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Extenuado

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Extenuado, respirando esforzadamente y mirándome al espejo, me he convencido en este momento y una vez más, de que la quiero. Sé que al aceptarlo no invado a la verdad en su esencia, y es que entre otras cosas, el momento resulta no solo inoportuno, sino incluso intrascendente. Es cierto, es un mal momento. Usted no está a mi lado y la simple realidad de que no podamos discutir las noticias de la tele, no sólo confirma la tonalidad oscura con la que su partida veló mis días, sino además, mutila diestramente la hueca redondez que desde entonces encierra mi vida.

Mildred, me siento mal.

Usted se fue un viernes. Si me hubiesen permitido escoger el día de su partida, hubiese elegido un lunes. Los lunes traen consigo varios amaneceres por delante y ellos a su vez encierran la esperanza de que algo, quizás uno de esos milagros por los que solemos rezar, suceda. En cambio usted eligió un viernes. Los viernes suelen ser vinculantes. Deciden por nosotros sin tomarnos en cuenta. Escasamente lo hacen para bien y tienden inevitablemente a sesgarse hacia el mal. Vienen cargados además, con una intensidad que termina por desembalsarse de a poco hasta caer, como piedra soltada al vacío, en ese interminable hoyo oscuro en el que se transforman los domingos. Y aunque a su lado, los últimos viernes se convirtieron en preámbulos de aciagos fines de semana, ahora, en medio de la soledad, descubro que ese fondo que creí haber tocado en su partida tiene todavía una capa más por debajo, y que debajo de ella existe aun otra peor.

Y hoy, Mildred, es domingo; domingo por la tarde y además llueve.

Creo que lo malo no estuvo exactamente en su partida. No es usted la primera mujer que pierdo en mi vida, aunque sí la primera que dejo ir. Y es que retenerla a mi lado o luchar por reconquistarla, en esas condiciones, resultaba impropio de un caballero. No hubiese existido un ápice de valentía en tan vana lucha, ni siquiera una pizca de fatuo orgullo de conquistador. En su mirada, en sus palabras, en su piel, lamentablemente no existía espacio para mí (en verdad apenas existía espacio para usted). Pertenecía desde hace unas semanas y aun durmiendo a mi lado, a otro hombre, al del 307. ¿Que debí matar a los dos? ¿Que debí vengar su mentira? Absurdo, eso de jugar a Dios no iba conmigo. Además le debía tanto... tanto... ¿O cree que he olvidado nuestros juegos en el sillón de la salita del recibidor central? ¿O cree que he borrado de mi memoria aquellas caminatas que bordábamos en el jardín? La quería demasiado para matarla, demasiado. Y a él, no lo odio tanto tampoco. Al fin y al cabo, de lo único que podría acusarlo sería de enamorarse de usted.

—¿Podría un hombre amarme? —me preguntó una tarde en el jardín.

—Podría —le dije—. El amor es un sentimiento efecto. No es un sentimiento causa.

—¿Qué razones tendría un hombre para amarme?

—Muchas. Uno ama desconociendo las razones, pero éstas existen. El amor responde por acción y puede fenecer por inacción.

—Yo lo amo y no me importan las razones.

—Algún día, uno de nosotros dejará de amar al otro.

Nos gustaba ahondar en nuestros sentimientos. Siempre pensé que el amor se activa inconscientemente a consecuencia de un imperceptible schock y que de la misma manera, aunque en forma más pausada, se desactiva. En mi caso la empecé a querer por el anonimato de esa tosecita con la que, desde la habitación contigua, despertaba mi curiosidad. Ambos, después de todo, éramos iguales; recibíamos juntos baños de cobalto, perdíamos kilos con la misma velocidad con la que nuestras plaquetas y leucocitos eran revisados y hacíamos grandes esfuerzos para sonreírnos. Y la soledad, en un contexto así, se transforma en música de un bolero incitante o en rumor de cascadas al borde del río. Te envalentona, te desinhibe. A mí una tarde y motivado por el cautivador maullido de su tosecita, esa helada soledad me impulsó a cambiar el pijama verde a rayas que vestía por aquellos jeans con que llegué seis meses atrás, y aunque sabía que el cinturón daría media vuelta más en él, caminé hacia su cuarto llevando conmigo una revista de variedades y un áspero olor a jabón barato.

