Artículos y reportajes
El carrusel mediático de Barthes y Babel
en Broadway (goce y humillación del texto)

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Roland Barthes

¿Sabes que hace 25 años murió Roland Barthes? No, y no seas rebuscado, ¿quién era Barthes? Le miré el rostro de interrogante, como sin desayuno, tan virgen, un futuro incierto. Que estas cosas sucedan en la redacción de un diario, sorprenden hasta a quien hace la página de obituarios, la única que cuenta con protagonistas nada de ostentosos, más bien sobrios, quitados de bulla. Tal vez la humildad se base en un protagonismo no deseado. Aquí la línea de la vida termina siendo recta, finalmente. El zigzag de la genuflexión humana seguirá viajando por el corredor de los vivos. La muerte en una curva sólo espera. A Barthes se lo llevó el azar, como a esta conversación inútil, que sale por la ventana a una pequeña terraza y salta al vacío, es paloma, es de nadie, voz en el desierto de la palabra. Me asomo y la veo caer suavemente en una escalerita de luz, doblándose en la cintura su cuerpo femenino, de esponja, en un suéter color pastel, y las formas del cuerpo van marcando cada escalón como idolatrando las sombras, su último, auténtico contenido. Y se detiene, vuela, cierro los ojos sobre la ventana, ya no me pertenece. Barthes, con su cara árabe, enigma de zorro parisino, sus signos de duende hosco, solitario, iluminado. Se siente a esta hora un sabio silencio, no de olvido, sino de la majestad de la ausencia del francés. El azar es un signo contrario, a veces, y RB, que nos venía tocando la flauta de la palabra, descubriendo, develando los textos en su placer, desencanto, advirtiéndonos que la lengua era fascista. Opresora por naturaleza, la lengua que masca la manzana prohibida, Barthes le otorga el placer de la seducción, y yo diría que se cuelga del miedo para impulsar el vértigo de su descubrimiento. A cada signo, una vela. Un ser utópico, un viaje sostenido en el tiempo, el closet con su página en blanco, Barthes le daba la vuelta a la esquina del tiempo, un solitario alumbrado en la noche. Trajeaba las palabras, vestía de significados la atmósfera que construía, no se reconocía en el tiempo, ni en las huellas que dejaba la sombra del placer. Textos para beber una, dos, mil veces, bañarse otras tantas sucesivas, tejido de la tela en la araña, velo que el sentido vuela, la palabra en su aroma, la puerta es de hierro, sésamo en el sueño, abismo en su cerradura, el tiempo indefinido que la memoria retiene, olvida, juega a ser pasado, porque el futuro siempre da un paso hacia delante y no se detiene en el recuerdo que fija el pasado. Barthes no desnuda la palabra, les abre sus piernas y ausculta por el hueco oscuro que insinúa el lenguaje, y lo que podría ser un acto más apropiado para el Moulin Rouge, él lo erotiza, le recorre los pisos subterráneos con una pequeña vela medieval para documentarla en su luz opaca, y la desmantela de su inquisición para hacerla más libre, sorprendente, auténtica, poética.

 

Averno y Cielo del texto

El texto es su averno y cielo, boomerang de su propio impacto, entre el que lo construye y su destinatario. R.B., Roland, toca las vértebras del placer, indaga en la sensible piel, el lomo de las palabras y sus significados reales bajo sus indóciles piernas, y acierta cuando advierte que sólo lo nuevo es el goce. Por el contrario, el mensaje opresor —lenguaje encrático—, aparentemente pedagógico, siempre oficial, rotundamente comprometido con el discurso estructurado de antemano, es la máquina repetidora, banal que sigue taladrando hoy la sociedad omelette del siglo XXI. Barthes, ya somos una tortilla de huevos en descomposición, el discurso oficial tiene el triple encanto del salto mortal de la mentira, y cómo resucitan los dueños de la mala fe en medio de sus palabras totalitarias. Barthes es un poco el James Dean del lenguaje nuevo, su incansable búsqueda detrás de la pared, intentando interpretar la música ordinaria de Babel, lo que tejen las hilanderas del poder, los poderes fácticos de Ciudad Gótica y por ello podemos calificarlo como al protagonista de Rebelde sin causa: Forever Young. Sueña como si fueras a vivir para siempre. Vive como si fueras a morir hoy, James Dean, sentenció una vez sus días con esas mágicas palabras, con las cuales vivió y murió en la plenitud de su tiempo. ¿Siempre habrá un Este más allá del Paraíso? No lo sabemos, pero JD trajo una música nueva, como las palabras de Barthes, sólo que se la llevó demasiado temprano. Dean fue un ritmo de lo nuevo, no de la moda, que inauguró después como un subproducto de su original modo de vivir. La moda es una repetición, inaugura el destello de un presente, pero es corta de piernas, porque no es más nueva por ponerse de moda, y el encanto de su éxito radica en su efímero presente, futuro casi inexistente, su muerte repentina, inadvertida.

