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“Árbol en invierno”, Betsy BauerTres notas

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Habaneras

La canción ha sido desde siempre la compañera inseparable del ser humano, haya ido éste a la Gloria o al Infierno, al placer o a la guerra. Con canciones lo durmieron: las llamaron nanas; con canciones jugó a la comba, al teje, a la rueda, en cuyos versos iban escondidas normas del ser y del saber estar que habrían de servirle para cuando se midiera de adulto por los caminos; con canciones se acercó al amor, o celebró sus logros, o reafirmó sus creencias, y así hasta llegar a las endechas que se le han venido dedicando en el último viaje.

La forma de la canción puede ser como decía un viejo libro: una modulación de la voz: pero vamos más al fondo. Hay canciones, en especial si son tradicionales o si no han sido pasto del olvido como las que hoy se venden “de usar y tirar”, que suelen llevar en sus pliegues algo tan complicadamente simple como la nostalgia. Si el individuo se aleja del terruño y siente cantar algo que aprendió de labios de la abuela o de la madre, se le vendrá encima el pueblo, la casa familiar y todo el peso de la memoria grata. La música repentina le hará cerrar los ojos para mirar hacia dentro, allá donde mora el ánimo.

Lo mismo pasa si ahora —décadas después para unos; absolutamente presente para otros—, surge inesperadamente en la radio de costumbre una canción cualquiera de Lennon y McCartney. El corazón regresará errante a un tiempo mágico en el que dos y dos parecían ser cinco aunque siguieran siendo cuatro.

La habanera entra de lleno en este marco de sensaciones con un derecho propio que la avala: nada menos que el de haber sido cantada y mimada por varias generaciones desde que gentes de España fueron a Cuba y al volver trajeron la semilla del son, la sembraron por estos lares y floreció pujante, como si en los entresijos de sus cadencias, aquellos seres repatriados contaran cantando a sus descendientes lo que pasó en Cuba, dejando claro que de todo el barullo humano no quedaron a flote las maldades, ni las venganzas, ni las muertes, sino algo tan bello como la canción, habanera en este caso, para alimento del espíritu común que, al igual que el idioma, une —debería unir— a los que habitan ambas orillas.

Viene a cuento el cuento porque durante el trayecto en el tren AVE desde Sevilla a Madrid, un grupo de muchachas y muchachos “que no dejarán desiertas ni las calles ni los campos”, han venido entonando habaneras sólo interrumpidas por el altavoz anunciando sus cosas o por los insoportables conciertos de los teléfonos móviles. Sus voces han impregnado de emoción contenida el vagón y los viajeros se han sentido inmersos en los sones que le sugerían sabe Dios qué momentos íntimos por las tierras cubanas.

Para el que esto escribe, el lánguido ritmo, el compás que parecía descompás, las hermosas letras, dijeran lo que dijeran, hablaran de lo que hablaran, hacían honor en su hondura a uno de nuestros grandes poetas que, palabra arriba o abajo, dejó pura esencia al cantar en sus versos: “...hoy me basta con la canción”.

 

Ni zorro ni lobo

De nuevo la incansable Academia Norteamericana de la Lengua Española de Nueva York, que dirige el doctor Odón Betanzos, se ha pronunciado ante los miembros de las 22 academias de la Lengua Española que hay en el mundo y los rectores de planes de estudios de español en las universidades de EUA, sobre el fenómeno lingüístico conocido como espanglish, que es tomar, no palabras, sino meros sonidos de dos lenguas para sacar otro ¿vocablo? con el que entenderse cuando la cosa no da para más.

La Academia advierte de esto a los educadores universitarios americanos de la difusión del espanglish en la vida pública y los invita a reflexionar, antes de aceptar en sus planes a los defensores de esta deformación del español y del inglés, bajo el argumento de que el inmigrante de habla española debe aprender el inglés por ser el idioma del país que lo acoge, pero sin marginar su lengua materna, porque resulta grotesco que ambas lenguas se hablen mal. Ni zorro ni lobo.

El español de EUA está representado por focos mexicanos y puertorriqueños en el ámbito de Chicago; por el mexicano al sudoeste, el puertorriqueño al este (junto al dominicano y al sudamericano, en especial en Nueva York), y el cubano en la Florida. A este cuadro se suman gentes de Centro y Sudamérica radicados en grandes urbes como Washington. Inmigrantes, en principio, de escasa formación, que empiezan a transformar los vocablos ingleses que oyen en palabras espúreas, a medias entre lo anglosajón y lo español; por ejemplo, dicen “troca” por camión, “lonche” por almuerzo, o “basketa” por cesta.

