Letras
Cinco poemas

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El espejo
(La Luna)

I

Te hubieras visto anoche, Santa Luna,
cuando eras toda luna todavía,
verídica de tanta fantasía
cifrando lunas múltiples en una.

Ilógica, inusual —como ninguna
después— tu palidez resplandecía.
Te hubieras visto... ¡Cuánta alevosía
viciando de esplendor la esfera bruna!

Te hubieras visto mágica y serena
anoche que te vi ser luna llena
de ti, de mí, de noche, de momento.

Te hubieras visto anoche... Parecías
igual a mi dolor de aquellos días,
cuando eras tú mi luz, y yo tu aliento.

 

II

Cuando eras tú mi luz, y yo tu aliento,
igual a mi dolor de aquellos días,
te hubieras visto anoche. Parecías
de ti, de mí, de noche, de momento.

Anoche que te vi ser luna llena,
te hubieras visto mágica y serena
viciando de esplendor la esfera bruna.
Te hubieras visto... ¡Cuánta alevosía

después! Tu palidez resplandecía,
ilógica, inusual —como ninguna—,
cifrando lunas múltiples en una.

Verídica de tanta fantasía,
cuando eras toda luna todavía,
te hubieras visto anoche, Santa Luna.

(de Los fantasmas).

 

El león

I
(2004 d. de C.)

La historia está repleta de su nombre,
indisoluble símbolo que encierra
la noción de un cuadrúpedo que aterra
en cuanto más la realidad asombre.

Regio sobre el metal de su renombre,
intemporal como la fe y la guerra,
su mito ha recorrido de la tierra
lo que ha tocado y trastocado el hombre.

Sarcófagos, escudos, monumentos
de mármol y de bronce, polvorientos
grabados, templos, astros, un vedado

sueño, la magia y la literatura
dilatan y prodigan su figura.
Los siglos son su espléndido reinado.

 

II
(24 a. de C.)

El ámbar de los ojos, la serena
pisada, el resoplido poderoso
de las fauces, las zarpas en reposo,
la salvaje y heráldica melena...

Diez pasos le permite la cadena
fijada al pie. La oscuridad del foso
es perfecta, fatal. Arriba, el coso
reclama que comience la faena.

Un hombre armado con escudo y lanza
será el ejecutor de la matanza.
Se abre el postigo. El animal asoma.

En sus ojos no hay cólera ni pena.
Hay una imagen: la precisa arena
y en las gradas el público de Roma.

 

III
(2004 a. de C.)

La zancada es magnífica, certera.
La pendiente del monte no es un serio
obstáculo. Su instinto, su criterio,
lo empuja a remontar por la ladera.

Detrás de sí, cortando la pradera,
viene un hombre. Esta vez es un sumerio.
Luego serán los persas, el imperio
egipcio, China, Grecia, Roma entera...

Tres continentes tras sus huellas. Vanas
serán sus evasiones. En lejanas
regiones correrá la misma suerte.

Morirá muchas veces. La sentencia
abarca el porvenir: su descendencia.
La historia está repleta de su muerte.

(de El circo).

 

El caballo

Ni en el mágico cuerno, ni en las branquias
del dragón coralino, ni en las alas
asombrosas del hijo de Medusa.
Retratado en cavernas o elevado
al panteón de los dioses, a su lomo
se ha tejido la historia de los hombres
y cabalga su propio y noble mito.
A través del monótono desierto,
de la varia llanura o de intrincadas
cordilleras, sus cascos ancestrales
han hendido la cáscara del orbe.
El comercio y la guerra lo han llevado
desde el áspero Shamo hasta las rojas
y espaciosas praderas de Oklahoma.
Recio, dócil, espléndido y ligero,
en su aplomo se hospeda la elegancia
la heráldica exalta su figura.
Más allá de la feria y la carrera,
más allá de la raza y la montura,
desde que hay una tierra y, sobre ella,
arde un sol indudable y cotidiano,
su existencia cincela el mundo al trote.
El caballo en el agua y en el fuego,
en el sueño y los naipes recelosos.
El caballo en Arabia y Berbería,
en galeras fenicias rumbo a España;
trasponiendo el Atlántico, pasmando
el semblante del rostro americano.
El caballo en los frescos indelebles
de Altamira, en la turba del Guernica,
en los pródigos trazos de Da Vinci
y en el mármol helénico que Fidias
cinceló para el templo de Atenea.
El caballo en las gestas medievales,
en la tumba del muerto y en la cábala.
Un corcel de ocho patas jala el carro
centelleante de Odín en el Asgard,
y en la corte del Sha de Persia, un potro
encantado se eleva hasta las nubes.
Dos secretos caballos en el Arca
y también en el Fedro de Platón.
Juan anuncia venir cuatro jinetes
sobre cuatro fatídicos bridones.
Nervo cuenta en sus versos otros cuatro,
fuertes y ágiles son los de Chocano
y Darío montó potro sin freno.
Doce criollos abriéndose camino
en la pampa. Sin número los jacos
por la borda arrojados de las naves.
Incontable caballos en tropel
de la huestes de Atila en Anatolia.
A caballo, en la vieja Nueva Orleáns,
Faulkner quiso asistir al teatro un día,
y en el cuadro, tirando de las riendas,
Bonaparte soñó ser Napoleón.
Parte clave en la osada charrería,
es también la potencia del carruaje,
el altivo poder de los dakotas
y la brava mitad de los centauros
Distintivo de reyes y amazonas,
del intrépido gaucho y del cowboy,
a la vez es bastión y honor del héroe
domeñando los Andes y del diestro
rejoneando en la plaza postrimera.
Albo penco en las tierras de Toledo
dirigiendo la pluma de Cervantes,
portentoso artificio de madera
albergando en su vientre el fin de Ilión,
angulado corcel en el tablero
de la noche y el día combatientes
Orgullosa ficción o prodigiosa
confección de la vida, su galope
incansable resuena en cada palmo
del planeta, Su terso y alto nombre
resplandece en la fe y en el idioma
de los pueblos. El arte le venera
y el niño le sonríe en el tiovivo.
Alazán, purasangre o percherón,
andaluz, hunter, mustang o tarpán,
es bucéfalo estribo de Alejandro
y Babieca montado por el Cid.
Hoy galopa en el círculo innombrable
de quincallas y plumas ribeteado.
Son lejanos los prados y el laurel.
Ya no hay más caballeros, ni cruzadas,
no poemas ni hazañas que los pueblen.
Hoy tan sólo se cimbran las lunetas
con la grácil cabriola o con el arco
elegante del cuello. Nadie nota
que ese gesto gallardo es obligado,
que el cabestro mantiene duramente
la mirada en el suelo, que la testa
sólo sabe seguir su propia sombra.
Pero acaso el destino es un residuo
del azar, y el caballo primigenio
—el eterno, el del viento por arreo—
sobrevive en los cascos, esas bardas
que el olvido y la ofensa no vulneran.
En los rígidos cascos, donde el polvo
registró la memoria de su estirpe;
donde aún permanecen, como un sueño
incrustado en diamante, las distancias
y la cifra imborrable de los siglos.