La moda es como esos textos que saben a naftalina, huelen a hospital, a epístolas por encargo, pasan y no perduran en el corazón. Es un preámbulo de la pequeña felicidad. La moda cambia, cambia, se aburre de sí misma, busca rostros, trajes nuevos, en un mismo espejo. Pende de un hilo, hilván, de la puntada “mágica”, de una gracia, gusto de época, de la arquitectura del flash de la publicidad y del discurso que pone a rodar la talentosa orquesta de lo nuevo. La moda es O.K. Se sudan en la moda las braguetas que no se tienen. Caen las bragas y penetra la moda en la pasarela de moda: Milano, París, Nueva York. Lo nuevo no es el espejo o lo que en él ya no se reflejará. Lo nuevo es el goce, la fuga hacia delante, precisa Barthes. Ya advertía en El placer del texto (1973), que a pesar de los nuevos libros y expresiones artísticas, el sentido era el mismo. Hoy la banalidad dejaría sin habla a R. Barthes, porque se ha apoderado del escenario editorial una cultura bastarda inédita en el pasado, un orgasmo pagado por el Ejército de Salvación.

 

El último peldaño de Babel

Barthes construye su propia escalera hacia Babel, peldaño por peldaño, nunca sube hacia un mismo lugar, y no espera un triunfo o una derrota del texto y la palabra en el mismo lugar del cuadrilátero. Fue un buzo en el diván del texto, incursionó en él y en la cultura, con toda la libertad de pensamiento, creatividad, y heredó una curiosa manera de convivir con los productos culturales más allá de los usos primitivos del consumismo y de la mirada topo. Fue un crítico de la crítica, y cómo le hace falta una voz de su espíritu y grandeza a esta Caja de Pandora horrorosa que suena como matraca en el mundo del espanto y deja volar sangrantes degollados pájaros de mal agüero, cuyos plumajes, alguna vez de colores encendidos, caen convertidos en cenizas. El tiempo es un círculo veloz que se borra en sí mismo. La vieja máscara se maquilla mal y su colorete descubre la inocencia del espejo. ¿De qué se ocuparía hoy el francés en un mundo sin oráculos, ni videntes y con un puñado invisible de intelectuales que opinan sobre la marcha de la columna del horror? París sería un laboratorio, radar, ojo sobre el ojo, una fábrica de reciclaje donde se auscultaría y diagnosticaría qué hacer con el basurero global. Urracas, arqueólogos, restauradores, semiólogos, lingüistas, sociólogos, poetas, taquígrafas, psíquicos, lunfardistas, vendedores de fuegos artificiales, escritores de folletines, mandarines del ocio, profetas desempleados, mimos, artistas del trapecio, abogados sin tribunales, especialistas en Diarios de Vida, titiriteros, ventrílocuos, finalmente forenses. Todos tan necesarios para entender el pasaje del camello por el hueco de la aguja, descifrar el aroma en El Jardín de Rosas que penetra el planeta global, y cuando nos habla el mediático chofer del cine mudo, sólo vemos el gesto, la mueca, el babélico discurso de un mundo más seguro. Y todo estalla mas allá de la alucinante retórica, del vacío que deja el cuerpo, la voz del delito. Qué nos diría Barthes de este espectáculo alucinante, donde las palabras y los hechos se disfrazan de una supuesta, falsa, increíble veracidad made en el poder fáctico, y en el reciclaje los hechos serán negados antes de que el gallo de la medianoche cante.

