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Polvo sois

Tan sólo ayer el polvo yacía, sumiso, bajo mis pies. De vez en cuando se atrevía a invadirme como una polvareda, pero volvía a rendirse, ante la firmeza de mi paso. Con el tiempo aprendimos a conocernos. Yo podía entonces adelantarme a sus desmanes, esquivar sus manotazos, usarlo como camuflaje o carnada. Me confié de su docilidad, de su apariencia servil, de su declaración de derrota. Con el tiempo bajé la guardia y él comenzó a urdir su estrategia de guerrilla. En silencio, penetró por mis poros, escondiéndose en las grutas de mi cuerpo. Con paciencia buscó el momento preciso, cuando mi andar perdió fuerza y mis pasos firmeza. Ahora me someto a diario a la tortura de sentir su risa, desde adentro, estremeciendo mis huesos. Me resigno, árbol en ruinas, a esperar el día en el que yo ya no seré yo, sino polvo bajo los pies de algún incauto que pensará que me domina. Y sonrío.

 

Alfonsina

La humedad y el ahogo le anuncian el inminente ascenso de la marea. El calor, antes insoportable, comienza a sosegarla. Cierra los ojos e intenta evocar el momento del naufragio. En su lugar encuentra una luz esquiva, recóndita, inasible; y a lo lejos el murmullo del oleaje, en el que a ratos, cree escuchar algo que suena como su nombre. Asfixia las voces apretando con esfuerzo sus manos contra los oídos y se abandona al abrazo final de la corriente. El agua mana ahora de arriba, como cascada, de los ojos de una adolescente que aprieta con violencia a una mujer desnuda en una camilla de hospital de pueblo. —Envenenamiento —le dice la enfermera de guardia a la vieja que hace una hora no para de murmurar para sí, algo que suena como un nombre.

 

Manos, las de ella, las de él

Supo que era Él desde el primer día en que sus ojos se cruzaron. Ella jugaba a la rayuela en plena calle y él la atrapó antes de que el traspié que provocaron sus ojos negros se convirtiese en sangre y mugre. Lo amó con fidelidad y en silencio cuando la pubertad abrió los botones de sus senos. Sufrió su indiferencia, padeció la distancia que la separaba de su cuerpo y día tras día tejió la red con la que poco a poco lo aproximaría a su lecho. Lo conoció íntimamente en la soledad de sus ardores insomnes, impregnó de su olor cada pensamiento, recorrió una y mil veces, en la soledad de su cuarto, el túnel que separaba a sus manos, las de él, del fruto del placer anhelado. La noche de bodas no fue entonces sino la continuación de las fantasías que la habían convertido en mujer. Él, que poco entendía de asuntos metafísicos, se apartó con brusquedad del lecho maldiciendo aquellas manos, las del otro, que le habían robado la inocencia a su pequeña y le dejaban a cambio esa mujer usada y mentirosa que estaba a punto de dejar.

 

Intermedio

R despertó a las cinco, como de costumbre. A tientas, tomó la máscara de felicidad cotidiana que descansaba a su lado en la mesita de la lámpara. Se la colocó en un suspiro y con sigilo bajó hasta la cocina.

El olor del café comenzaba a llenar la habitación cuando apareció M bañado, perfumado, vestido con la ropa escogida por R la noche anterior. Se acercó, le dio el acostumbrado beso de buenos días al aire, y se sentó a la mesa.

Sucedió cuando servían el líquido en las tazas. El humo se fue colando por las rendijas de la máscara de R, quien sin tiempo para reaccionar sintió con espanto cómo la dicha matutina trocaba en llanto. Estiró el brazo con premura, para recuperar su alegría. Pero los nervios trajeron el equívoco. Se vio presa de la ira que solía esconder detrás de la azucarera. Se la arrancó de un tajo, llevándose con ella trocitos de piel y se untó con disimulo las noticias del día en las heridas. M, por su parte, no se permitió interrupciones en su contrapunteo rutinario, ahora leyendo el diario, ahora tomando a breves sorbos su café.

El sonido del tren de las siete y media dio el aviso. Se levantaron a un tiempo, recogiendo entre los dos la vajilla. Se dieron otro beso prófugo y bajaron el telón, impacientes, avizorando ya el último acto.