Jorge Gómez Jiménez
Después de que los bomberos apagaron el incendio, los hallaron abrazados y sonrientes, felizmente muertos, fundidos en una incomprensible masa de carne quemada, cabellos y algunos jirones de ropa que aún llevaban consigo.
Nunca supo quién ponía esos objetos allí. Ahora suponía que eran lanzados por niños desde la calle, hipótesis factible pues el armario estaba frente a una ventana que permanecía abierta durante el día. No siempre encontraba algo, en ocasiones la búsqueda era vana; sin embargo, cada vez el objeto encontrado era distinto. Un reloj sin la aguja de la hora, un anillo al que le faltaba su piedra, la rueda dentada de alguna extraña máquina que debió de ser inmensa, una pata de conejo convertida en llavero (con dos llaves), la cabeza de una muñeca; así de variados e inútiles, pero igualmente maravillosos, eran los hallazgos.
Tampoco tenía muy claro qué había sido de todos esos objetos. Al crecer, llegó el momento de ir a la capital a estudiar y desde entonces sus visitas a la casa fueron más espaciadas; finalmente, la abuela murió y la casa fue abandonada, aunque su madre la mantuvo como parte del patrimonio de la familia. Pero el señor Gerard nunca conservó, sin saber la razón, alguno de sus tesoros.
Ahora, con cincuenta y dos años recién cumplidos y su madre también muerta, el señor Gerard había vuelto sus ojos hacia la vieja casa, con la intención de venderla y sacarle así algún provecho. Un amigo se encargaba (al parecer con éxito) de la promoción y venta del inmueble; mientras tanto, el señor Gerard quiso visitar —por última vez antes de su inminente demolición— la casa donde transcurrieron sus primeros años. Reservamos vastos espacios de la memoria para venerar cosas inanimadas.
Llegó al pueblo a media tarde, con el pensamiento fijo en la casa y el armario. No tenía conocimiento de que ningún mueble hubiera sido vendido o extraído de alguna otra manera. No se permitió reverencias cuando traspuso el umbral de la puerta. Simplemente subió al segundo piso y entró a la habitación donde estaba el armario.
Sintió un largo estremecimiento cuando se enfrentó al viejo mueble. Ahora le parecía más pequeño y burdo, y la hendija entre el borde inferior y el piso era tan angosta que dudaba que fuera suficiente para albergar una mano humana. Se preguntaba si seguía escondiendo tesoros. Así que se agachó y trató de meter la mano bajo el armario, pero tuvo que sacarla y arremangarse la camisa para poder hurgar a sus anchas.
Sus dedos se toparon con algo duro y redondo, parecido a una pelota. La atrajo hacia afuera; se trataba de una extraña caja de música esférica con un pony azul en el centro. No se sintió satisfecho: volvió a introducir la mano y continuó la búsqueda.
Tres días más tarde, el amigo vendedor entró a la casa con una pareja que la compraría para instalar un albergue. Quizás ni siquiera sería preciso demolerla. Cuando entraron a la habitación del armario, hallaron al señor Gerard hinchado y hediondo, acostado en el piso, con una mano asida a una esfera y la otra oculta bajo el viejo mueble. El examen del forense determinó que había muerto a causa de la mordedura de una serpiente. El ofidio culpable jamás fue encontrado.
Había una gota eterna que caía por entre las junturas del techo y las paredes y que había formado un charquito en un rincón del cuarto. Era como un mensaje de la lluvia, la visita al enfermo que no podía dejar de dispensar. Evalina veía de vez en cuando hacia la ventana y sonreía a las diagonales líneas de agua que golpeaban la calle más allá de los límites del colonial marco de madera. Allá afuera estarían los transeúntes tardíos maldiciendo el agua fría del cielo mientras corren frenéticos en busca de cualquier toldo.
Pero dentro de Evalina no. Ella bendecía la lluivia y la amaba tanto como yo la amé toda mi vida. Habían sido demasiados años bajo la lluvia o el sol intenso. Ella debía estarlos recordando uno a uno, mientras veía el agua en la ventana y tomaba y acariciaaba mi mano.
Hace algunos años de eso. Ahora, Evalina viene a mí en cada aguacero, transformada en, justamente, agua de lluvia.
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