Barthes hoy escribiría La humillación del texto, la espiral infinita de la mentira y el miedo. Mirando desde su pasarela, el francés, adivinado en la sobra de sus palabras, en el esqueleto de la Torre Eiffel, arrastrando las erres como un viejo Citröen después de la Segunda Guerra Mundial. Roland de Rolando en su Chanson, el terrible Barthes, comiendo con el gusano de las palabras la realidad del intertexto, la excusa inalterada de un nuevo miedo, la infancia que nunca acaba en un parque francés. El miedo en el vacío, el horror en una escalera de fuego sobre Manhattan o la ventana sin ojos sangrante en Faluya, la mueca despeinada, y el texto cuenta su historia de rodillas en camino bursátil de la palabra, la vieja trampa del cocodrilo que llora a su víctima. El texto recorre los subterráneos envuelto en papel de diario, entra a un bar, prefiere ver la TV entre las ruidosas copas, adivinar en el flash el tiempo pasado, como fue ayer, y dejar el hilo, el curso quemante del nuevo bautizo de la muerte, y seguirá arrastrándose el ruido en su garganta, hasta llegar a casa, sentarse en el sofá y dejar correr el agua de la tina del baño... letra mojada, Barthes, sólo palabras liberando su estrés y corre el telón. (Mi editor sigue entre sus cinco teléfonos atado al hilo de la voz, hipnotizado en el pequeño canto del deber, las otras palabras que sólo él escucha le arrastran el oído, los sentidos, y de sus gestos el rostro nos comunica noticias para archivar en el olvido, informes bajo el truco de la inocencia de un mundo mejor, lo veo como el espejo de la infelicidad, la noche triste del deber cumplido, ese crepúsculo del solitario, lunar negro de un mediodía cualquiera, el Editor naufraga en el hilo, su corbata torcida, su cuello acalambrado, las noticias simplemente se le atraviesan en su cuerpo ya vencido. Si alguien le abrazara o palmoteara la espalda, saldría un polvillo azufrado, los restos de una comida mal asimilada, crujiría como un aceite repasado el sartén por días, y caería en pequeños cubitos sin posibilidades de armar. Todo tan rápido y yo no aceptaría el cargo aunque se desplomara bajo mis pies el diccionario, el alfabeto, la Biblioteca del Congreso, o me arrastraran entre papiros y llamas a la vieja legendaria Alejandría y me hicieran académica de la lengua de Babilonia. Todo por una calle sin tiempo con el Poeta, la montaña que mide nuestros pasos, el principio del aire, la palabra, un comienzo dibujado en las manos, su rosa favorita, sólo el presente para un futuro repetido. Las estaciones que dejan sus nostalgiosos olores / la piedra que es camino, todo en la vereda de la vida / los largos pasos del horizonte / un poco el día subiendo con Dios una escalera sin fin. / Leyendo el poema que te traduce el corazón / sintiendo las manos que son de dos / el día que es morado rosa azul / un pájaro con sus alas / un nido con sus críos / no más alto que el sol / en la nube perfecta / vamos tú y yo soléandonos.

 

El vapor medieval, la otra luz del texto

