Letras
Tres cuentos

Comparte este contenido con tus amigos

Qué quiere que le diga...

Ahora que maneja con sus nietos a bordo su Peugeot del año... ahora que sus matapasiones comienzan a abultarse en las correspondientes coyunturas de su cuerpo senescente... ahora que como anónimo turista de tercera edad visita los escombros de la salitrera fondeada por las arenas del tiempo, no me diga que recién viene a medio acordarse de que un día... unos cuantos escalafones atrás... joven y esbelto, con las arrugas borradas y un impecable casco importado usted pasó por ahí...

No me lo diga, mi general, porque no se lo creo...

No me diga que a veces se le ocurre acordarse del pasado. No me diga que se acuerda de que un día como hoy en el que se encarga de llevar a sus nietos, se acuerda de que un día se encargó de llevarlos a los otros... a esos que se quedaron y fueron reventados sin que nadie siquiera les sacase la mordaza...

¿Y me dice que entre tanta carcajada de nieto se le asoma sin querer el remordimiento por su carita de viejo rechoncho?

No me lo diga, mi general, porque no se lo creo...

Difícil se me hace que entre tanto desgaste de latas usted pudiese encontrar rastros de su pasado, mi general... difícil se me hace que la gran salitrera que hoy lo entretiene a usted y a sus nietos, esos que entre tanto bullicio lo llaman tata, pueda traerle siquiera algún cúmulo a la memoria...

Difícil se me hace que entre las costras de su conciencia pueda usted penetrar arrancando de tanta rabia y en la gente que lo apoya para que, de soslayo, pueda usted aguaitar hacia adentro y rescatar una mísera imagen de lo hecho un poquito más de 25 años más allá de su inmediato recuerdo... difícil se me hace, mi general, difícil se me hace, qué quiere que le diga.

No me venga con que no se acuerda no porque no quiera sino que porque no puede... porque el óxido del remordimiento le ha carcomido el fierro inflexible de la memoria...

No me lo diga, mi general, porque no se lo creo.

No me diga que la culpa se le esparce como se le esparce el whisky por las neuronas y entre tanto horror que se escama en los eventos no lo deja ver... no me lo diga, mi comandante, no me diga que la culpa le embriaga el recuerdo...

No me lo diga, mi general, porque no se lo creo.

Como usted tampoco creyó lo del terror de ellas... de los ellos... de las tantas ellas y tantos ellos que tal vez ni siquiera puedan atreverse a penarlo, mi general... que tal vez ni siquiera puedan...

Para que sepa... sólo para que sepa... hay un libro gordo llamado Paz y reconciliación que lo espera en las bibliotecas y en las librerías por un módico precio de $9.000... tal vez con ese odioso compendio usted pueda darse un trago fuerte de información y refrescar la anestesiada memoria...

Esa con la que me viene hoy cuando... despavorido entre tanto nieto, cámara de vídeo y vacaciones al aire libre de la patria que lo trata de defender corre a refugiarse bajo el último alero que puede redimirlo de la culpa por cargar tan distraído aparato para almacenar recuerdos...

Hoy, cuando trata usted de distraerlo todo, mi general, con la vieja y gastada cantinela de los remordimientos.

No me diga que con el desahucio y el sueldo de retiro no ha podido comprarlo, no me diga que no ha tenido tiempo para ojearlo siquiera, mi general.

No me diga que no ha podido recomendárselo a sus nietos para que hagan las tareas de ciencias sociales del colegio...

No me lo diga, porque sencillamente no, no se lo creo.

Como tampoco creo en los cantos de sus nietos que se abren paso entre el tierral salitrero para llamarlo una y otra vez tata, mientras los nietos de los otros no son ni fueron, una estirpe borrada que gracias a la obra de la que usted no puede acordarse, no tiene ni tendrá unos nietos que puedan llamarles ni papás, ni mamás, ni tatas ni nada...

Simplemente por eso... por eso y porque le creí ya mucho es que hoy qué quiere que le diga... hoy no puede decirme más nada, mi general... no puede decirme más nada.

 

Objetos perdidos

Enkontré a un hombre sentado en una banka en la puerta de embarke de una aeronave hacia Singapur. Yo había estado leyendo unas revistas, rekoyendo a mi amiga Mariana, kuando lo abisté, sentado, kon kara de no tener rumbo pero de llevar una karga enorme en la mente, y sin ISBN.