Durante años esta mezcla no sale de lindes: hogar, amigos, calle... Pero las vías informáticas amplían su área al adoptar los usuarios términos ingleses españolizados, como “uplodear” por cargar; “dounlodear” por descargar; “deletear” por borrar; “chatear” por charlar; “printear” por imprimir... Esto, sumado al aliento recibido desde círculos universitarios por personas con una ambición desmedida por distinguirse, conocedores, además, de la existencia de buenos equivalentes, como son los diccionarios de informática en inglés y en español, favorece rápidamente la difusión del espanglish.

Para apoyar esta jerga se unen ahora los diccionarios de espanglish, usados en ciertos centros universitarios, hechos que surgen en momentos en los que hay gran interés en el sector hispano por aprender bien tanto el inglés como el español, idiomas que tienen en EUA incontables medios para ello. Visto así, impulsar el espanglish suena a atentado contra las lenguas que integran dicho nombre.

El espanglish aún no hiere en lo hondo a estos idiomas, teniendo en cuenta los 40 millones de hispanohablantes que viven en EUA; pero seguro que podría afectarlos sensiblemente cuado dentro de tres décadas los hispanohablantes superen los 60 millones.

Está claro que alentar el uso del espanglish en EUA es allanar un camino para, a la larga, imponerlo en amplios sectores, deformando así las lenguas de Shakespeare y de Cervantes, que sólo respeto merecen.

 

Crítica

Tengo una buena amiga, poeta por más señas, a la que una pluma especializada —al parecer— le ha hecho un estudio concienzudo de los versos que ha publicado en su último libro. ¡Criatura! (me refiero al crítico). La poesía de mi amiga es sencilla, inteligible a primera lectura, de las que no necesitan que se tenga el diccionario al lado para consultar rebuscamientos, poesía de las que llegan antes al corazón que a los nimbos metafísicos de los canalillos mentales. No es madeja. Es hilo suelto. No se viste de nada: sólo es poesía.

No sé por qué el interés del plumífero en cogerle las vueltas a la escritura poética de mi amiga, que, dicho sea de paso, no le ha pedido ni que abra el libro. Una vez le preguntaron a Luis Buñuel si el oso que se arrimaba al madroño en una de sus películas tenía algo que ver con el decimocuarto sentido oculto de un madrileño de Lavapiés que pasaba por la Puerta del Sol por casualidad. El director de Calanda dijo: “No sé por qué ve usted tantas cosas donde no las hay. Eso no es más que un oso, como podría haber sido un caballo, y un madroño, como podría haber sido un eucalipto”.

Mi amiga la poeta me ha dado el intragable texto que le ha hecho el crítico y me lo he zampado mientras se aromaba de café el estudio. Al final he sacado en limpio lo único obvio del asunto: que mi amiga resulta que es poeta y que ha escrito unos versos en una fecha y otros en la siguiente. Si acaso, por exprimir una gota exótica de sus páginas y por seguir el ejemplo buñueliano, en algún párrafo previo a los ejemplos versificados, señala el crítico: “La autora escribe estos versos a su pueblo”. Y a continuación pone los versos que mi amiga la poeta escribe a su pueblo para que sepamos todos que son esos versos y no los anteriores. Así todo, sin que la supuesta aguja necesaria que podría ahondar en la bella entraña haya salido de su funda.

Repito y creo, al igual que mi amiga la poeta, que en su obra no hay que ir más allá de lo que se ve y se lee, pero así ha sucedido; el de la pluma ha tenido la vana osadía de otear el infinito cuando el infinito estaba a pie de umbral. Si detrás de cada palabra no hay más que eco, ni el eco ha captado el crítico a pesar de su esfuerzo. ¡Lástima de tiempo, de papel, de tinta, de todo!

La crítica-lío que le ha costado tanto trabajo hacerla no ha pasado de reescribir, a base de notas al pie, el libro de mi amiga, o de poner renglones largos entre sus renglones cortos, que es como hay quien se empeña en distinguir la prosa del verso. Un tormento capaz de hacer odiar la poesía de por vida. Y el acordeón de camino.

Habrá que pedir muy seriamente al Destino que tentaciones de este tipo no caigan jamás cerca de uno, porque, analizada a su vez dicha crítica en plan recrítica, es como si los sencillos versos de mi amiga se hubieran traducido a un idioma ininteligible, con lo claros que son y lo certeramente que saben alcanzar el alma con sólo leerlos. Por supuesto, aunque a ella le importe un bledo la crítica del crítico especializado y reaccione como si se hubiera topado con el lobo en el bosque, sí que lamenta, con razón, que tanta gente gaste su vida criticando, no creando.