El Editor sigue literalmente atrapado en los cables y mensajes, no se resiste y no pareciera necesitarlo. En la dulce entrega está el placer de la conquista. Es insuperable el cuadro que crea su imagen de derrota mezclada con esa súplica que se niega a traducirse en socorro. Quisiera reír, por momentos zafarse, aunque fuera entrando a un baño y dejar caer el agua sobre el rostro como un manotazo de la nada que borra todo por encima de los pensamientos. Su saco verde me hizo imaginar la cancha de golf desamparada en miniatura que mantiene en el cuarto contiguo a la redacción. Sólo tres hoyos: el 7, 11, 13 y unos montículos y pequeños fosos de arena ridículos, y al fondo un paisaje que se pierde, fuga en sí mismo, veranea como un trébol despeinado, con toda la suerte del mundo. El mediodía nos mordía los talones: no habría mesa creativa, mejor, ni de ideas, ni opiniones, consultas, y sólo me llevaría mi agenda con una seña de suerte. Son los días llenos de cables: textos en el intertexto y viceversa, los movimientos recogidos en el silencio de un gato de angora. Debajo de su grueso abrigo puede llegar a esconderse la noche, el manto secreto de las palabras. Alzo la mano en señal de adiós y me voy con Roland traduciendo el viento de la historia que se la lleva como un cometa sin nombre anclado en alguna azotea, aunque el cielo seguirá estando lejos. Un águila de acero deja caer sus sueños y vuela. Barthes se iría de picnic cada día en el Central Park en medio de este paisaje de Ali Babá y los 40 ladrones, seguramente con una motosierra se instalaría a cortar en rodajas la Bolsa, las boutades del New York Times y de toda la prensa que viene ejerciendo la mentira disfrazada de libertad, democracia, pluralismo, ingredientes básicos de un mundo mejor, porque ser libre es algo difícil con los vientos cruzados que corren en estos tiempos y otros por venir. Los días pasan agachados, con muletas de mula que sigue la huella por la montaña sin ojos dormida en el silencio del precipicio que le espera. En alguna parte de la ruta se descabeza el tiempo, el cuerpo se deshoja, sin ojos se desvencija la humanidad en el corredor de la muerte, sin prisa en el original cementerio de la noche, y una alforja roja de peces cae del silencio de la montaña, rueda porque tiene que rodar. Un ejercicio natural de la sombra sobre el objeto. Si la palabra recurre al miedo, se gasta. Si hace fiesta con el verbo, puede ahogarse en la retórica. Si es paciente en el acantilado de su fe, puede perdurar. Pero si imita, copia, plagia, se hace bastarda. La palabra es aventura, el pequeño gran viaje de la soledad. El duende de las orejas rojas azules verdes amarillas que juega sobre una ola. El parabrisas me abre la lluvia, aclara el paisaje. El día no desaparece en vano, el turno de la noche es su bien ganada oscuridad. Nunca piensa que un mantel blanco le arrebatará el reinado en su rutina. Entre el bien y el mal, la noche escoge su propio silencio. La infernal rutina monologa cada noche con el insomnio. En la cuerda floja, todos los gatos sonríen. La oscuridad les enseña a ser transparentes, como a las palabras. Vocales negras, consonantes oscuras, sílabas de noche, abecedario nocturno, Babel, sólo Babel viste de luto cuando están de fiesta las palabras. Doblé por la recta donde me dirijo, y es curva tal vez la línea oscura, en la derecha sombra, el camino virtual, pero real, lo que rueda en cuatro el trébol, el ciego hallazgo de un nuevo día. La lluvia también se agota y deja un vapor medieval.

