Letras
Fatalidad

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Cuando Karen se fue de la reunión, su retirada pasó desapercibida. Karen sentía que en los últimos tiempos su capacidad para volverse invisible ante los ojos de los otros había aumentado notablemente; era una sensación deprimente. Con frecuencia culpaba a sus amistades por no prestarle atención, pero en otras ocasiones reconocía —un poco a regañadientes— que ella era la principal responsable de sus soledades. Sin embargo, aun en aquellos raros momentos tendía a derivar la responsabilidad de su conducta hacia la educación estricta que había recibido. Las expectativas anticuadas y el trato severo de sus padres la habían empujado a buscar refugio en un matrimonio prematuro, encaminado a un fracaso previsible. Pocas veces iba más allá de estos análisis, a pesar de los muchos años de diván intercambiando silencios con su sicoanalista. Ahora, con cuarenta años pesando sobre sus hombros, Karen se rehusaba a pensar en el futuro.

La mañana siguiente encontró a Karen cumpliendo con sus deberes dominicales, que incluían el rutinario almuerzo con sus padres. Luego de misa, sus padres reunían a toda la familia alrededor de la mesa, pues esa era la costumbre. Antes de llegar a la casa, Karen ya podía imaginar el encuentro: el beso obligado sobre la mejilla fría de su madre, el semblante severo de su padre, la mirada evasiva de su hermana... Luego vendrían los largos silencios alrededor de la larga mesa, entre paredes grises desde las que los ojos tristes de un Cristo sufriente, cortesía de El Greco, observaban el gesto sonriente del Generalísimo condecorando a Papá, quizás por algún servicio importante prestado a la Patria o, a lo mejor, simplemente por ser como era.

Previsiblemente, el padre de Karen era juez y había ganado fama de duro por sus fallos en apoyo del orden y de las fuerzas encargadas de defenderlo. El divorcio de Karen y su decisión de vivir una vida independiente, libre de tradiciones y de iglesia, habían enfriado la relación con sus padres y estos almuerzos dominicales, junto con los ineludibles cumpleaños y los aniversarios de los padres, eran las únicas ocasiones en que padres e hija se enfrentaban con sus silenciosos y mutuos reproches.

Años después de aquel almuerzo (¿o habrían transcurrido sólo algunas horas?), Karen caminaba por las calles tibias del atardecer en Barcelona cuando pasó frente a un bar. Por impulso entró. Desde la tele, una periodista que se parecía un poco a ella cuando era más joven comentaba un ataque terrorista ocurrido ese mismo día. Karen conocía del hecho, pues ya Papá lo había comentado al almuerzo. “Necesitamos una mano mucho más dura para lidiar con estos asesinos”, había dicho él. “Antes esto no habría podido ocurrir”. No le había prestado atención entonces, pero ahora frente a las imágenes crueles creyó reconocer el lugar del hecho, se trataba de un hotel en Palma en el que había estado mucho tiempo atrás con aquel esposo hoy casi olvidado.

Karen no era de hablar con extraños, pero el drama televisado y el recuerdo de su paso por el lugar la impulsaron al comentario. El barman resultó contar con un oído paciente y un aire con algo de atractivo, aunque Karen sólo llegó a esta conclusión muchas horas después. Desde la tele, la periodista comentaba que el atentado parecía dirigido a un juez que estaba pasando el fin de semana en la isla, aunque los muertos incluían un número de turistas extranjeros. Aparentemente, decía el comentario, se suponía que la bomba podía ser responsabilidad de un pequeño grupo disidente dentro del movimiento “Terra Liure” que se negaba a aceptar la decisión tomada en 1991 de abandonar la lucha armada, pero era evidente que poco se sabía en cierto y que el comentario era, más que todo, especulación. Previsiblemente, la periodista aventuraba sobre posibles vinculaciones con los separatistas vascos. Dos whiskys después, Karen abandonó el lugar.

Dos o tres noches pasaron y Karen regresó al bar. Esta vez hizo un esfuerzo por mantenerse sobria y ante la ausencia de clientes tuvo oportunidad de continuar su charla con el barman, que a poco insistió en utilizar el catalán, aunque su español era tan bueno como el de cualquiera. Poco antes le había comentado que su apodo era Joe, y Karen no pudo menos que destacarle la ironía de usar un sobrenombre en inglés pero insistir en el uso de la lengua de la región. Karen era nativa de Barcelona, de manera que no tenía problemas en el manejo de la lengua, pero era indiferente a su uso. Para ella era simplemente un recuerdo compartido por pocos, bonito, musical y seguramente destinado a morir. Joe, por el contrario, tenía ideas muy definidas al respecto y sentía que el uso del español entre catalanes era una negación de su propia identidad.

