sobresalía la gran cabeza de un toro con sus astas puntiagudas. Pero eran viejos, pues ni siquiera los buitres los visitaban. ¿De qué vivía aquella gente? ¿Había gente? Sí. Desde el interior de sus casas me habían dado los buenos días, aunque nunca le vi la cara a ninguno.

Llegué frente a las tierras que fueron de la familia Vilariño. El sol del mediodía me hacía sudar. Mi camisa estaba empapada. Tenía sed, el polvo cubría mi cara, mis antebrazos, mis manos. Me senté en una piedra. En la mochila llevaba una diminuta cámara de video portátil para grabar a la gente contando leyendas. Hasta ahora no encontraba nada de eso, pero la prendí para tener una constancia del ruido del viento arrastrando el polvo, de la tierra moribunda, de las maniguas espinosas y de las palmas altísimas y mudas.

A través del lente vi que un hombre se acercaba en una bicicleta. Era rubio y flaco, tenía ese color dorado cenizo de los altares viejos propio de las pieles expuestas durante años y años al sol tropical. El pelo quemado por tanto calor caía en mechones sudorosos sobre sus ojos azules. “Hola, primo. ¿Qué haces por acá?”. Reconocí por la voz a mi primo Pepito. Según las últimas cartas de mi madre seguía siendo un solterón a sus cincuenta años. “Pues... aquí, ya ves”, le dije. Una respuesta típica de los que son sorprendidos por alguien a quien no tienen nada qué decirle. Pero no, qué equivocado estaba. ¿Acaso no había venido en busca de los rastros de mis antepasados en Cuba? ¿Quién mejor que Pepito Alganeira, descendiente de gallegos como yo? Me levanté de la piedra y lo abracé. Apestaba a sudor rancio. “Oye, me está matando la sed”. “Vamos al pozo de los Vilariño, porque ya estás muy lejos de cualquier casa”. Se desmontó de la bicicleta, la llevó de la mano, y cruzó el mayal que limitaba la propiedad. Su camisa era viejísima, casi transparente por el uso, los hilos amarillos que componían la tela se hubieran podido contar. También sus costillas, tan flaco estaba. Sentí compasión por mi primo y dejé de grabarlo. Guardé la cámara. Poco a poco la hierba reseca se fue convirtiendo en arbustos, luego aparecieron los árboles, el frescor me inundó. Llegamos a un brocal cuadrado, hecho de piedras toscas, pegadas entre sí con cal quizás a finales del siglo XIX o principios del XX. Nunca amé tanto al agua como en ese momento. Como era muy clara penetré con la vista hasta tres o cuatro metros. Se veían troncos cubiertos de limo que desplegaban sus manos como las de un viejo que siempre ha vivido sumergido. Nadaban peces grises con espinas en la boca. ¿Cómo habrían llegado hasta allí? ¿Nadando por los ríos subterráneos o alguien los había echado? “¿No vas a tomar agua?”, me preguntó Pepito Alganeira. Puse los labios en el agua, estaba fría, deliciosa. Sorbí mucha, probablemente un litro. Él también bebió.

Emprendimos el retorno al camino. “¿Y los Vilariño?”, le pregunté. “Se fueron o se murieron. La casa se cayó”. “¿Se fueron a Estados Unidos?”. “Creo que sí. Casi todos se han ido por aquí o se han muerto”. Iba a preguntarle por qué él no se había ido también, pero sentí vergüenza. Mi primo seguía apegado a la tierra que escogieron nuestros ancestros, moriría o viviría con ella, yo en cambio me había ido a México. A pesar de su extrema pobreza se comportaba con dignidad. Apenas uno llegaba a Cuba todos pedían algo, desde un dólar, veinte, un chicle, un caramelo, ropa usada, pero él no hablaba de sus carencias y se veía que tenía muchas. “¿A dónde vas?”, me preguntó mientras montaba nuevamente en su bicicleta. “Vine a grabar tradiciones de Galicia, alguna leyenda, alguna magia, ya sabes, todo aquello que nos contaba el abuelo. Quiero escribir un libro. Siento nostalgia, nadie habla de nosotros”. “Ah, ve a casa de Meiga Menciñeiro, creo que es la vieja que más sabe de eso”. “¿Y tú? ¿Por qué no empiezo mi documental contigo. Te has pasado la vida entre ellos, desciendes de ellos, debes de saber mucho”. “Ahora no, ando trabajando, soy inspector escolar. Adiós”. Pedaleó en su bicicleta y empezó a alejarse. “¿Cómo llegó a casa de Meiga Menciñeiro?”. “Después de cruzar el río coge por un trillo al lado de un farallón”. Quise preguntar más, pero ya estaba distante, pedaleaba con toda la furia de sus escasas fuerzas. “Inspector escolar”, murmuré, ¿pero quien irá a las escuelas? Él mismo me dijo que casi todas las familias se fueron. Además, yo no había visto ni un solo centro escolar en todo el camino.

El agua me había reanimado, tenía un sabor ligeramente salobre, o mineral, alguna sustancia de lo más profundo de la tierra deliciosa al paladar. Caminé con más ahínco, decidido a entrevistar a Meiga Menciñeiro. Llegué a un recodo donde la tierra se hacía un poco pantanosa y había huellas de herraduras de caballo. Era un sitio penumbroso debido a la sombra de enormes cedros. A partir de ahí, recordé, comenzaba la zona El Almirante, fundada por mi tatarabuelo materno. Era su hacienda. Hoy sólo queda el nombre. Abundan los árboles y las hileras de palmas reales a lo largo del camino. Caía la tarde. Miré las palmas, tan altas, el árbol más alto de Cuba, con sus troncos grises, perfectamente cilíndricos, y allá arriba, como nostálgicas por estar tan lejos de la tierra y batidas constantemente por el viento, las pencas verdes en forma de penacho. Sólo se oía el ruido de pájaros invisibles. Los grillos empezaban a sonar. Seres diminutos se deslizaban entre los matorrales a uno y otro lado. Ratones de campo, lagartijas, algún perro jíbaro, supuse, pues no hay ningún animal grande ni peligroso en la isla. El río que mencionó Pepito Alganeira no aparecía por ningún lado. Lo conocía, en algún momento de mi infancia lo había cruzado, pero ahora no podía precisar si me faltaba mucho o poco para llegar. Esa calma que acompaña al atardecer campesino, bañada de un sol puro, de un aire fresco, de miles de sonidos de animalitos que despiertan entre las hierbas, de lechuzas y murciélagos que abren los ojos para empezar su vida de vuelos silenciosos, de serpientes constrictoras, “majás”, que se desenrollan... Toda esa diminuta algarabía me rodeaba, me llenaba de una lasitud, de deseos de no seguir adelante. Además pronto sería noche cerrada. Debía hallar un lugar donde refugiarme hasta el próximo amanecer.