 

¿Profeta del closet o voyerista del lenguaje?

¿Barthes le quitó la coraza a las palabras? ¿Fue Quijote, Sancho, Sade, bailaor, gitano de su destino, torero, cirujano-poeta, forense, voyerista de la palabra, profeta del closet? ¿Caracol, laberinto, escalera, desierto, cúpula, bastón, mantel, túnel, muro, enredadera? El paisaje es un mundo distinto enrarecido que estalla en la resaca de un borracho, el tiempo no existe. Roland, las distancias son un kilómetro menos cada segundo, pero nada es nuevo, sólo distinto, ni el futuro cambia, porque nunca como ahora se hizo ruina antes de existir. Estamos ante un presente repetido. Un mall le saca la lengua a otro mall, el Mal al Bien, la muerte repite el gesto, pero no al muerto, toda flor expira y volverá a estar fresca sobre un nuevo ataúd o frente a mi escritorio, detrás del ventanal, en el jardín que la mano cultiva y poda. Tantas cosas, cositas, aparatitos, deseos, apetitos, sueños inconfesables, imágenes, juegos, conexiones, de hendiduras a fálicos propósitos, el hombre más oscuro, ajeno, que ancho y profundo, ligero de equipaje, desnudo de ideas, abandonado de propósitos comunes, encantado en la ranura digital/virtual/mediática/visceral, la pasión del miedo y su ascensor moral, la caja menuda de espanto, Pandora de horror, de humor violeta. Me pregunto, Barthes, qué haría con este cerro de mentiras, trucos del poder fáctico, cañerías circulares que gotean sin fin, las enseñanzas de los señores de la Guerra, de los Apóstoles de la ruina, Caballeros de la tortura, en este mundo del precioso disparate. La generación del Error se complace en presentar un mundo mejor, más seguro, en Marte, sin petróleo, con gases volátiles, abismos geográficos profundos, un espacio sin ejércitos de salvación de ninguna especie posible salvadora, ni Casa Blanca, ni corredores de la Bolsa, ni Oriente ni Occidente, ni chateadores, ni ONU, ni golfistas o vendedores de souvenirs, ilusiones, solos, completamente, más bien el espacio marciano deshabitado como el primer sueño rojo de la noche, un sitio simplemente sin semáforos, ni sastres, ni tribunales con abogados o esa gendarmería ciega de fronteras inexistentes, el espacio nuevo de la noche de Marte, del alba de Marte, del Marte de Marte en el calendario rojo del planeta conquistado por la ilusión, desesperación, ambición, intromisión terrícola. Qué diría Barthes de Las crónicas marcianas de Bradbury, quien espera en su casa en Los Ángeles que un martesnauta, en un día de estos, cualquiera supere la performance de las pequeñas maquinitas robotizadas y clave la bandera un Martes 13. Probablemente le interesaría al francés más Fahrenheit 9/11, de M. Moore, y se hubiese detenido a penetrar en su cortometraje, instalado con escalpelo de un verdadero gourmet del texto y sus circunstancias, detrás de la imagen, el horror, el futuro aplastado por la vieja ilusión de la libertad. Tal vez en la portada de un nuevo libro se habría abrazado a la magnífica estatua de Nueva York, esa francesa generosa, complaciente, soñadora, ilusionada en un hombre sin límites, libre de libertad y oportunidades: hombre dream. Sentado una tarde con Barthes en N.Y., deshojando margaritas —me quiere mucho, poquito, nada, me quiere— el Hudson ronco de fuerzas no vencidas por los aceites, ni el tiempo, sus aguas corren las horas, los días, el calendario, los ayeres, las torres sobre un tablero de ajedrez, Roland mueve una pieza con la gracia de quien se acomoda un sombrero al partir y yo siento en Manhattan un ruido de sirenas, el polvo rojo, húmedo, el calor en el pecho de la ciudad, su corazón arde, sólo el viento encuentra su espacio, y pasa, nada sobrevive casi al atroz juego mortal de la muerte. ¿Tablas con el futuro, se interroga? No, un ataúd, toco madera, Nueva York no para de reír, llorar, bailar, cantar, fornicar, la Gran Manzana es el gusano y el Paraíso, luz y sombra, marzo la cubre de nieve, su ilusión es blanca, Woody se lamenta de sus pequeños presupuestos, Manhattan, Manhattan no abandones a tu juglar, pasa el rollo y se sienta en una banca a contemplar la ciudad que se mueve como un muñequito, olvidada por Superman, en manos del Hombre Araña, pero con su telar propio. Barthes teje su texto en el hilo fino del tiempo perdido, asoma el ojo del sueño, camina hacia Broadway con una llave enorme —alguien pensaría que son de la ciudad— pero no, en una esquina un aviso indica: a la vuelta de esta esquina descansa el Príncipe de las Tinieblas, cruza Wall Street su cuerpo convertido en moneda, las calles van cambiando sus señales, las direcciones ya no son las mismas, las personas parecieran hablar de atrás para adelante, los mensajes se cruzan —algunos murmuran en voces crecientes: Barthes, Barthes—, un telón blanco cae sobre el Central Park con la siguiente leyenda: Yo chateo con Dios, pasa una mujer envuelta con un letrero y hace señas obscenas con el dedo obsceno vertical: La vagina no es un monólogo, la calle es un coro: El amor libre es una estatua, Nueva York la leyenda viva del miedo y la libertad, el francés no camina por sus calles, viaja, levita, flota como un signo idolatrado, caen flores de los edificios, perfume francés, un olor a queso y ratón recorre la ciudad, es Mickey en una esquina dirigiendo el tránsito (no lo vayan a atropellar nuevamente), un nuevo cartel desciende sobre la acera: Fantasía, tú eres mi realidad... Se sube el telón...

Flash... Hace 25 años, Roland Barthes, crítico, semiólogo y teórico de la literatura, fue atropellado por una camioneta al salir de la casa de Jack Lang, quien sería ministro de Cultura en Francia. Murió en un hospital de París, como un desconocido, porque ese día no llevaba documentos de identidad. (Se baja el telón).

 