En las semanas siguientes Karen continuó regresando al local a diferentes horas y, previsiblemente, entabló una relación más estrecha con Joe. Éste era fanático del fútbol y, algo poco usual para una mujer, ella era también una adicta con buenos conocimientos del tema, uno de los pocos legados positivos del marido pasado. El fútbol les brindó conversación, y un importante partido nocturno le dio a Joe la oportunidad de invitarla a su casa para verlo juntos por televisión.

“Real apesta este año”, comentó Karen. “Vi jugar al equipo femenino de Estados Unidos frente a China hace un par de años y las mujeres jugaban mejor que éstos. Eso que la mayoría no era profesionales. No entonces, por lo menos”. “Sí, claro”, respondió Joe con ironía, “recuerdo a esa polla quitándose la camiseta para lucir el corpiño y mostrarnos lo macho que era”. Para entonces la relación ya los había llevado al dormitorio y aunque el sexo no era espectacular, para Karen era la primera oportunidad en mucho tiempo junto a un hombre. Se aferró a Joe con desesperación y comenzó a visitar el bar regularmente. Él cumplía con sus obligaciones sexuales con eficiencia, no totalmente exenta de ternura, y ella se sentía satisfecha con esto.

No hablaban demasiado, no esas conversaciones serias entre parejas que alumbran los aspectos básicos de la personalidad. Conversaban sobre fútbol y Karen le contaba sobre su vida y su familia, no todo claro está, y Joe la escuchaba con atención y algo que ella percibía como simpatía. Él, en cambio, le contaba poco sobre sí, había quedado huérfano a los doce años como consecuencia de un accidente, y había sido criado por un tío que consideró que era su deber hacerlo y así se lo hizo saber. Pasó brevemente por un ring y ahí su nombre, José Luis, quedó metamorfoseado para siempre a Joe Lewis, lo que sorprendentemente parecía no importarle, quizás porque sugería que había sido mejor boxeador que lo que proclamaban los resultados...

Había cambiado de trabajo con frecuencia y parecía no tener grandes ambiciones. No hablaba de sus amigos y Karen supuso que eran pocos. Tampoco le comentó sobre su vida afectiva antes de conocerla, obviamente había tenido otras relaciones antes pero el amor parecía haber tenido poco impacto en su vida.

La ausencia de libros en la casa sugería que leía poco, excepción hecha, claro está, de las revistas deportivas, pero su mesa de luz ostentaba una copia gastada de Sentido común, de Thomas Paine, una pequeña inconsistencia en la que Karen no osó hurgar. Una pregunta casual le abrió a Karen una pequeña ventana por la que atisbar algo de la personalidad de Joe. Fue cuando le preguntó qué lo llevó a irse a la casa de su tío. “Me insultó”, respondió Joe, y para él esa fue respuesta suficiente.

En alguna oportunidad Karen pareció advertir un aire furtivo en su comportamiento. Esto la alarmó, ya que supuso que se debía a que mantenía relaciones con alguna otra mujer y los celos irrumpieron en la relación. A veces Karen le revisaba los bolsillos; estaba fascinada por su forma de escribir, tenía letra prolija, de escolar, sus caracteres eran redondos y parecían pretender elevarse de la línea y decoraba sus íes con pequeños circulitos. Lo que Joe escribía, por el contrario, era consistentemente aburrido: cuestiones del bar, listas de compras, números de teléfono que resultaban corresponder a algún negocio... En fin, nada que sugiriese una relación con otra. Una vez Karen decidió seguirlo y creyó detectar que caminaba con cautela, como si presintiese su presencia. Le resultó difícil esconderse y finalmente lo perdió de vista. No se animó a repetir la experiencia, temía que si Joe la veía la relación no podría sobrevivir. Los celos, sin embargo, no desaparecieron, y con el tiempo ensombrecieron la relación y las visitas de Joe se volvieron menos frecuentes. Karen supuso que se había aburrido de ella.

Una noche, cuando ya hacía cuatro que no se veían, Karen llegó al bar a eso de la once de la noche, cuando normalmente estaba abierto. Sin embargo, en esa oportunidad, las persianas de metal estaban bajas y el cartelito de “Cerrado” confirmaba lo evidente. Golpeó a la puerta sin ningún resultado cuando algo la llevó a reparar en un papelito arrugado a sus pies. Cuando lo recogió vio una dirección conocida escrita a lápiz. Corrió hasta el departamento de Joe y golpeó la puerta con fuerza hasta que la alharaca llevó al vecino a asomarse. “Se fue”, le dijo con mal humor y la despidió con un portazo.

Confundida, Karen emprendió la caminata de regreso a su casa para encontrarse a medio camino con el rostro de su padre mirándola desde las pantallas encendidas en un negocio de venta de televisores. Horrorizada, Karen se detuvo a observar el relato mudo de un nuevo incidente terrorista, mientras nerviosamente rompía en pedacitos un papel arrugado con la dirección de sus padres escrita a lápiz. Si alguno se hubiese detenido a recoger los pedacitos, quizás habría podido ver alguna que otra letra i con un pequeño circulito cubriéndola como sombrero...