Creí ver entre dos palmas, casi tapada por una enredadera que caía del techo, una puerta. Me aproximé, estaba a unos dos metros, y me dije que la vista me había engañado. Allí no había ni siquiera los restos de una casa. Pasé de largo, pero desde el fondo del camino me alcanzaba la noche. Retrocedí. Oía mis pasos levantando leves nubes de polvo, chocando con guijarros. Volví a ver la puerta, exactamente entre las dos palmas, bajo la enredadera, incluso, una parte del techo de guano sobresalía. ¿Sería otra? ¿Sería la misma? La puerta se había esfumado otra vez. Metí las manos entre las enredaderas y al revolverlas surgió el cuadrado perfecto con marcos de madera podrida. Me llegó un olor a colchón húmedo, a ropas viejas, a zapatos agobiados de musgo y limo. Entré a la penumbra. Era una choza cuadrada, al parecer nadie vivía allí. Había una cama de hierro, un colchón roto y un baúl de madera. Según mi abuelo a los trastos les gusta dormir todo el día entre la ropa mullida que se guarda en los arcones y de noche salen a divertirse. Desde entonces abrí todos los arcones en busca de esos duendes, y no resistí la tentación de abrir el que tenía frente a mí. Sólo camisas viejas y sucias. Cerré el arcón, y decidí pasar la noche allí. ¿Pero con qué me alumbraría? Si prendía el foco de mi cámara al día siguiente no tendría pilas para grabar nada. Dormiría a oscuras. Me acosté sobre el colchón. Ahora el techo, sostenido por cujes, mostraba su entramado de finas hojas de palma, telas de arañas, murciélagos que colgaban de sus patas en gran cantidad, agujeros por los que entraba una llama naranja y sin calor: último aliento del día que se iba poniendo gris hasta desaparecer. Los murciélagos desprendían sus patitas y volaban hacia fuera. Conjeturé que al día siguiente Meiga Menciñeiro me invitaría a desayunar, y con esa esperanza me dormí.

Me despertó un ruido suave. Aún no amanecía. Era como si estrujaran ropa, o la doblaran y la volvieran a acomodar. Luego sonó un trapo pegándole a la pared. Prendí la luz de la cámara, la moví con lentitud, con miedo de ver algo inusitado. El arcón estaba abierto y la ropa desparramada en el suelo. Quise pensar en un golpe de viento, pero eran maderas muy pesadas, se necesitaban dos manos fuertes para abrirlo. Algo se movió afuera. Primero parecieron pasos, luego saltos de rana. Me obligué a pensar que algún campesino quería hacerme una broma pesada. ¿Cuál campesino? En varios kilómetros a la redonda no vivía nadie. ¿Y si esa era la casa de alguien y su dueño había regresado durante la madrugada? Sentí un fuerte golpe en la cabeza. Casi pierdo el aliento y la cámara cayó al suelo. Me habían arrojado un objeto. Mi pie tropezó contra él y lo lanzó sin querer ante la cámara: un zapato viejo. “¡Oiga, oiga, no se enoje, no se ponga bravo! ¡Ya me voy de su casa!”, grité. Hubo una risa, pero no de una garganta humana. Una vez más recordé las explicaciones de mi abuelo. Durante la noche “se ponen a trastear”. Aquello parecía un trasto. Me agaché y tomé mi cámara, a pesar del miedo sabía que si lograba filmar sería un acontecimiento mundial. Pero la luz sólo me mostró una choza vacía. Del arcón voló un cinto y me pegó en la cara, de una esquina saltó un zapato viejo y casi me arranca la frente. Seguía la risa. El trasto estaba enfurecido o quizás sólo se divertía. Huí de la casucha. Se levantaban las piedras y me pegaban en todo el cuerpo. Decían los viejos que a estos seres se les puede hablar y llegar a ciertos acuerdos con ellos. “Soy Jorge Alganeira. Te pido perdón. Siempre me han gustado los trastos”. Cesó la lluvia de piedras. Volví a escuchar el canto de los grillos. Debía seguir hablándole. Hacerme su amigo. “¿Y tú cómo te llamas?”. “Soy el trasto Guranza”. Para definir su voz es necesario imaginar a un sapo al que le han instalado cuerdas vocales humanas, pero su lengua sigue siendo babosa, larga y retráctil. “Ya me voy, Guranza, pasaré el resto de la noche en el campo, no quiero quitarte la cama”. “No duermo en la cama, duermo en el baúl”. “Bueno, pero de todas maneras me voy, debo llegar a la casa de Meiga Menciñeiro”. Oí unos pasos en la hierba, las estrellas que podía ver desde mi posición se opacaron. Era una silueta encapuchada, totalmente negra, no se le veía ni un rasgo, no rebasaba en altura mi pecho. Habló con su voz de sapo amaestrado. “No puedes ir a la casa de Meiga Menciñeiro. No hay comunicación entre el mundo sobrenatural y el natural, a menos que la propia Meiga lo quiera, pero como no te conoce nunca lo querrá”. “¿Y qué hago entonces?”. No hubo respuesta. Se alejaron unos pasos blandos. El ruido se apagaba. Tal vez Guranza iba hacia algún lugar lejano.

Hacía mucho frío y volví a acostarme dentro de la choza. Si ya había comprobado que no sólo eran ciertas las leyendas sobre los trastos, sino que éstos hablaban, ¿no debía regresar a la ciudad y luego a México? ¿Ir en busca de Meiga Menciñeiro no era demasiado peligroso? ¿Acaso imposible? ¿Qué probabilidades tenía de llegar? Debía de irme en ese mismo instante. Pero no me fui. Me emocionaba una y otra vez al saber que había hablado con un trasto de verdad. Era algo maravilloso. Inusitado. Decidí proseguir la búsqueda de Meiga Menciñeiro. Pepito Alganeira nunca dijo que estaba muerta. Pero, y él... ¿estaría vivo? ¿No era demasiado absurdo que hablara de su trabajo de inspector escolar cuando no había ninguna escuela en varias leguas a la redonda? Claro, Guranza, al decir “mundo sobrenatural”, pudo haberse referido al mundo de la hechicería en el que seguro vivía Meiga y no a la muerte, me dije para tranquilizarme.