Babel, la palabra no tiene futuro

Roland, Roland, en el placer está el texto, la ciudad se goza a sí misma, nubes rosadas, grises, blancas, celestes, negras, comienzan a entonar en los alrededores de Broadway la letra Nada nuevo bajo el sol / un rayo de luz no me viene mal / Si tu corazón arde / todo estará bien, Nueva York / El sol no está a la derecha ni a la izquierda / sólo está sentado ahora que tú sueñas / Un camino cuando es verdadero, tiene luz propia / Nunca intentes alquilar el sol / para iluminar una mentira / Como todos, el sol tiene frío de noche / Cierra los ojos y abrirá una nueva mañana. Llega Roland Barthes a las puertas del teatro, y sobre una cama encuentra la tercera edición de Siglo XXI (1980) de su libro El placer del texto. Una joven con rasgos cosmopolitas, pelo ensortijado de varios colores y que sus amigos le llaman Babel, comienza a desabotonar sus largas piernas de guitarra, el ojo mágico de la cámara se detiene donde el placer escribe su mejor texto. Sólo arroja miradas de júbilo. Dibuja en el aire la felicidad que la retrata, el sueño que la habita, la escena que la desdobla. Babel está feliz, sabe que no es cuerpo de hierro sino piel, jugoso melocotón, alma de estrella adivinada por el tacto de los ojos. Brilla la cápsula de su cuerpo y se siente cómo N.Y. se desnuda detrás de las persianas y una luna tibia endulzará sus coños esta noche. ¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre?, se pregunta con razón Barthes y la pregunta le calzaba en toda su estatura a Babel, plácida en el lecho siempre virgen del texto, ella, muñeca en open, espuma del lenguaje, fosforosa infusión del idioma, lengua bilingüe, viva, golosa, divertida, porosa en el verbo, carnal en las formas y todos los contenidos. Babel desordena los sentidos. Crece el verbo en tus noches. En ningún sitio lubrica más el texto que en su propio vacío. Se crece en la tibia profundidad y se oxigena la palabra. Babel ya es una rosa descifrada en el misterio. Roland no se detiene, vestido de blanco bajo la nieve de N.Y., una gran sonrisa para un inmenso espacio para el sueño, globos rojos sobre el techo de Broadway, la felicidad es un carrusel de helados de fresa, todo signo se borra asimismo, es contrario a su propio espejo, es paréntesis blanco de su pasado, ruido prisionero en su campana, y aun así persiste en ser señal de su mensaje y cuerpo de su verbo. Todos se calzan sus máscaras. El teatro es un vivo ejemplo de la realidad, genuino pretexto, a veces, de la vida. Un mimo de rojo cruza la calle repartiendo The New York Times, la edición de 2013, con un titular de portada: La muerte es un negocio eterno y usted nace como un accionista. Barthes ya está con Babilonia. Ella susurra palabras, pareciera estar orando, una ceremonia de preparación, al borde de la cama, las palabras rozan con el precipicio, de canto van cayendo, amontonándose sin sonidos. A Babel ya no se le entiende nada. Alguien le pasa una escalera azul a Roland. Es una jovencita vestida de estrella. Le gritan sky, sky, y él sube otro escalón y vuela. La multitud grita, ríe, llora, están verdaderamente excitados, son un muestrario de deseos, se sienten parte de un reglamento, cuerpos bajo sospecha, fichas de lecturas posibles, nadie les llamará por su nombre hasta que cierren un ataúd con sus cuerpos. Si morí, no me lo recuerden, diría un epitafio. Los obituarios debieran tener otros contenidos. Por ejemplo, la muerte debiera pagar el entierro, brindar un seguro de vida en la eternidad. Asegurarse que la muerte es de por vida. Confiar en la muerte es asegurarse el futuro.

 

Mother/Mamá, la historia se repite

Miles de neoyorkinos comienzan a llegar a Broadway con objetos atemporales, algunos reciclados del pasado siglo (un tiempo ya absurdo), otros con la moda de las últimas 24 horas, vienen trajeados con lo mejor de su closet, traen guitarras, instrumentos de viento, muchos clarinetes, saxofones, unos vienen con un cartel sobre sus espaldas y la leyenda dice: “sólo traigo mi cuerpo”, mujeres que vienen a compartir sus sentidos, el olfato —es una gran orquesta humana silenciosa que se desplaza, según las emisoras que comentan esta procesión sin precedentes—, una suave nieve no impide el paso, no niega la trascendencia del momento, la ciudad está en manos del deseo, la policía ha desaparecido, los automóviles se detuvieron, avanza la marea como en un sueño, una gelatina que se acomoda en las calles, el movimiento es el lenguaje (nadie se conoce, nadie se olvida, todos están), N.Y, la manzana favorita del forastero, reza un mensaje, un grupo de hombres de color juntos conforman una leyenda en sus pechos: “Humor negro de fábrica”, sólo dejan ver una ancha sonrisa con una hilera de dientes de oro, color, todo es color, y la muchedumbre sigue bajando por las calles con sus carteles: Babel, no digas una sola palabra; Roland, tú eres mi objeto favorito; No sólo se goza por un solo lado; Cadáver, la muerte no detiene a N.Y.; The New York Times: la mentira es un orgasmo disfrazado de noticia; Léeme los labios, Barthes, Léeme los ojos, pero léeme; Soy un texto de vacaciones, disfrútame; La palabra es una hoja de Otoño; La frase es el cuerpo del delito; Soy un libro abierto, hojéame... Sólo quiero respirar aire en el Central Park, que la tarde caiga como un océano lentamente, sin pasado, sin presente, sin futuro, que el tiempo se escriba a sí mismo, haga su historia lentamente, como la nariz de un pez sobre el cristal de un acuario. Toda prisión es un acto personal, una decisión solitaria, un movimiento que el tablero de ajedrez te deja jugar. El cuerpo camina en el vacío hacia Broadway a una última función: El lenguaje es Kamasutra.Y viene un estreno: Babel ama las lenguas muertas.