(de El circo).

 

Soneto del ocio

El ocio es un derecho elemental.
Estar es ser y Dios, que lo sabía,
estuvo y fue en el más distante día
haciendo de la luz un uso igual.

¿La espuma no es el ocio de la sal
del mar? ¿No lo es del alma la alegría?
¿Desértico lugar no es la poesía
donde una flor deduce un manantial?

Ya Byron en sus horas de vacía
tarea ante la inercia se rendía...
Hayamos de morir del mismo mal

o hallemos de la vida la valía,
estamos en el tiempo todavía
y somos un instante. —¿Pero cuál?

 

Descompostura poética

“Mientras tomo una taza de café
repaso los poemas que he escrito.
¡Cuánta confusión! ¡Cuántas palabras perdidas!”
Oscar Oliva

I.

¡Cuánto estúpido vocablo!
¡Cuánta imbécil elocuencia!
¡Cuán banal la consecuencia
y certeza de lo que hablo!

¡Cuán endeble es el enlace
entre frase y frase! Tal
es el verbo que, al final,
conjugado se deshace.

Tan inútil, el idioma
nada vale que retumbe
en retórica; sucumbe
azolvado en cada coma.

Y las líneas donde junto
panegíricos dispersos
sólo rinden nimios versos
hacinados tras un punto.

 

II.

¿Dónde, Musa, te entretienes en ausencias?
¿Qué te ocupa?
¿Qué te impide aparecer?
¿Por qué no vienes?

¿Qué inhumano sortilegio
dictamina cuanto faltas a mi queja;
cuanto sobro de materia dolorida
frente a ti que, sobre todo,
me eres nada?

¿Cómo voy a protegerme de mis miedos?

¿Cómo voy a olvidar que estoy por dentro,
a relámpagos infaustos de suspiros paralíticos, muriendo?

 

III.

...La luna se suspende esplendorosa
a media oscuridad, y alumbra tanto
que el alba se demora ante su encanto
y el alma, tras los párpados, rebosa.

La esencia, las espinas y la rosa
aún son la pectide de mi canto;
la lírica, remanso de mi llanto...
¿Por qué de mí te apartas recelosa?

Apiádate de mí siquiera un poco.
¿No ves con cuánta urgencia te convoco?
Mis ojos, extraviados en la sombra,

mendigan la metáfora tardía
que nombre este vacío que te nombra,
a falta de ti misma, Poesía.

 

IV.

No queda más...

Residuo del último suspiro,
la voz me desconoce;
cumple con el acuerdo que tenemos
pero ya no alcanza
más allá de mis labios.

Siquiera hubiera
lamento cobarde
agazapado en el aire...

Siquiera fuera la pena
un anuncio de nuevo dolor...

Siquiera la vida entera
bastara para abrirle paso
al siguiente instante...

Siquiera tú...

(¿Tú... quién?)

 

V.

Aquí yacen, demacradas, las ateridas flores que he dejado a los pies de tu altar. Simples y huérfanas, como estrellas olvidadas por la noche, mis palabras quedarán, a la vera del tiempo, en constancia del vano instrumento que supe ser desamparado por ti.

Esto no es poesía.

Esto únicamente es un rosario de latidos inertes, cuentas engarzadas en el hilo de un momento eternamente uno...

Helas aquí.

He puesto las palabras

Ahora ven

y haz el poema.