Busqué acomodo en el viejo colchón e intenté calmar mi ansiedad. Ya casi respiraba pausadamente cuando escuché unos ruidos. Provenían del arcón. Alguien bostezaba adentro, o quizás muchos bostezaban adentro, pues los tonos y timbres eran más de quince por lo menos. De aquel espacio tan chico empezaron a salir figuras deformes que reían a carcajadas. Corrieron hacia el camino y bajo el resplandor lunar bailaron cogidos de las manos y cantaban: “Somos los cachivaches, baches, baches, baches hacemos en los caminos los cachivaches”. Sacaron unas palas y unos picos de sus ropas, cavaron y cavaron. La tierra saltaba en todas direcciones. Entonces prendí mi cámara, si se me había escapado el trasto, no dejaría de grabar a estos duendes cachivaches, pero en cuanto los enfoqué se dieron cuenta y me lanzaron una de sus palas. Destrozó la cámara de video y me hizo una herida en el hombro. Los cachivaches dejaron de bailar y corrieron hacia mí con sus picos y palas en alto. Si huía por el camino me alcanzarían en pocas zancadas, así que me metí entre la manigua y los matorrales. Aquello era un lodazal inmenso que las plantas ocultaban. Chapoteando y dando brincos avancé sin un rumbo definido. Sentía las palas y los picos rompiendo ramas detrás de mí. Intenté hablarles. “Amigos, amigos, no me hagan nada, no tengo malas intenciones. Hace un rato hablé con Guranza, él no me dañó”. “Sí tienes malas intenciones, sí las tienes, nos querías grabar para vender la película, eres un merolico de baja estofa”. Sus voces me parecieron de cotorras agripadas y con ronquera. “¡Merolico de baja estofa!”, volvieron a gritarme y se enlazaron de las manos para bailar y cantar. “Merolico de baja estofa, tofa; tofa en los baches te darán los cachivaches”. Esto me permitió adelantar entre los matorrales y el fango. Sentía mi rostro rajado por las espinas y mis manos excoriadas. Pensé que se quedarían danzando, pero no, pronto volvieron a la persecución. Las palas y picos volaban sobre mi pelo cuando ellos las esgrimían. Ya casi no podía respirar, tropecé y caí de bruces sobre el suelo pantanoso. Me tapé la cabeza en un acto reflejo de defensa. Pero no sentí ningún golpe, las voces dejaron de amenazar. Unos pájaros piaron. Levanté los ojos y vi que el sol naranja empezaba a salir. Detrás de mí había un montón de cachivaches viejos: sillas rotas, escobas, mesas carcomidas, tablas de planchar, picos y palas. Me había salvado el amanecer, al parecer el sol transformaba a estas criaturas en cachivaches normales, inmóviles e inofensivos.

Con pocas fuerzas dejé atrás aquellas cosas y chapoteé hacía donde veía que la maleza era menos tupida. El aire de la aurora me refrescaba la cara y me secaba la sangre. Estaba hambriento y tenía sed. El encuentro con mi primo Pepito Alganeira me parecía tan lejano como si hubieran transcurrido meses. Empecé a temer que yo nunca podría salir de aquella desolación. Quizás mi abuelo conocía formas de vivir sin peligro entre aquellos seres, pero nunca me las transmitió. Contó historias sobre ellos, yo las tomé como cuentos infantiles y no indagué cómo uno se protege de un cachivache.

Ahora el suelo era firme, en lugar de manigua había hierbas bajas, vi un camino. Ignoraba si era el mismo u otro. Estaba indeciso sobre el rumbo a tomar cuando me di cuenta de que una vieja harapienta, apoyada en una vara rugosa como de dos metros de largo, avanzaba lentamente. Al pasar frente a mí me pidió ayuda. Aquello retrasaría aun más mi encuentro con Meiga Menciñeiro, pero no podía negarle la misericordia a una anciana. Me dio un saco que cargaba en su espalda, estaba lleno de ropa andrajosa y pestilente. Adapté mis pasos a su lentitud. Llevaba un pañuelo gris atado a la cabeza, de abajo de él salían desordenadas las crenchas canosas que le llegaban hasta la cintura, llenas de zarzas, de hojas secas, de musgos, de cagadas de pájaros y hasta de insectos muertos, como si hubiera dormido por muchos días en medio de los montes. Una raída capa la cubría desde los hombros hasta los pies. Usaba un vestido que quizás fue verde, pero ahora, entre remiendos de otros colores y mugre, era casi imposible distinguir su color. Andaba descalza y los dedos de sus pies eran grandes, de uñas gruesas y largas, negras como cascos de caballo. En realidad sus callos eran más fuertes que cualquier suela de zapato. Sus ojos eran azules y los labios se sumían en unas encías sin dientes. Cada paso iba precedido por un golpe de vara en el suelo. Arriba se escuchaba un graznido y un cuervo negro descendía planeando para luego volver a subir. Dio tres golpes fuertes, se levantaron nubes de polvo y el ave se posó en el extremo superior de su vara. La anciana se volvió hacia mí. “¿Qué haces por aquí, Jorge Alganeira?”, no atiné qué responderle. El hecho de que supiera mi nombre me dejó como a un niño que cree haber preparado muy bien su escondite pero la madre lo ha estado observando todo el tiempo. “Son lugares peligrosos, Alganeira. Están llenos de trastos, cachivaches y andrajos. Si no fuera por mí esos que llevas en el saco ya te hubieran arrancado los brazos y las piernas”. El cuervo abandonó el bastón y nos sobrevoló a ambos. Sus círculos, sus graznidos, la visión fugaz de sus alas negras y sus garras apretando el aire, tenían el poder de hacerme sentir que había cruzado alguna frontera dentro de mi propio país, un límite que no estaba marcado en ningún mapa. “¿Cómo sabe que soy Jorge Alganeira?”. “Me lo dijo Pepito Alganeira hace unos momentos”. Y esto me extrañó más, pues no había la más remota posibilidad de que en aquel lugar hubiera niños o escuelas.

El cuervo se nos había adelantado mucho, ahora doblaba por un recodo del camino y unos algarrobos taparon su negro aletear. “Estoy buscando la casa de Meiga Menciñeiro”. “Meiga Menciñeiro no tiene casa, y a la vez todo es su casa”. “Cómo lo sabe”. “Yo soy Meiga Menciñeiro”. “Ahhh...”. “Me dijo Pepito Alganeira que querías preguntarme cosas de Galicia”. “Sí”, le dije titubeando, pues de pronto me pareció desconsiderado someter a un interrogatorio a aquella anciana paupérrima. Meiga continuó caminando, sin volver a tocar el tema. El camino empezaba a estrecharse, las ceibas, los algarrobos, los júcaros, las palmas, las zarzas y las enredaderas nos cercaban dejándonos tan sólo un flaco sendero por el que caminábamos en fila india. Volví a escuchar el graznido del cuervo, muy alto en el cielo ahora.

