Artículos y reportajes
Dos reseñas

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“Impávido coloso”, Daniel Samper PizanoAguafiestas en el paraíso

Sobre la novela Impávido coloso, de Daniel Samper Pizano (Alfaguara, 2003)

El escritor chileno Roberto Bolaño se preguntaba: ¿por qué hay tantos escritores que cierran las puertas al humor en lo que escriben? Cortázar, por su parte, se quejaba de la carencia de una literatura erótica en el ámbito latinoamericano.

Bolaño comentaba: “Los clásicos de nuestros países en desarrollo, sacrificaron el humor en aras de un romanticismo cursi y en aras de textos pedagógicos o, en algunos casos, de denuncia, que mal resisten el paso del tiempo y que si se mantienen es por un afán voluntarista de bibliófilo, no por el valor real, el peso real de esa literatura”.

Es más fácil poner a llorar que hacer reír leyendo, si incluso hablando muchos fracasamos. Somos máquinas de llorar, ríos ambulantes, los motivos no se hacen esperar, y casi siempre estamos indefensos ante ellos. Atesoramos momentos negativos porque, como buenos mamíferos, recordamos que las experiencias negativas del pasado nos libran de las futuras, y ahí vamos perdiendo la fe.

No hay temas literarios malos o buenos, sino bien o mal concebidos, y esta novela es una muestra de que la mirada alimenta la aparente situación anodina: un grupo de periodistas llega a Brasil, invitado por el gobierno para mostrar las maravillas de una nación que resurge campante de la dictadura, un simple viaje de colegas para conocer al “milagro brasileño”. Esa es la excusa para contar un continente humano de actitudes, pensamiento, ilusiones y decepciones. Aquí lo sublime y lo baladí de la vida conviven en interés. No es lo que nos pasa, es la intensidad con que vivimos (o imaginamos) lo que nos pasa.

El protagonista, Carmelo Camacho, es un periodista colombiano que sintoniza con un colega argentino y otro mexicano, en su periplo por Río, São Paulo, Brasilia, Salvador y Recife. Además de plantear el asunto del régimen militar, la novela toca —entre otros muchos— el tema de los artilugios que se usan para seducir a los periodistas; los cuales no son pocos, entre más fea la verdad se multiplica el arsenal: la fealdad multiplica sus máscaras.

A Roberto Bolaño, a Nicanor Parra, les hubiera gustado leer Impávido coloso. Y no es por que tenga humor, sino porque el humor está donde debe estar, no el humor de ráfaga, chiste o repentismo, respuestas provocadoras a situaciones contradictorias. Es un humor de situación, de escena, está atrincherado en las personalidades, muchas veces contrarias de los personajes, y en los reflejos de nuestra propia vida en situaciones similares. Un juego virtuoso de apariencias y realidades, intimidad y plaza, tensiones a las que el humor les pone alas.

Esta novela ya hace parte de ese listado de obras que deberían ser lectura obligatoria en las escuelas de periodismo y ciencias políticas: Cambio de guardia (Julio Ramón Ribeyro), El otoño del patriarca (García Márquez), La fiesta del chivo (Mario Vargas Llosa), Yo el supremo (Augusto Roa Bastos). Sus temas, entre muchos otros, son la mentira y el poder, y más importante aun la descripción de las técnicas sutiles —a veces no tanto— para conservar ese poder.

Daniel Samper ha comentado: “Procuro hacer una mirada externa sobre una dictadura que ha pasado muy inadvertida, que es la dictadura brasileña, la pionera, la mamá de las dictaduras del cono sur. Luego fueron tan atroces las que siguieron que ésta ha quedado en un rinconcito con su delantal muy limpio, lo cual no debería ser así. Sobre estas dictaduras se han escrito muchas cosas desde adentro, pero ésta es desde afuera”.

Esta novela tiene un parentesco consanguíneo con esas novelas mencionadas. Sin buscarlo logra dejar sin trapos escenarios y conductas sociales que existen y vivimos; los cocteles, por ejemplo: es en esas inofensivas reuniones sociales donde se decide la suerte de los países, de las empresas, el destino de miles de seres humanos. La treta, el malabar, el trapecismo de la relación política y periodismo.

Por eso debería ser leída por los estudiantes de periodismo, y los politólogos (politontos, me corrige una amiga); para que allá en su inocencia de mundo reciente, se vayan enterando de los atajos y sofismas del poder. Bastante notorio es suprimir la libertad de opinión, más sagaz es dirigirla, condicionarla, matizarla, así cualquier democracia se convierte en una dictadura de espejos y reflejos: perfecta.