Obvio ke estaba en problemas. Kuando me acerké (ke konste ke no me acerko a mucha gente pero este hombre en partikular karecía de ISBN), busqué rekonektarlo kon sus konsortes afines por medio de mi ubikador portátil.

Mentira. Lo guardé en el bolso. Es ke el personage en cuestión me pareció ekxótiko.

Según supe, los hombres sin ISBN parecían haberse extinguido hace años, si no decenios. No quise denunciarlo kon la policía solar. Esta era una oportunidad ke no podía despreciar. No soy tonta.

Hombre Y (lo llamaré así para distinguirlo de los hombres kon ISBN, los X ) me dijo ke trataba de eskapar de sekuestradores ke lo habían avistado kuando se transfería desde Karolina del Sur. Tenía kara de koreano pero hablaba inglés sin akcento. Sonreía poko y andaba despistado. Pronto me perkaté de ke karecía de anillo de kontrato, lo ke fue peor.

O mejor.

Me detalló ke había estado tratando de eskapar de sus potenciales kaptores ke lo venían siguiendo desde Australia, kon miras de sekuestrarlo. Al llegar a Miami se vio obligado a tomar un avión a San Francisko konfiando ke su kara de chino extranjerizado para despistarlos.

Pero la kaza kontinuó.

Según me kontó, pudo divisar a los sekuestradores dos veces al mirar hacia atrás (kuando una asistente le entregaba un aperitivo y kuando se levantó a abrirle paso a una de sus pasajeras de al lado ke deseaba evakuar el vientre). Eran altos y aunke no alkanzó a divisar sus ISBN, las karakterístikas (ISBN pegados en la frente en forma vertical) le hicieron pensar ke podrían venir de un planeta ajeno.

No este, según él.

El hombre siguió kon su kuento.

Al bajarse en Karolina del Norte, miró hacia todos lados y no vio a nadie. Pero al tratar de ingerirse unos bajativos miró hacia un lado y había una mujer muy parecida a uno de los hombres ke le seguía (también kon ISBN vertical en la frente). Esta miraba fijo y pensó ke podría haberse tratado de kambiar el sexo kuando él no estaba mirando. Trató de preguntarle al kantinero si la konocía, pero era un kantinero automátiko ke informó de alkoholes y permisos para ingerir bebidas.

El hombre sin ISBN se sintió más sólo ke nadie en el mundo, según kontó (arrankando de no sabía kién hacia no sabía dónde). Kiso volver a Australia, pero temía ke en el viaje de vuelta, sus kaptores lo identifikaran y de ahí pudieran dar kon la identidad de la depositaria de su kontrato.

¿Es usted importante?, pregunté sospechosa. ¿Kuál sería el motivo para sekuestrarle?

“Soy uno de los pokos hombres ke kedan sin ISBN”, sentenció, con lo ke konkluí entonces ke mis sospechas eran válidas y ke todo akel tiempo perdido no había sido en vano. Había resuelto el misterio de la falta de ISBN.

“Nadie puede rekonocerle, saber de dónde vino y hacia dónde va. Tampoko ubikarlo en la komputadora. ¿Kómo es ke las azafatas dan kon su paradero? ¿Kómo es ke kamina tan tranquilo por los pasillos de la aeronave? ¿Kómo explika lo de darle el paso a la mujer ke se sienta a su lado? ¿Cuál es su kuento? ¿Tiene alguna misión específica? Debe de haber más personas ke se perkaten de ke usted está pero no está”, dije.

“Pokos se perkatan de ke yo estoy aquí sentado a su lado hablándole”, asintió él. “Desde ke todos tienen kódigos, gente komo nosotros no son más ke una masa, un oso urbano, un animal nacido en alguna galaxia lejana o sin asistencia médika ke koloke a uno un pobre kódigo de barra para poder ubikarse por el mundo”.

Vaya rareza. “¿Kómo es ke lo ubiko yo?”.

“Puede ke seamos afines”, kontestó él. “Quiero decir ke de alguna forma, generaciones atrás algún pariente suyo haya estado kon algún pariente mío”.

Entonces fue kuando yo pensé en mi kódigo ISBN kambiado al nacer por mi padre gay y mi madre lesbiana quienes dejaron fuera el dato ancestral. Me iré a la base de datos, pensé. Kizá si la invoko mi ancestra resuelva el misterio.