El trillo concluyó en un refugio bajo una gran laja de piedra que sobresalía de un farallón. Allí había una cama con un colchón viejo, un horno de carbón, algunas ollas, un baúl, y unos garabatos de los que usaban los campesinos para sacar hierbas malas y matorrales de la tierra. Por una escalera de hierro se descendía a un sepulcro cavado en el suelo rocoso. En el fondo había un ataúd. El recinto olía a musgos y a plantas trepadoras, a flores y a carbón. Algunos tizones humeaban. El cuervo entró volando y se poso en el bastón de Meiga Menciñeiro. “Tira el saco de los andrajos donde quieras”, me dijo. Lo lancé hacia lo más profundo de la cueva, pero no se quedó quieto. De adentro salieron abrigos viejos, medias rotas, zapatos descosidos, camisas, calzoncillos. Todos parchados, pero todos vivos. Las arrugas adoptaban formas de narices, los botones de ojos, las rasgaduras de bocas y orejas. Brincaban y bailaban. “Babau, Rial, Eira, Eiriz, Esmorede, Barral, Rodil, Carballosa, quietos todos, a dormir, andrajos”, les ordenó la anciana y los andrajos cayeron al suelo respirando tranquilamente. “Y usted”, dijo mirándome fijamente, “baje a ese ataúd y descanse”. “No quiero descansar”, le dije. “Vine a buscarla a usted, a que me contara las tradiciones que quedan de los gallegos en esta isla”. “¿No recuerda que ya hablamos? ¿Que ya le conté todo?”. “No, no recuerdo nada”. “Da lo mismo, señor Alganeira, baje a su ataúd y ciérrelo bien, pronto oscurecerá y por este camino pasa Almenara cuando sale de cacería”. “Almenara, Almenara... ¿Quién es Almenara?”. “Veo que no recuerda nada, pero usted pasará por un gran sufrimiento si ella lo ve. Baje al ataúd”. Me quedé estupefacto, la anciana en su chochez me confundía con otra persona. No quise contradecirla, sus confusiones eran propias de la senectud. Le hablé con dulzura. “Déjeme estar sentado un rato aquí”. Se encogió de hombros y caminó hacia los garabatos. “Vamos, vamos, es hora de comer”, les susurró y los palos, con puntas como anzuelos filosos, comenzaron a brincar, salieron a la maleza y arrancaron hierbas. Daba ternura ver a Meiga pastoreando a los garabatos, que se llamaban Barcala, Queirón, Vilar y Quemaidelos. Sin embargo, en mi mente se repetía el nombre de Almenara. Almenara... Almenara... Y venía el vago recuerdo de un beso en unos labios y una lengua ardiente, o quizás el deseo de besar una boca tan jugosa y tibia. ¿De quién fue aquella boca y por qué estaba en mi mente?

“Por varias cosas”. Me sorprendió el regreso de Meiga Menciñeiro. “Es lo que siempre has deseado, algo no tiene que ocurrir para que lo recordemos”. “¿Sólo por eso?”. “No, por muchas cosas más, pero no las diré. Vas a esperar el paso de Almenara, por lo tanto no viene a cuenta que te diga nada”. La vieja me dio la espalda, colocó a los garabatos junto a la pared, con un movimiento de la mano inmovilizó a los andrajos, y luego caminó respirando con trabajo hacia su vieja cama. Se acostó boca arriba, extendió la vara entre su barbilla y sus pies, y sobre ella cruzó las manos. El cuervo voló hasta su cabellera canosa y escondió la cabeza. Al rato ambos roncaban. El sol terminó de ponerse y vi un amasijo de sombras, de oscuridades y de brillos en la manigua y en las palmas. Una luna en cuarto creciente les daba un terrible aspecto de abandono. No se puede contemplar una palma real por largo rato sin sentir una gran tristeza y entender que es el símbolo más solitario de una isla, aislada, sola.

Si en Cuba el día es luminoso hasta casi cegarnos, la noche nos potencia la mirada y parece que entre las malezas vuelven a relampaguear los miles de indios asesinados por españoles que aplicaron un exterminio casi total. A los quejidos de sus antiguos espíritus se unen los gritos de los nuevos espíritus, los que vinieron con los campesinos de Islas Canarias, de Asturias, de Galicia. Las almas sin aliento que se mueven entre las malezas, los perros jíbaros, sus aullidos. Y los escuché, lejos todavía. Ladrando con furia. Con esa esencia que tienen los depredadores que únicamente se relaciona con morder, destrozar, deglutir, gozar la sangre sin que los perturbe ninguna ética, ningún razonamiento. Es ahí donde matar no es pecado, porque entre los canes no hay palabras y no puedan designar el mal o el bien. No hablaban, sólo venían avanzando y aullando por el trillo que conduce al refugio de Meiga Menciñeiro. Se escuchó el galope de un caballo, gritos de una mujer que azuzaba a la jauría. Los picaba con odio, con ferocidad, con espuma hirviente en la sangre. Corrí hasta la cama de Meiga Menciñeiro, intenté despertarla, pero ni ella ni el cuervo respondían a los más rudos empujones. Me volví a los andrajos, les imploré ayuda. No movieron siquiera un hilo. Reflejaban la ruina de todas las cosas, la caída de las esperanzas, del auxilio, de la piedad. Todo eso convertido en abrigos, camisas, pantalones... Sucios, desgarrados, remendados.

Los ladridos entraron como flechas en mis oídos, los cascos hacían temblar la tierra. “Barcala, Queirón, ayúdenme...”, musité a los garabatos, y mis manos se aferraron a ellos: palos secos y muertos. Ya estaba frente a mí el caballo. Cargaba una enorme llama roja de la que salían dos pies con garras negras y una voz de mujer enfurecida. “Todas las noches salgo del infierno a cazarte, Alganeira, y por fin te encuentro”. Sobre mi rostro se precipitaban los colmillos y las encías sangrantes de los perros. “¡No lo toquen!”, gritó la mujer. Se retiraron hasta la entrada de la cueva. Las llamas seguían ardiendo sobre el caballo, tocaban las rocas más altas, pero el animal no se quemaba. Algunas lenguas de fuego empezaron a parecerse a cabellos entre rubios y rojizos agitados por el viento de la noche. Distinguí ojos de mujer de iris rojo, algo así como tizones encajados en la carne, bajo pestañas delicadas, la nariz recta, y unos labios rojos como las rosas, sensuales, amarrados por una malla hecha de púas que hacía que cada vez que ella hablaba sangraran, pero volvían a sanarse. “¿Pensaste que Almenara nunca te daría caza, Jorge Alganeira? Esta noche me darás los abrazos, los besos, las caricias, todo lo que me prometiste y no me pagaste”. Almenara. Ahora sí creía haberla conocido, no se trataba de la vaga sensación del atardecer. Pero complacerla carbonizaría mi carne, desgarraría mis labios. Ella era una llama infernal que me pedía amor. Debía huir, pasé por entre las patas del caballo, subí a lo alto del farallón y me lance al cauce de un río. Podría haberme matado, pero era de aguas profundas, y después de la inmersión volví a subir a la superficie. Escupí sobre la corriente. Corría el agua bajo la luna en raudales y remolinos que parecían trenzas y peinetas plateadas de mujer. Me arrastraba río abajo, era difícil mantenerme flotando. Oí un borboteo de agua hirviendo. Seguramente Almenara cabalgaba sobre el río. No quise mirar hacía atrás, su aspecto no me daba miedo, pero si me provocaba la sensación de un juguete que uno amó mucho, jugo con él hasta en los sueños, y luego lo tiró en cualquier rincón. Nos da miedo mirar ese juguete. En él queda sedimentada una parte de nuestro ser, o más bien lo que fuimos y ya no somos. Nosotros mismos somos el extraño que nos llama. El extraño tiene la fuerza que le dimos y a esa fuerza le tememos, no hay valor para dialogar con ella. Así me pasaba con Almenara. Me provocó la sensación de la mujer que alguna vez uno tiró en un rincón, pero que no tenemos fuerzas para mirar, porque las promesas de amor que se le hicieron continúan adheridas a su cuerpo, enterradas en su mente, lacerantes en sus ojos, y podrían explotarnos en pedazos.