Y así la empecé a querer, compartiendo antivirales y dietas; leyendo los partes de guerra camuflados en análisis clínicos que daban cuenta de la dura batalla que llevaban adelante nuestros leucocitos. Compartíamos todo, incluso nuestros invasores virus y hasta mirábamos juntos fotografías de exequias de famosos. ¡Disfrutábamos mucho de las exequias! Lo hacíamos, supongo ahora, con la esperanza de que por lo menos un puñado de amigos estén presentes en las nuestras. Por las noches, luego de mirar las noticias en la televisión, solíamos planear nuestros funerales en los ratos libres. El que sobreviviese a la muerte del otro sería, además de uno de los pocos asistentes al evento, un supervisor de los detalles elegidos; la flor en la tumba, el nombre correctamente escrito en la lápida, el sacerdote, el campo santo, en fin, tantas sutilezas... También mirábamos la tele. Nos encantaba mirar las noticias, en especial cuando estaban referidas a accidentes o muertes. Recuerdo cómo seguimos cada detalle del entierro de la princesa Diana, ¿lo recuerda? ¿Lo notó? ¡Todos morimos! ¡Hasta Lady D moría! Comentábamos todo. En especial nuestra apagada realidad. Nos describíamos, con la mirada perdida en la lasitud de nuestros supuestos deseos, nuestras sucias expectoraciones o la recién estrenada infección pulmonar. Verdaderamente todo. Nos conocimos tanto, Mildred, que ahora que no está y que su enmohecido y gastado amor decidió enrumbarse hacia la habitación 307, extraño a diario ese rostro enrojecido gritando en su callada angustia que la hemorragia pulmonar la está ahogando hasta la asfixia.

El del 307, lo recuerdo... ¡maldita sea! ¿Cómo se llamaba el tipo del 307? Mmm... ya lo recordaré, no era un nombre difícil... Bueno, ese tipo con el que usted se fue, volaba con un par de motores más que nosotros. Ese era un punto en el que nos aventajaba. Viajaba cómodo, hacia el infierno, pero en cuatrimotor. Nosotros en cambio apenas si teníamos bimotores y a veces, cuando los dos motores fallaban, no nos quedaba más remedio que planear. A él, no sólo le llegaban los antivirales a tiempo, sino incluso con mayor frecuencia. Además, esas cajas con etiquetas plateadas no venían solas, con ellas también venían otras envueltas en papel regalo que luego supe se trataban de chocolates suizos. Las nuestras no; sólo llegaban. Y a veces, generalmente, a destiempo.

Entre lunes y viernes casi ni lo veíamos. ¿Cómo se llamaba? ¿Cómo diablos se llamaba? Curioso no recordar el nombre de quien la condujera en su ignominiosa fuga, ¿no? ¿Sabe qué? Después de todo creo que tomó una buena decisión al escaparse con él. En ese, nuestro infectado mundo, perder a alguien que la ama, no es perder mucho; en cambio, ganar a alguien que la ame, puede convertirse en un memorable episodio.

Hasta una semana antes de su partida, usted dormía en mi cama. La primera vez que nos cubrimos con esas sábanas blancas (que llevaban grabadas en negro unos números que nunca entendí) me sorprendió ver mis manos hurgando nerviosas las escasas cavidades de su piel. Mis dedos buscaban su humedad con temblor adolescente, mi boca su lengua, mi piel sus caricias. Debió ser algo instintivo o en el mejor de los casos, producto del amor. Atracción física, imposible. Ese cuerpo suyo, recubierto de zonas violáceas sobre el mortecino fondo de su palidez, distaba mucho de aquel otro al que mi imaginación apelaba cuando en noches anteriores a su llegada me masturbaba, más para sentirme humano que atraído por la ilusión absurda de una fantasía frenética. Descubrí entonces, que la realidad, por más humillante que sea, aventajaba siempre a la imaginación; tanto, que el solo esperar su llegada provocaba que buena parte de mi temida sangre encontrase en veloz carrera el ansiado atajo hacia mi sexo. Y gozaba en su piel, en su infectada humedad en la que retozaba sin temores, en los flácidos rezagos de sus pechos, en los estertores de su rechazado sexo.

Y nos engañábamos al decirnos que nos deseábamos, y nos deseábamos al decirnos que nos amábamos.

Lo hacíamos una o dos veces por semana. Conocíamos los horarios de los doctores y hasta estoy seguro de que alguna enfermera fingió no vernos, quizás emocionada por nuestros sentimientos o quizás simplemente asqueada por la repulsión que le causábamos, no lo sé... Usted dejaba su habitación una semana, yo la otra, y así, nos las ingeniábamos para sudar juntos nuestro amor. Nos queríamos con la libertad que otros no tienen y con el único cargo de conciencia que nos hacía sentir el jurarnos amor para toda la vida. Después de todo ¿por qué tan poco, no?