Hay telones que se bajan solos, épocas que tiemblan de miedo, lugares más comunes que otros, tiempos e historias repetidas, escenarios volátiles, avances que deshumanizan más que otros, caminos siempre más cortos o más largos, guerras más cruentas, salvajes, injustas que otras, uno y el otro en la balanza de todos, el largo sueño mediático del siglo aldea, somos la inagotable caja negra a punto de vaciar información, un dato, el coro de la noche griega, polaca, americana. ¿Hay que estar viejo para contar historias o ser olvidado por el tiempo? ¿La historia se repite por vieja u olvidadiza? Es banquete, calavera, verde prado, desierto, un cuento largo de nunca acabar, un cocodrilo que respira bajo el agua, el sueño de un idiota que cree en la historia. La noche se da vuelta en su almohada plástica, los hechos se consuman, las personas los consumen, los poderes fácticos los divulgan consumados. ¿Consumíos los unos a los otros y eso es lo global? Actual es mi pasado inconcluso. ¿Hay que estar en una secta para ser sectario? ¿Es más frío el cielo que el infierno? ¿Qué nos enseñan nuestros hijos? Mother/Mamá, la historia se repite.

(Siempre un paréntesis, Barthes, Roland, y me pregunto si se puede soñar con un Poeta. ¿La nube siempre será más alta que mis pies? ¿Cuántas escaleras para alcanzar un poema? ¿Cuántas palabras para hacer una escalera que alcance el poema? Prefiero comer frambuesas, mientras la ecuación se hace en mi cabeza. Romper el silencio, clavar un clavo en la luz, dejar que el olor de una mandarina se confunda en una habitación. Tal vez surja el poema como una cabeza de agua, el río que todo se lo lleva o la flor de la noche que sueña el poeta. Detrás del poema, el poema, lo que el río y el tiempo llevan.)

Macero un texto en el acordeón del abecedario, Roland. Primero sobre su orilla, luego me detengo en el ombligo, donde respira íntima, solitariamente la palabra y los contenidos de un imaginario, que el texto construye para sí mismo. La palabra cautiva en su bóveda, y la lengua en su pequeña caverna muda, monologa. Pulso en su mediodía el texto, la luz que arrebata su sombra e ignora el espacio. Es una coraza o un tierno lirio. A veces siento que me ignora, pero nunca deja de ser mi cómplice. Es un camaleón convencido de sus colores y ocasiones. Se mimetiza para representarse mejor el silencio. ¿La palabra me adivina el pensamiento o yo muerdo su anzuelo? Mientras más escribo, aprendo a ser inédita, repetirme en el futuro, a quebrar el cuerpo del texto en el trigo. ¿Barthes, quién nos espía antes de escribir, quién nos condena por escribir, quién dijo la primera palabra y también prohibir? ¿Qué no nos quiso decir Roland Barthes y nos dijo finalmente? ¿Dónde estamos, frente a qué: en el Banquete de Platón, La Última Cena o dentro del Circo Romano? La lengua es fascista, opresiva, dijo Barthes. ¿Estaba leyendo el futuro? Me pregunto qué haría ahora con este museo de la palabra digital, un encantador del verbo como usted. Roland caminando en un bazar lleno de palabras, donde los clavos no causan dolor al fakir y la alfombra mágica sobrevuela los idiomas que Babel enreda en el enigmático, intraducible abecedario de sus piernas. Un mapa entre sus manos, viendo la posibilidad de que ningún camino le conduzca a la Casa Blanca y tal vez le agradaría una hamaca, para contar en las ardientes, tórridas noches de la palabra: un Nerón, se balanceaba como un elefante sobre una telaraña. En la Red se puede entrar una, mil veces, a un mismo lugar, por la falsa puerta que deja entrever El Jardín de Rosas. Ahí seguirán resonando los pasos que el mundo acepta a regañadientes. El Gran Inquilino los seguirá dando por todos nosotros.