El río entró en una zona turbulenta, en ambas orillas se levantaban altas rocas y farallones coronados de bosques y de manigua. Los remolinos me enviaban al fondo, abría mis ojos bajo el agua y sólo estaba rodeado por las tinieblas líquidas, donde no podía verme ni una mano y sentía el temor al infinito. Volvía a hacer otro esfuerzo y salía a la superficie. Seguía el borboteo de agua hirviente y el chapoteo de perros corriendo. Después de una curva el torrente se amansó en una ancha laguna. Dependía de mis brazos para seguir huyendo. Se acercaban a mí. El caballo coceó mi espalda, casi me rompe la espina dorsal. Me detuve y empecé a volverme. Sabía que al ver a Almenara me sobrecogería esa tristeza que emana de las cosas que hemos abandonado, y que no es más que nuestros propios ojos mirándonos desde otro lugar del tiempo. El caballo se encabritó. El reflejo de Almenara en el río semejaba un amanecer líquido, estigmatizado por rojos sangrientos, naranjas filosos, amarillos que se volvían contra mis ojos desde un resplandor que nada tenía que ver con la plenitud del conocimiento, sino con la nostalgia y el miedo.

Los perros corrían sobre la flor de fluidos pétalos sacando sus lenguas de baba hirviente. Me rodeó la jauría. Almenara habló desde las llamas. “Cada noche tengo que salir de cacería en busca de tus besos. Esa es mi condena en el mundo de los muertos. Besa mi boca y así podré descansar”. Continuaba saliendo lumbre de su cuerpo, el caballo respiraba humo y éste se expandió como una niebla sofocante. Sólo me permitía ver el rostro de Almenara. Ahora más nítido, muy bello. El agua empezaba a calentarse. Quizás pronto me cocinaría en aquella olla gigantesca y luminosa. ¿De que hablaba Almenara? ¿Alguna vez tuve una relación de amor con ella? Tal vez, si no no me provocaría ese malestar de conciencia. Los perros me lamían, el humo me impedía ver sus cuerpos. Salían los hocicos negros proyectando lenguas rojas, como si fueran pájaros que pueden sostenerse por sí mismos en el aire. “Perdóname por haberte abandonado, pero no puedo besarte, moriría incendiado”, le grité a Almenara. El viento de la madrugada empezó a soplar, las llamas se avivaron en su cuerpo. Saltó del caballo. Vi su rostro rodeado de serpientes de fuego acercarse a mí. “Te lo ruego, bésame”, y sus labios se desgarraron contra la malla espinosa que los cubría. La sangre cayó sobre mis ojos y me sumergí prefiriendo morir ahogado a morir quemado. El fondo del río era fangoso. Aquella oscuridad líquida destelló cuando Almenara se hundió en ella y sus llamas no se apagaron. Escapé a la superficie, pero una de sus manos acertó a asirme por el tobillo. Hubo ruido de burbujas de piel estallando en el agua. El día tocaba ya las copas de los árboles con débiles luces. Los perros amarillos se hundieron. El caballo se encabritó y comenzó a sumergirse mientras gritaba: “¡No salgas, Almenara! ¡Ya llega el día!”.

Nadé hasta la ribera y me tiré sobre la arena negruzca. En mi tobillo habían quedado las marcas de los dedos de Almenara. Estaban en carne viva y me ardían. Pero el dolor se mezclaba con una somnolencia y un cansancio enormes. Venían a mi mente sentimientos que había experimentado, pero no sabía hacia quién. Me veía cerrando una puerta y detrás de mí, sin cama, tirada en un colchón, una mujer a la que se le desbarataba la vida, pero que por cansancio o soberbia, o demasiada tristeza, no me pedía que me quedara. Únicamente decía que se sentía enferma, que la desnudara y le revisara su cuerpo. Yo me dije que aunque se estuviera muriendo me iría y no tendría ninguna compasión. Cerré la puerta de un golpe y la dejé atrás pensando que me había convertido en un hombre nuevo con el corazón de hierro. Pero los corazones de hierro se oxidan y se desmoronan. Así de disperso, así de dividido en granos, granos frágiles ante cualquier golpe de viento, así me sentía. Mis sentimientos de culpa por haber abandonado a una mujer que me amaba estaban conectados de alguna manera con Almenara. Dios mío, qué terrible su destino: tener que cabalgar cada noche en busca del beso de despedida que el hombre que la abandonó no le dio o ella no se lo pidió.

Pensé en regresar al refugio de Meiga Menciñeiro, pero aquel óxido hecho polvo en que me había convertido, no tenía temperancia para hacer cosas prudentes. Me metí al río, nadé hasta el lugar en que se habían hundido los perros, el caballo y Almenara, y me sumergí. Además de fango, el fondo estaba lleno de troncos y ramas de árboles podridos, que le daba el aspecto de un bosque decrépito, momificado, lleno de malos pensamientos. Una mancha oscura signaba el paso a otro mundo. Nadé a través de ella. Me rodeaba la penumbra y millones de partículas. Larvas cuya existencia tan leve jamás perturba nuestra imaginación. Limos semejantes a los velos de las mujeres que pierden el rostro. Peces del color del fango con los ojos enfermos. Allí había una pila de huesos. Huesos de perros, de un caballo y de una mujer calcinada a medias y con una malla de alambres cortantes y mohosos sobre la boca. Me empezaba a faltar la respiración, tomé una de las manos de la mujer y subí a la superficie.