Usted dormía en la habitación 303 y yo en la 305; uno contiguo al otro, recibiendo a la luz del día las caricias falsas de las enfermeras y regalándonos por la noche aquellas reales con las que jugábamos a ser pareja. En la habitación 307 estaba... estaba... ¿cómo se llamaba? Bueno, estaba él. Él con sus retrovirales al día y los chocolates con los que logró seducirla de a poco. Porque otras armas de seducción tampoco tenía. Ese rostro, antes varonil y agresivo, ahora era un cuchillo afilado y cubierto de cóncavas abolladuras que a duras penas sostenía su entubada voz; su cuerpo no cargaba más kilos que los que sumaban huesos con piel y sus piernas no eran más gruesas que sus entumecidos brazos. En el cuerpo de su amigo, querida Mildred, no existía argumento alguno para pertenecer a este mundo. Así éramos los tres, sin ventajas entre nosotros más allá de nuestros sentimientos o del avituallamiento puntual de los presentes que recibía el del 307. Entre ellos los chocolates, esas tabletas dulcemente oscuras que derretidas en la sequedad de su empobrecida lengua; ése, su amigo cuyo maldito nombre no recuerdo, dejaba resbalar por la comisura de sus labios al menor indicio de la tenue proximidad de sus pasos. El primer chocolate se lo regaló un lunes. Andaba usted por los pasillos, envuelta en la holgura de su barato blusón blanco, cuando un apagado gemido la indujo a compartir ese lascivo dulzor. Ese día me lo contó. Usted misma me lo contó. —¡El del 307 me regaló un chocolate! —esas fueron sus palabras aquella noche en que sus besos cambiaron el cavernoso aliento de corroídas entrañas por ese otro del dulce sabor de sus labios. ¡Cuánto tiempo que no besaba labios así! ¡Labios con sabor! La besé infinidad de veces y levanté las sábanas por una de sus esquinas invitándola al amor como se invita por la ventana a las estrellas. Amor... amor... eso es lo que necesitaba de usted, sólo eso. Pero esa noche usted prefirió no dormir en mi habitación.

Y como esa noche todas las que vinieron hasta su definitivo adiós.

Porque aunque llegaba hasta mi lecho, aunque me besaba jactanciosa con el dulzor de la prebenda recién gozada, sus visitas se hicieron cada vez más cortas y mis esperas cada vez más largas, hasta que una madrugada el vacío de su ausencia me invadió. Y las paredes se me hicieron inmensas y la noche más oscura. Caminando kilómetros bajo el amarillo foco que colgaba del techo, lo noté. Estaba claro, ese destello que alumbraba antes nuestras noches había perdido intensidad y yo recién lo había percibido. Extenuado, con la inquieta y nauseosa sensación de lo inevitable, salí en su búsqueda. Situación curiosa esa de la búsqueda. ¿Por qué salir a buscar lo que no se quiere encontrar?

Los pasillos del pabellón por las noches congelan la piel. Se ayudan con ese tablero de losetas grises que lo recorren. Las paredes, mudas y vacías, se convierten en largas hileras de color hueso interrumpidas por el escrupuloso orden de alternadas puertas de triplay. El techo, alto y lejano, se transforma en el cielo del infierno y el aire que llega del jardín, aunque limpio, agita. El aire siempre me ha agitado cuando la angustia o la felicidad me invaden. Esa noche el turno le correspondió a la angustia y aunque sólo una docena de losetas me separaban de la puerta entreabierta del 307, la media luz en la habitación y el silencio de la noche reinante, me hicieron comprender que su ciclo en mi vida, mi querida Mildred, había llegado a su fin. Su mustia risa, epilogada por esa tosecita que cortaba la noche, me lo confirmó todo. En el ambiente, un olor a chocolate saludaba mi intromisión.

Y me alejé de esa puerta. Y me alejé de su vida también.

Pero entre nosotros al destino no le cabe hipocresía. En este pabellón de cadáveres vivos la eternidad se mira en el reloj y jurar amor eterno es más honesto que jurar amor para toda la vida. Unas noches después de su traición, aquel hombre cuyo nombre no puedo recordar murió en sus brazos. La ironía del destino quiso que una barra de chocolate se encargara de vengar la afrenta. La tableta, en derretida y pesada travesía por la garganta de su amante, había coincidido en el instante en que uno de sus habituales ahogos nocturnos lo poseía. Fue demasiado para él.

Pero eso no fue lo que más sentí. Lo doloroso, lo verdaderamente doloroso, fue que usted tomó la decisión de partir a su lado. Me abandonó, sin preguntas ni respuestas, sin siquiera un adiós.

Y ahora, cuando extenuado me miro al espejo, cuando apenas reconozco el reflejo del esperpento que sincroniza su asco con el mío, descubro, una vez más, que la sigo queriendo. Que si no luché acá, quizás allá tenga mejor suerte. Que al fin y al cabo, usted, tan lejos no está. Sin embargo tengo un encargo que cumplir ahora. Por el momento cumpliré lo acordado; revisaré que su nombre esté correctamente escrito en la lápida, que los tulipanes estén donde usted siempre deseó y que sus restos, al fundirse en la tierra, tengan como fondo una música de Vivaldi.

Luego recordaré el nombre de su acompañante leyéndolo en la lápida vecina.

Más tarde, Mildred, aprovechando que es domingo y que llueve, iré por usted.