García Márquez alguna vez comentaba que si había un aspecto que le resultaba difícil era el manejo del diálogo en sus novelas. El reto de escribir diálogos veraces y funcionales. En el caso de la novela de Samper, sería interesante editarla y adaptarla al teatro. Hay aquí un habla donde se respeta el pacto de comprensión con el lector, lo cual no ocurre con algunas lecturas donde seguir el hilo de la idea en el diálogo es tortuoso. Y sin embargo, hay una elección de expresiones y jergas propias para cada personaje, que lo hacen verosímil y perfilan su identidad.

Esta nota no aporta nada a la novela, ese es el riesgo de comentar sobre obras como esta que valen por sí mismas, el riesgo de que termine sobrando lo que uno diga. El humor es el único acto de cordura frente a la realidad, y Daniel Samper ha fundado buena parte de su prestigio en un manejo inteligente del humor. Pero, a partir de Impávido coloso, también podrá ufanarse de haber hecho de manera consciente una novela notable en el equilibrio de sus recursos. Y como no hay espacio para crear un humor de situación, va este diálogo en una librería de Cartagena, que se parece a esos tics que Samper usa para construir sus personajes:

—¿Tienes algún libro de Hemingway?

—Sí, El viejo y el mar.

—Entonces déme el mar.

 

“Parece que va a llover”, Ricardo Silva RomeroUn día a bordo de ti misma

Sobre Parece que va a llover, novela de Ricardo Silva Romero

Yo también he querido, como ahora lo ha hecho Ricardo Silva, escribir una novela que cuente un día en la vida de un ser humano; de esos ciudadanos que uno se topa en las esquinas, comunes a nuestros ojos, tan ricos de vida interna. Un solo día puede prefigurar el universo, y un solo ser humano ser reflejo de lo común que hay en todos nosotros: bestia y ángel.

Uno recuerda el Ulises, de Joyce, ante todo como un esfuerzo intelectual prodigioso por explorar múltiples modos de expresión, y por sus riesgosas apuestas verbales y formales, entre (muchísimos) otros tópicos. Solzhenitsyn necesitó todo un libro para relatar, en Un día en la vida de Iván Denisovitch, la larga actividad mental de los presos siberianos de la dictadura soviética. Quién olvida ese día a bordo de los dos personajes centrales que viven paralelamente en las páginas de La señora Dalloway, de Virginia Woolf: el uno, desesperado en su fe quebrantada, ante la inminencia del presente, y un pasado que no ayuda a tener mucha confianza en el futuro; la otra voz, convierte los preparativos de una fiesta en el eje de rueda de su vida, circunstancia que sirve para hacer repaso de su existencia.

De aquellas novelas que he leído, y que han escogido el corto lapso de un día para exponer la complejidad de situaciones, pensamientos y resoluciones humanas, y fraguarlos en ficción, Parece que va a llover es la novela que me resulta más entrañable. Lo digo por muchos motivos, y con la tranquilidad personal que da el saber que cada lector tiene sus listas propias, y que hay listas un tanto caprichosas, como la que he propuesto aquí de novelas de un solo día: ¿relatos de una sola hora?, ¿relatos del fin hacia delante?, ¿de cuenta regresiva?, ¿de grandes saltos temporales por décadas y centurias?, como Cien años de soledad. Pues bien, cada quien juega a hacer su lista, y a clasificar el mundo, esa empresa fantástica con la que soñaba Georges Perec.

En la vida real de las expectativas, funcionamos como un radio de tres bandas: presente, pasado, futuro presentido o imaginado. Usamos estas tres categorías, o señales de tránsito, para no perdernos en la cresta de ola del instante: “...un instante cualquiera es más profundo y diverso que el mar...”, dice Borges; mientras revivimos en nuestra mente experiencias (instantes) a las que volvemos en continuo, pues presentimos que esconden claves de lo que somos, y de lo que somos capaces. Amuletos de voluntad.

Estas tres bandas son también sintonizadas por las criaturas ficcionales de esta novela, militando una sutil subversión que alcanza solidez en la imaginación del lector, quien acompaña esas bitácoras personales por el paisaje horizontal de sus páginas. Nos zambullimos en su experiencia ciudadana, que es también la nuestra; conciencia municipal que hace preguntarnos la razón de ser de las leyes que observamos cómo actúan en estas criaturas de la imaginación; cómo las acatan e infringen en su deambular. Como nosotros.