Ahora, bajo la luz del sol, los lugares y los rumbos mostraban su sonrisa. Entré a la manigua y sentí el roce de la savia ardiendo dentro de las hojas, sudando los olores a menta, a albahacas, a romerillos, a setas ocultas, a flores que yo aún no había nombrado. Fui dándole la vuelta al gran peñasco, las abejas salvajes bullían en las oquedades. Con el silbido de los insectos se mezclaba la débil respiración de los murciélagos. Iniciaban su ocaso somnoliento ahora que el mundo despertaba. Detrás de una gran ceiba encontré el trillo a casa de Meiga Menciñeiro. Varios andrajos recogían flores a la vera del sendero, me miraron con sus ojos de botones rotos. Los garabatos hurgaban en la tierra, de cuando en cuando encontraban unos sapos grandes y negros y los echaban en una jaula. Entré al refugio de Meiga, ni ella, ni su vara, ni su cuervo estaban. Vi sobre el horno de leña un cántaro de agua y unos trozos de pan reseco y desayuné.

Tenía mucho sueño. Bajé por la escalera hasta el ataúd que Meiga me había brindado. Su interior era mullido, suave. Contemplé los huesos mondos de la mano, muchas partes estaban ennegrecidas y carbonizadas, sobre todo en lo que alguna vez fue la punta de los dedos. Sin duda, aquella mujer había muerto entre las llamas, escuchando las explosiones de su piel y su sangre. Pensé en un suicidio. Al verse abandonada por el hombre que amaba se prendió fuego, y como los que deciden la hora de su muerte no pueden entrar al reino de los cielos estaba condenada a aquella cacería noche tras noche.

Puse la mano reseca sobre mi pecho, tratando de buscar en la imaginación la carne y la piel que alguna vez la cubrió. Eran bellas, manos muy bellas. Su dueña debió ser de gran hermosura. Sin embargo yo no recordaba nada de mi vida junto a Almenara, no había años almacenados en mi memoria. Todo era un edificio de suposiciones que yo empezaba a vivir como mi verdadero pasado. ¿Hay algo verdadero? ¿Todo pasado no es acaso una suposición? ¿Una búsqueda en la imaginación de las causas de los hechos? Sólo suponemos las causas, pero no hay nada que nos demuestre que las cosas ocurrieron por los motivos que imaginamos.

Me dormí y soñé con un hombre anciano, de largas barbas canosas, llevaba un cayado en las manos, estaba sobre una colina y frente a él se extendía un valle de huesos humanos secos. El hombre extendió los brazos, apuntó con el cayado hacia el Oriente y convocó a las fuerzas espirituales. Lo mismo hizo con el Occidente, el Norte y el Sur. Fluía una tormenta desde los cuatro puntos cardinales, los huesos se cubrieron de polvo, y se levantó un ejército cuya carne era la misma del desierto. Sólo una mano quedó separada de los cuerpos. Era como un trozo de barro amarillo articulado, de yemas rugosas que me acariciaban el pecho. La piel áspera y caliente intentaba tocar con delicadeza, como si estuviera consciente de su falta de capacidades para la ternura. En el dedo anular tenía un anillo de compromiso. Yo portaba uno similar. La mano me lo tocó, hizo tintinear los dos círculos de oro. Escuché ruido de saludos y de felicitaciones, aplausos, una voz sacerdotal que proclama una unión para siempre entre un hombre y una mujer. “Per saecula saecolorum”. Repetía el sacerdote, tan alto que abrí los ojos y contemplé la mano que seguía acariciando mi pecho. Ahora no tenía la carne del desierto, sólo huesos, pellejos resecos, uñas negras. Conservaba el anillo de compromiso. No me produjo repulsión. Continué disfrutando las caricias de aquellos huesos.

En la superficie de la tierra la luz empezaba a extinguirse. Entró volando un cuervo y luego vi pasar la forma harapienta de Meiga Menciñeiro. Desde un punto donde nada tiene forma y no hay esperanzas de que exista nunca la más leve silueta, surgió el clamor de una jauría. La mano que me acariciaba se inquietó, ahora me arañaba, me sacó sangre. La retiré de mi pecho, pero se retorcía como una serpiente. Creció el clamor de los perros, también se escuchaba el galope de un caballo. La mano intentó irse a las paredes de la fosa: no la solté. Una mujer furiosa azuzaba con latigazos a sus perros. La mano cadavérica tenía una fuerza inusitada, logró asirse a la pared. Ascendía y me arrastraba. Así llegué a la superficie. Tenía ante mí a Meiga Menciñeiro. Seria. Muy seria. Sus andrajos deambulaban por la cueva con unos palos en las manos. Los garabatos cavaban trincheras. “Las andrajos y los garabatos intentarán impedir que te vayas con Almenara, pero quizás sólo lo logren una noche o dos, Jorge Alganeira. La única manera que tienes de librarte de la cacería de Almenara es destruyendo el anillo de matrimonio que ella tiene en el dedo anular. Esta es tu única oportunidad, tienes su mano, destrúyelo, toma esta hacha”. Tomé con esperanzas el arma, pero cuando volví los ojos para descargar el golpe vi que ya no era un amasijo de huesos y pellejos, tenía carne, tenía piel, los dedos eran bellos, suaves, delicados. No pude descargar el golpe sobre el anillo, cortar uno de esos miembros equivalía a desollarme poco a poco con el filo del hacha. “¡Rómpelo! ¡Almenara ya encontró tu rastro, te perseguirá a donde quiera que vayas. ¡Rompe su anillo o rompe el tuyo”. “¿Mi anillo? Yo nunca he tenido un anillo de matrimonio”, pero miré uno de mis dedos y ahí estaba el aro. Traté de sacarlo. La mano de Almenara, liberada, empezó a llamear. No salía mi anillo. Los gritos de la cazadora retumbaban. La mano llameante se levantó en el aire y me señaló a mí con un dedo de fuego. “Cortaré el anillo en mi dedo, no importa que me arranque un miembro”. Pero ahora tampoco pude descargar el hacha, no por miedo al dolor, sino por la nostalgia que me daba la joya. Sin ella era posible que Almenara me perdiera el rastro para siempre. “Unidos para siempre”, repitió el sacerdote. ¿Cómo iba a borrar el único camino que tenía Almenara para llegar a mí? Solté el hacha y me quedé a los pies de Meiga Menciñeiro. “Usted cuídeme”, le dije. “No puedo, un poder mágico te une a ella. Tú eres el único que puede romper el hechizo”. “Si, arrancándome una parte de mi carne y de mi sangre, pues el anillo no quiere salir del dedo”. “Así es”. La mano de Almenara volaba en el refugio, veía yo cómo su piel rosa sufría igual que una espalda blanca puesta bajo el sol y la sal de los mares. Cuántos deseos de besarla. La perseguí, iba hacia fuera, salió, pero una hilera de andrajos y de garabatos, formados como un ejército nazi, me detuvo. Intenté trasponerlos pero sus fuerzas eran superiores a las mías. “¡Babau, Rial, Eira, Eiriz, Esmorede, Barral, Rodil, Carballosa, ya está ahí! ¡Barcala, Queirón, Vilar, Quemaidelos, garabatos, pinchen el hocico de los perros!”, gritó Meiga Menciñeiro.