 

Del final tenaz epilogar

No todo es goce en el texto, ni placer. Babel no es feliz. El texto sonríe, goza, llora, se traga sus propias palabras. Si es cómplice, alcanza la gloria. Vuela sobre los pies, asciende los cielos. El Texto no es un ángel, ni un salvador. El texto tiene una casa propia, su misterio, dolor, objetivos, sueños, propósitos, alcance, manera de sobrevivir, y sobre todo, decir. Los poetas nos hablan de la música del texto. En ese lenguaje no debiera haber más concesión que su encantamiento, la magia del Verbo en su máxima tensión. Donde la cara de todas las monedas es una sola. La casa del Texto le pertenece al lector, juez y parte de unas mismas palabras. Puede ser su ruina, si el Texto no responde a las necesidades del lector. Tiene sus propios resortes, guiños, pausas, paréntesis, movimientos, enigmas. Un texto nos puede dar todo, hasta el silencio. Debe ser un viaje, la rueda que gira, un espacio nuevo. La palabra es asombro, un encuentro, monólogo con la soledad del otro. El texto es mudo, pero de alguna manera nos habla. Todo texto, si es verdadero, exige una averiguación personal, íntima. Hay que saber estar a solas con el texto. Él nos responderá, sacudirá en algún momento. De alguna manera nos pedirá que nos pongamos en su pellejo. Texto, textura, piel, más hondo, el ojo del texto nos mira, absorbe. Surge como una canción que se tararea a sí misma, y es la voz interior del texto que nunca se apaga si afinamos el oído. El texto no se defiende, se escribe, presenta. Está siempre en las manos de Dios, el lector.

Al texto se le humilla cuando no se le lee, se le mal interpreta, se le da un uso incorrecto, cuando dejamos irnos por nuestro propio ruido interior. No sólo un lector está en capacidad de humillar el texto por olvido, negligencia, gusto personal, miopía. Es ya un hábito que editores, periodistas, editoriales, escritores, escribidores anónimos, jurados de concursos literarios, periódicos, gobiernos, relacionistas públicos, exhiban sus odios, bajas pasiones e instintos, celos, envidias, y pongan en juego sus doradas, lujuriosas bilis, y como aves de rapiña desciendan sobre el texto. En la noche primate del tiempo, todo es posible. En Internet el texto es aparentemente libre, pero también está expuesto a los vicios del despojo anónimo, su manipulación, a inconfesables actos depredadores, sutiles maquillajes, castramientos, el perverso acto del mancillamiento. La golosa gelatina lo traga, centrífuga, expande, difunde y convierte en oración pública. Bajo sus alas negras rezan los cuervos y el texto es mutilado, descuartizado, vampirizado, es mudo testigo de ruines personajes, que le plagian, ocultan, burlan, olvidan, desechan, y suelen divulgarlo a medias o apropiarse de sus raíces. Por eso, en las noches, bajo las estrellas llenas de nieve, con sus lámparas verdes, los escritores de weblogs dejan sus tibias sábanas, avanzan por los corredores de la libertad en sus casas y se montan en sus pequeñas laptops iluminadas por el deseo y cuentan sus historias, hacen las cuentas con los poderes fácticos. En los mediodías, cuando el tráfico arde en algunas capitales, ellos se concentran frente a la pantalla y vacían sus palabras. Es el pájaro que vuela de la jaula. Ya la noche seguirá durmiendo más segura. Hay quienes aún ponen de rodillas el texto y el espejo les devuelve la mirada. Se sienten las tijeras en el aire, las cortadoras de césped, pequeñas espadas, cuchillos, filosos dientes de viejos dinosaurios perdidos en sus catres de bronce, como abuelitos de la prehistoria. Cuando los medios reciclan la banalidad, erigen altares a la estupidez, construyen palacios al lugar común, la palabra, el texto, las relaciones humanas, se empuercan un poco más cada día. Talk show —la mentira real—, la palabra y el gesto, todo el mensaje da la vuelta olímpica por el Coliseo Romano, y el Verbo esclavo soporta la arena, el león que lo decapitará. La humillación más grande del texto proviene de la mentira, el engaño, la simulación. La orquesta mediática está tocando la simulación del Verbo como en los mejores tiempos del Titanic. El humo es negro, en la Santa Sede de la palabra. Lo que no saben es que el texto seguirá respirando en el lector.