Entretejidas, las anécdotas, las situaciones, las miradas, las relaciones humanas (nunca meramente decorativas o acumulativas) avanzan, amasando una personalidad, y poblando una ciudad bajo un cielo amenazante. Momentos notables de intimidad entre la personaje (Juana Villegas) y el lector, en los que parece que los dos compartieran un solo paraguas, sobre el mundo y bajo la amenaza del tiempo. Personajes que ceden su voz a nuestras preguntas, hacen suyos nuestros miedos e incertidumbres; preguntas que sirven de respuesta a nuestra desconocida y apenas presentida identidad. Personajes cuya suerte parece la nuestra.

Hay una correspondencia de habitat entre la ciudad y quien la vive. La ciudad como una secuencia de sueños, de recuerdos, de posibilidades. El mapa nervioso que va dibujando la personaje, en desarrollo de la búsqueda del sentido de la vida (de una vida; los que la lean lo entenderán) en medio de la muerte y su horizonte que vecinda.

Otro personaje que adquiere pulso propio es Bogotá, que más allá de sus logros urbanísticos, no escapa a su condición de ficción, pues cada cual la va armando de a poco, hasta que toma cuerpo en un imaginario personal. Pero hay muchos que no tienen demasiadas libertades en ese ejercicio vital de soñar sus posibilidades humanas y urbanas; pues el estado de ánimo generalizado continúa siendo el miedo (la memoria del miedo tiene persuasiones más convincentes que las estadísticas), es ese cristal el que predomina en nuestra visión tribal, y enturbia y contamina nuestras emociones más positivas. Recordemos que vivimos en un país, en una ciudad, donde el presidente Álvaro Uribe hizo renunciar al director del Dane porque sus estadísticas sobre seguridad y victimización no correspondían con sus conveniencias.

El arte —escribió Conrad— puede definirse como una resuelta tentativa de hacer la más alta justicia al universo visible. Creo que Silva —desde su subjetividad— ha intentado no ser injusto con los notorios desarrollos de la ciudad; pero tampoco ser abogado del diablo, defensor de la idea que nos publicitan como oferta de supermercado, de una capital como paraíso suficiente.

Morir y matar son ideas que raras veces nos abandonan, nos recordaba Octavio Paz: “Habitamos nuestra soledad como Filoctetes su isla, no esperando, sino temiendo volver al mundo. No soportamos la presencia de nuestros compañeros. Encerrados en nosotros mismos, cuando no desgarrados y enajenados, apuramos una soledad sin referencias a un más allá redentor o a un más acá creador. Oscilamos entre la entrega y la reserva, entre el grito y el silencio, entre la fiesta y el velorio, sin entregarnos jamás”.

Por mi parte me aventuro a confesar que recordaré por mucho tiempo la visión que de ese universo visible tiene Juana Villegas, la protagonista. Esta novela que carece de tonos e intenciones moralistas; cuyas palabras son llaves, a veces ganzúas, giran y hurgan, y abren espacios con sentimientos renovados, donde se apuesta por una forma de ser en el mundo, a pesar del mundo. Más optimistas quizás, alimentados por una nueva especie de fe, naturalmente no religiosa, sino algo muy vecino a la esperanza en el género humano (a pesar de que sobren motivos históricos para no tenerla).

La Modernidad, para mí, es un proyecto que todavía no acaba, y esta novela es heredera de lo más positivo que nos sigue tributando la modernidad: el asombro del otro, la conciencia del yo. Ricardo Silva parece decirnos: somos herederos de esta modernidad, somos testigos (en los otros) de una crisis nuestra, una crisis distinta, más angustiosa, quizá con menos paliativos. La modernidad como “descubrimiento-resurgimiento” de los “límites-fronteras” de la condición humana, y de la amplitud de horizontes para su representación por parte del arte y de la literatura.

Por ello, uno de los grandes problemas a los que nos vemos abocados como seres modernos es “el juicio”. Enjuiciar es tomar posición, es arriesgarse a hablar, a acertar (o no). Y esta novela se ha apropiado de todos los elementos para descubrirnos una sociedad que ansía nuevos órdenes de pensamiento para una existencia más vivible. Al final de estas páginas capitula el escepticismo frente la vida, cobra un nuevo sesgo la aventura del mamífero en su itinerario hacia la muerte. Sensaciones que a nosotros los lectores nos dan sentido, y nos dignifican.