Levanté la cabeza y vi a la jauría famélica, desde lo alto un fuego alumbraba sus ojos, dándoles la apariencia de metales al rojo vivo, sus patas quedaban en la oscuridad como demonios sin forma. Un gran caballo cargado de llamas se encabritó. Almenara había regresado, y con un gesto de fuego invocó a su mano la cual volvió a insertarse en el muñón sangrante. Los garabatos rechazaban a los perros hincándoles sus codos, sus dedos, y sus pies hechos de astillas filosas. Almenara volvía a pedirme el beso del descanso eterno. Otra vez sus labios se desgarraban contra la malla de acero. Me lancé hacia el caballo dispuesto a dárselo, pero cuando estaba a unos milímetros de su boca sólo vi los dientes podridos de una calavera. Sentí que me tomaban por los brazos, por la cintura, y me halaban. Los andrajos me habían sacado de la cercanía de las llamas. Me pusieron en el rincón más alejado del refugio. Veía al caballo piafar y a la mujer bellísima quemándose. Cualquiera que hubiera sido la causa por la cual yo la abandoné los resultados fueron diabólicos. Jamás tendría descanso ni redención a no ser que besara los inmundos dientes y ardiera junto con ella. Reducidos a cenizas el viento nos reintegraría al todo. Corrí hacia el caballo, fijos los ojos en el pelo rojo de Almenara. Sus labios sonreían tras la malla de púas de acero. Otra vez unas manos blandas, con textura de remiendo, me sujetaron por los brazos y me impidieron avanzar. Los garabatos habían hecho retroceder a los perros y pinchaban la panza del corcel. Cinco andrajos soplaban para avivar las llamas. Almenara gritó y emprendió la huida. Los andrajos me soltaron. Oí sus telas viejas desmadejarse en el suelo. Yo también caí. Los albores del día asomaban tras los árboles. Me sentía con la debilidad y los dolores musculares de quien ha pasado una larga noche de insomnio. Me ardían los ojos y pensaba que había abierto las puertas de una tristeza que jamás me abandonaría. Meiga Menciñeiro me contemplaba sentada en un taburete. “Sólo vine aquí”, le dije, “...en busca de algo más sencillo, leyendas de Galicia parecidas a las que me contó mi abuelo”. “Te trajo tu ignorancia. Una ignorancia es anterior a una sabiduría. Cuando adquirimos la sabiduría ya hemos cometido la ignorancia que la precede, entonces tal conocimiento no nos sirve de nada”,contestó la vieja. “O sea... ¿Saber que quiero destruirme junto con Almenara no me sirve?”. “No, con ese conocimiento sólo has aumentado el peso de tus sufrimientos”. “¿Pero qué es ella? ¿Es una leyenda o es alguien que realmente estuvo ligado a mí?”. “Una leyenda es el anzuelo dorado de una fuerza superior a nosotros, lo lanza hermoso para que piquemos, luego nos arrastra, nos saca del agua en la que nadábamos, y esa fuerza nos muestra que nuestro pequeño charco era más ficticio que aquello que llamábamos leyenda”. “Entonces Almenara siempre me persiguió”. “Si, Almenara, siempre te persiguió. Sólo que no sabía dónde estabas. Lanzaba y lanzaba el anzuelo de las leyendas hermosas hasta que picaste y te encontró”. “¿Y ahora qué hago?”. “Vete, huye, regresa al lugar donde vivías”. “No. Quisiera saber más de esa mujer”. “Sólo añadirías lingotes de plomo a tu pesar. Te dije que cuando adquirimos la sabiduría ya hemos cometido la ignorancia que la precede, entonces tal conocimiento no nos sirve de nada”. Me quedé callado, viendo al sol subir tras las palmas. Comenzaba el calor, el bullir de insectos, de hormigas y de mosquitos que trabajaban para hacerle la vida difícil a los seres de sangre caliente.

“Debes irte ahora mismo, los andrajos te llevaran hasta el trasto Guranza, él te dejará en el camino que conduce a la ciudad, allí tú sabrás retornar al lugar donde vivías”. “Vivía en el extranjero”. “Pues allí debes retornar”, sentenció Meiga Menciñeiro. “Me iré, sí, me iré, pero en algún momento tuve la esperanza de que usted me enseñaría cosas ocultas”. “Nadie, hijo”, contestó Meiga con dulzura y tristeza, “...nadie puede enseñar nada a nadie”. Golpeó con su gran cayado la tierra y los andrajos Eira y Esmorede me tomaron por los brazos. Sus dedos zurcidos me llevaron fuera de la cueva. Miré el trillo que me trajo hasta allí. La hierba reseca por las pisadas, el vaho de vapor que subía de los arbustos, los cientos de mariposas revoloteando, el escozor de las cortezas de los árboles ante el furioso sol, el sudor de los gajos y las hojas, la somnolencia de las palmas. Constituían un bálsamo que se derramó entre mis neuronas. Los andrajos me empujaron, di los primeros pasos. Muy hondo dentro de mí sabía que no quería marcharme, pero ya no tenía fuerzas para hacer mi voluntad. O tal vez no era voluntad, sino la inercia de un amor que nunca existió en mí, pero cuyo rescoldo ajeno me había cautivado. Las consecuencias que vivía junto a Almenara, ¿qué las causó? ¿Por qué me contagié de la lepra de un amor que nunca tuve cerca ni recuerdo haber tocado?

