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Cesáreo Mala Muerte

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El Viejo decía que yo la había matado, pero no era verdad. Yo no tengo la culpa de haber nacido de trece libras con cuatro onzas. Si hubiera sabido lo que me esperaba en la vida, no me hubiera importado morir en el parto junto con mi madre. Pero no fue así, las cosas nunca ocurren como uno quisiera. Al menos mi madre tuvo mejor suerte. A ella el Viejo la enterró entre lágrimas y flores, mientras que a mí me nombró Cesáreo por haber jodido el parto, literalmente. Para colmo de males, crecí con un hermano, tres años mayor que yo, con quien no tenía ninguna afinidad. Era enclenque y zángano, un sumiso de nación. Hacía los quehaceres de la casa sin protestar y el Viejo nunca lo tocó. Conmigo fue todo lo contrario, por alguna razón siempre me tuvo roña. Bastaba con que yo hiciera la más mínima tontería (o que el Viejo creyera que yo la había hecho) para que éste me azotara con lo primero que tuviera a mano. Era una costumbre suya, una de sus malas mañas. Cuando crecí lo supe: a falta de mi madre, me pegaba a mí.

Pero todo tiene su final y a los quince años me harté. El Viejo no se dio cuenta de que los años pasan y en uno de sus arranques de violencia quiso golpearme con un palo de escoba. Ya yo no estaba para aguantarle mierda, así que lo amenacé con un bate de béisbol. El Viejo no me hizo caso, me golpeó con el palo en la espalda, y entonces yo le rompí la boca con todos sus dientes de un batazo... es increíble la sangre que mana de una boca hecha cantos. Al Viejo se lo llevaron al Centro Médico. En cuanto salió de intensivo, se querelló con la policía. Ese mismo día me encerraron en un reformatorio.

Si algo le tengo que agradecer a mi padre fue que sin querer me había entrenado para resistir golpes, una destreza necesaria para mi futura carrera profesional. Seis años encerrado en un reformatorio es mucho tiempo, pasan muchas cosas, ves demasiado. Para sobrevivir tienes que volverte duro, si no, te joden hasta rajarte el culo y el alma. Lo importante era mantenerse uno ocupado y eso hice. Durante el tiempo que estuve allí me dediqué a ejercitarme y a los veintiuno mi cuerpo tenía la forma de un hombre-montaña: seis pies con cuatro pulgadas de recia musculatura. Era fanático de la lucha libre, siempre lo fui desde niño y, por mi experiencia dentro del reformatorio, sabía que podía ganarle a cualquiera. Me convencí que en cuanto saliera de aquel antro de violencia, me convertiría en luchador profesional.

La yerba mala, aunque tarde, sí muere. Cuando salí del reformatorio, al Viejo ya se lo había tragado la tierra. Un ataque al corazón. Me imagino la indigestión que habrá causado a los gusanos. Con mi hermano no podía contar. Es cierto que en las primeras semanas me hospedó en su estudio (un chiquero a dos cuadras de la Plaza de la Convalecencia de Río Piedras), pero fue tajante en que debía irme en cuanto encontrara un trabajo. No había cambiado gran cosa en seis años. Había seguido su destino de gusano, y ahora trabajaba de bibliotecario en una escuela. Le encantaba leer y mataba las noches escribiendo. Nunca le conocí mujer en las semanas que estuve conviviendo con él. A lo mejor con el tiempo se haya metido a maricón, pero no estoy seguro. Un maricón tiene que atreverse a sacrificar el culo, y mi hermano es incapaz de cualquier forma de heroísmo. Siempre quiso ser invisible. No sé por qué.

Trabajé un año de gondolero en un supermercado de Hato Rey. Era un trabajo miserable como tantos otros, pero me daba para sobrevivir. Vivía solo. En ese tiempo tuve pocas mujeres, ninguna duraba más de dos citas conmigo. No las culpo. Yo tenía y tengo un problema severo de halitosis.

Comencé a frecuentar un gimnasio en Canteras donde sabía que practicaban algunos luchadores profesionales. Traté de impresionarlos y terminé con una muñeca rota. Tienes cuerpo, me dijo uno de los luchadores, pero te falta técnica. Sigue practicando. Luego de que me quitaran el yeso, seguí yendo al gimnasio a diario. Allí me pulí y aprendí todos los trucos del oficio. Decidí hacerme luchador rudo. Los rudos son más excitantes y gozan de toda la atención de la fanaticada aunque sea para recibir sus insultos. Siempre he creído que los del bando técnico son unos aburridos con fama de justicieros. Me dejé el pelo largo como un neandertal y adopté el nombre de Mala Muerte.

Tropical Sport Promotion, la principal productora de lucha libre del país, no me dio la oportunidad, así que me incorporé a Pakokike Wrestling Group, una compañía de poca monta, con luchadores de tercera y cuarta categoría. Hacíamos carteleras cada dos semanas por los barrios rurales de Carolina, Trujillo Alto, Gurabo y Juncos. Llegamos a hacer giras a otros pueblos de la isla, pero muy pocas veces; la paga era tan poca que no valía la pena. Los fanáticos de esos lugares prefieren las carteleras de Tropical aunque tengan que pagar por la entrada.

La lucha de Pakokike se hacía en un cuadrilátero al aire libre, casi siempre ante un público formado por borrachos y curiosos sin nada mejor que hacer. Eran unos verdaderos hijos de puta. Si quedaban complacidos con el espectáculo, tiraban frituras y latas de cerveza al cuadrilátero. Si no les gustaba lo que veían, entonces te tiraban con botellas. No había pelea mía en que no me enfrascara en una guerra de insultos con dos o tres de aquellos cabrones. Era divertido.

En seis años de carrera como luchador mi récord ha sido casi impecable. He perdido más de cien peleas. Perder una pelea es diez veces más difícil que ganarla. Hay que ser más convincente; si no, el público te abuchea y no quiere volver a verte el pelo. Un buen perdedor, un perdedor digno, tiene que dar la talla, amenazar convincentemente con ganar la contienda, hacer trucos ilegales para ganarse el odio del público, y en el momento propicio dejarse vencer sin que se note. Un mal golpe, una caída inesperada y se fastidia el resultado del combate.

Existe un código de honor entre los luchadores. No se debe lastimar de más, ni incapacitar al contrincante. Casi todos tienen familias que mantener y nadie quiere quitarle las habichuelas a otro colega. Los accidentes ocurren, claro está, y se perdonan. Pero cuando se sospecha que el ataque ha sido vicioso y deliberado, el luchador se convierte en persona non grata. En todos estos años de carrera, gané sólo cinco peleas. Las cinco veces fueron errores de cálculo que mandaron a mis contrincantes al hospital. A Tony Finger y a Real Kill les rompí sendas costillas; a Calypso Man le fracturé la tibia; a Ciclón Montes le desgarré la oreja derecha; y al Perro de Canteras, la última víctima de mis torpezas, le disloqué un hombro con tal fuerza que ya no podrá volver a la lucha. Tienes mucho cuerpo, pero pobre técnica, me dijo el promotor de Pakokike al despedirme.

No podré volver a la lucha en buen tiempo, pero me consuela saber que mi hermano está peor que yo. Se pasa metido en un pub bebiendo a morir y todavía vive solo en el mismo chiquero de Río Piedras. No sé cómo se las arregla sin mujer. A mí las putas me permiten hacerles de todo menos besarlas. No las culpo. En cuanto ahorre suficiente dinero, voy a operarme las amígdalas.