En eso estaba kuando divisé la aeronave de Mariana ke rápidamente se tradujo en su figura. Kise pedirle un kontakto al hombre Y, pero fue imposible. Mariana me ahogaba kon diskulpas. Kuando volví a mirar ya se había marchado.

Recibí respuestas de mi ancestros ke datan del 2005 DC. Dice ke mi progenitora no me koncebió, ke sí donó un huevo porke estaba estudiando y no le alkanzaba para la renta del alkiler. Alkiler significa, pagar dinero por un espacio donde, por akellos tiempos, se vivía, según pude konstatar.

Lo ke no sé es si estaba fekundado o no.

Lo más raro de todo es ke sé del koreano, lo siento patearme las sienes kada vez ke lo menciono. Sé ke de alguna u otra forma está cerka.

Por favor, si usted puede ofrecer pruebas de ke lo konoce, sírvase a kontaktarme. Necesitaré una prueba de ke usted está kontratada kon el koreano o ke no es uno de sus sekuestradores.

 

Mentira

La soledad no es una mujer. La soledad tiene sabor a mentol y el color azul de la piedra. Se siente como un agua muy fría que te araña los talones, después te va subiendo por las entrepiernas, por la ingle para esparcir sus tentáculos sobre los senos, hasta la punta del pezón.

Entonces tus músculos (del ovario al corazón), se humedecen mientras se queda instalada (diestra ella) en calidad motora, dándote punzaditas de ese dolor agridulce como el que te da el gas láctico tras una semana de abdominales.

Nah. La soledad puede ser también amarilla... como el pipí que se nos escurría cuando éramos niños después de que no alcanzábamos a llegar al baño, cuando no aguantábamos ya más. Primero venía la soltadera de músculos, luego esa dulce tibieza y relajación (quién puede olvidarla), seguida por la humedad que se explanaba en las extremidades, antes por supuesto de que se nos enfriaran los pantalones y las plantas de los pies mientras preparábamos la cara para darla, meados, ante los ojos acusadores de algún adulto...

Insisto. La soledad no es una mujer. Es más bien como las piedrecitas de las cuestas, que de a poco se te van metiendo en los zapatos rotos cuando las caminas. En un principio incomodan y duelen. Pero a fin de cuentas sucumbes a ese sedante dolor, te sales acostumbrando ya sea porque da flojera joder el ritmo de la caminata o porque este dolorcito posee un significado más grande que tú y tu zapato.

La soledad es como un condimento desconocido que engulles sin darte cuenta, hasta que sientes su sabor impertinente desde la punta de la lengua a la última curva de los hoyos de las narices... tipo wasabi japonés, pero insisto, de color azul piedra.

Quizá es importante encontrarme sola cuando estamos las dos (la innombrable azulina y yo), conviviendo sin distracciones de trabajos, de exigencias familiares, de amigos, de fiestas y viajes al extranjero que un poco te tuercen la mirada hacia fuera... Esta vez estamos confinadas a un territorio familiar, para conocernos y darnos la mano.

Pero ¿qué pinche mano si no la tiene? Insisto. La soledad no es una mujer. Nos han (nos hemos) fabricado una idea de ella como fabricamos a la Virgen, a Dios y al Espíritu Santo. Hasta la hemos colocado dentro de un nombre para que su zarpazo sea menos ingrato.

Si así fuese, me hablaría y no lo hace. La que se habla a sí misma soy yo dentro de esta inmensa cueva monta-ecos, tritura-egos, zapatea-almas llamada soledad... un crevice... ¿cómo se dice en español? una trizadura cubierta por nieve a la que ingresas de a poco sin darte cuenta hasta que estás jodida de la cintura para abajo...

Puede que al descender orinada al vacío mentolado, con zapatos repletos de piedrecillas, saboreando una masa de 100 gramos wasabi, encuentres un orificio que te muestre otra vez un pedazo de luz.

Pero si miras con cuidado, mucho cuidado a través de la luz, podrás divisar (en una esquinita agazapada) una nueva cuesta polvoreada de piedrecillas, el paisaje de una montaña blanca e inocente con una trizadura asolapada... un baño inaccesible o un condimento nuevo, esperando un descuido tuyo para que le hinques el diente.