Ya nadie podía contestarme. El trillo se había convertido en camino y ni siquiera intenté sacar alguna palabra de las bocas de trapo de Eira y Esmorede, cuyos ojos de botones de abrigo estaban mal cosidos y puestos al revés. Me dejaron con Guranza. Pensé que el trasto me llevaría cerca de algún poblado. Pero me invitó a que descansara en la vieja cama de hierro. Era evidente que a Guranza no le gustaba hacer nada de día. Bajo la luz lo vi mejor. Un gran sapo bípedo, vestido con un hábito negro de fraile. La capucha protegía del sol sus ojos somnolientos. Me senté en la cama y él se metió otra vez al baúl. Al rato roncaba. Miré hacia el fondo de la choza. Estaba lleno de sillas rotas y mesas desvencijadas. Los cachivaches que cobraban vida en las tinieblas y perseguían a los forasteros como yo. Era un riesgo esperar la noche allí. No creo que Guranza me hubiera podido proteger de los cachivaches. Tomé el camino polvoriento hacia donde yo suponía que estaban las casas que vi al llegar a la zona. Miraba el anillo en mi mano, no creía poder escapar de Almenara. El círculo de oro la llevaría hasta mí aunque me escondiera en el fin del mundo. Intenté quitármelo, pero fue inútil. No podía recordar por qué lo llevaba ni cómo me lo habían puesto, pues era evidente que no correspondía al grosor de mi dedo. Quizás lo fundieron sobre mi miembro con algún método que evitaba la quemadura de la carne. Eso era tonto. Una experiencia tal tenía que haber quedado en mi memoria. Me inquietaban estos pensamientos. Me quitaban el sosiego. Es cierto que antes de aquel viaje mi vida era monótona. Vivía en un celibato sentimental, pues no sentía el menor enternecimiento por las mujeres con las que tenía sexo. Era aburrida mi aridez, pero por lo menos tranquila.

La primera casa estuvo a mi vista. Iba a anochecer. Debía pedir refugio. Era de viejas tablas de palma. Conservaba ese color gris que tienen estos árboles en el tronco reforzado por el polvillo de líquenes azules y hongos que no sabía clasificar. De su interior brotaba el ruido de un metal deslizándose sobre una piedra. Grité. “¡Señor, señora! ¡Oigan! ¡Déjenme entrar! ¡Ábranme la puerta!”. Así me desgañité varios minutos. Llegué a pensar que allí no vivía nadie. Pero me desmentía el ruido del metal sobre la piedra. Empujé la puerta y entré a una pequeña sala oscura. Olía a polvo dormido, ese que ya no conoce las voces de los niños y ha olvidado la risa hogareña. Un candil de petróleo arrojaba una luz amarilla y tímida. Tras ella crecía el ruido del metal pasando sobre una piedra. Molesto como un mosquito de acero dentro de una arteria, agobiante como los minutos que preceden a una ejecución. Caminé hasta que la llama del candil casi me quema. La cabeza canosa quedó bajo mi barbilla. Alzó la cara. No supe si la barba estaba hecha de cañones blancos muy tupidos o su piel estaba erizada de huesitos finos como agujas. Tenía los ojos hundidos entre miles de arrugas. “¿Me deja quedarme en su casa?”, le pregunté. Cesó el ruido del metal deslizándose sobre la piedra. El viejo colocó su machete en el suelo. “Quédese”, me dijo. Volvió el rostro hacia su machete. Al parecer escrutaba una y otra vez la franja brillante del filo. “¿Algún día podré cortar un cabello en el aire con este machete?”, se preguntó. Un golpe de viento abrió la puerta de par en par y apagó el candil. “Ahora ya no podré ver el cabello ni cortarlo”, se quejó el viejo. “No, pero podría cortar mi dedo anular izquierdo, es más grueso y tal vez lo encuentre en la oscuridad”. “Buena idea”, contestó el viejo y escuché como alzaba el instrumento. Zumbó cerca de mi cara. Luego detrás de mí. “Oiga, oiga, espere. Espere a que yo me le acerque, y por el tacto podrá encontrar el dedo que le digo”, le dije, pero los machetazos seguían en la oscuridad. Lo mismo pegaban contra la madera que contra la tierra, luego fueron ascendiendo hasta que el zumbido se escuchó cerca del techo. ¿En qué se habría subido el viejo aquel? Me senté en el suelo y toque una roca muy porosa. Era blanda. Seguí palpando. Parecía la barba pedregosa del viejo. Luego encontré su cuello. Estaba rebanado. Nunca pensé que se iba a suicidar. Metí mi dedo anular izquierdo en su boca y me lo trozó con sus dientes. Cerró fuertemente las mandíbulas. Luego se puso tieso. El resto del cadáver cayó a la tierra y el machete se clavó a mi lado. Mi muñón sangraba, era como si en el lugar donde estuvo el dedo tuviera una muela podrida y doliente.

Dormí en aquella choza. Al despertar decidí marcharme, no fuera a ser que me encontraran allí y me acusaran de haber asesinado al viejo. La sangre se había coagulado en mi muñón. Volví a pasar frente a las casas con puertas entrecerradas. Estaban llenas de “buenos días” y de “holas”, pero nunca vi a quienes los decían. Entré al cuarto de mi abuelo para despedirme de él. Tal vez la aglomeración de objetos que fueron suyos provocaba el pensamiento de que su espíritu continuaba allí. Al salir a la calle con mis maletas noté que me sentía como una botella de vino vacía. No había ninguna ofrenda a los dioses dentro de mí. Me circulaba en todas las venas un aire estéril, donde ni siquiera un murmullo podía escucharse. Así crucé el mar, viajé por el cielo, vi las nubes bajo mis pies, surqué el humo ponzoñoso que cubre y envenena a la Ciudad de México, entré a mi cuarto. El cobertor de la cama estaba muy frío. Las cortinas no dejaban pasar el atardecer. Me rodeaba un aire color neblina. Tiré la maleta y me acosté. Comencé a pensar en Almenara, en que aquella noche, cuando el anillo le diera santo y seña sólo encontraría la cabeza apestosa de un viejo. Me sentí ruin. ¿Cómo dejarle a una mujer bella el anillo de matrimonio adentro de un espantajo? Deseaba que hubiera otro tiempo, otras circunstancias, en las que yo me encontrara con Almenara y pudiera darle la joya acompañada de besos y caricias. Imaginé que vivíamos juntos y que ella no estaba condenada a aquella terrible cacería nocturna ni yo debía huir para evitar la muerte. Así me dormí. Cerca del amanecer me despertó un golpe en el pecho, la respiración era trabajosa, me dolían todas mis entrañas. Supe que Almenara había encontrado la cabeza hedionda y lloraba mi ausencia. Al amanecer volví a dormirme.

Cada noche el golpe en el pecho y la certeza del llanto de Almenara me despiertan. A veces he planeado cruzar el mar y otra vez entrar a la isla. Pero nunca lo hago. Al contrario, cada vez me muevo menos, apenas salgo de casa. Siento que todas las paredes se enfrían más y más, también el piso, el agua, las sábanas, las puertas de los armarios, mis manos, mis pies, el pecho. La piel que me cubre es como escarcha, cualquier día podría morir congelado y ser un fantasma de hielo que se eleva en busca de un fantasma de fuego.