Letras
Pío, pío

Comparte este contenido con tus amigos

—Pío, pío —el niño miraba fascinado al pollito.

Pollito que picoteaba instintivamente los alambres de la jaulita. Pollito que escarbaba el suelo del tramado metálico, hurgando en la nada de pulcritud artificial migajas del alimento caído. Pollito que picoteaba y escarbaba sin prestarle demasiada atención a la cabecita castaña que lo miraba fascinado.

—Pollito.

El pollito se sacudió como de un mal pensamiento y pió una respuesta anodina:

—Pío, pío —picoteando, caminando. Registrando con el pico la totalidad del alambre que cruzaba mil veces en cuadrícula su mundo restringido. Un cubo metálico de huequitos, con un niño curioso que miraba, sólo miraba, al pollito piar.

Una hormiga extraviada entró, apresurada, por una esquina de la jaula, rozando con su abdomen la pista de olores, el sendero químico de Hansel y Gretel. El pollito volteó la cabeza de lado, uno de sus ojos, negro implacable, se fijó en la hormiga, sin pestañear.

—Pío, pío —con un certero picotazo captura a la hormiga y la engulle en un instante. Luego la deglute y la tritura en una molleja llena de piedras y alimento rico en fibra. Interesado, el niño se acerca un poco más, deseoso de ver todo con detalle, apoya su manito en el suelo cubierto de hojarasca y roza con su dedito el sitio de la jaula donde antes estuvo la hormiga. El pollito continúa piando y picoteando las esquinas, buscando hormigas en los sucitos que empegostan la jaula o en las excretas chorreadas sobre el arco de un alambre, depositadas al azar en cualquier lugar. El niño revisa alrededor con la mirada y ve a una hormiga sobre una hoja reseca:

—¡Otra hormiguita! —grita de emoción y toma la hoja con cuidado y la mete por entre las rejas. Asustado por la intromisión, el pollito pega un brinco y vuelve a piar, se arrincona y observa la hoja con un ojo ávido, depredador. Entonces ve a la hormiga, recorriendo la hoja de arriba a abajo, adelante y atrás, arriba a abajo, indecisa y eterna. El pollito se acerca unos pasos, cortitos, y alarga el cuello ladeando la cabeza. La hormiga se detiene en la punta de la hoja y agita las antenas, percibiendo. Otro picotazo, otra hormiga menos.

El niño se ríe divertido, se incorpora y se arrodilla ante la jaula, agitando sus manitas con entusiasmo. Ve hacia los lados, buscando hormigas para su pollito y ve el montículo. Se acerca y observa la colina de arenisca, tierra suelta que culmina en un hoyito en la cúspide. Hormigas que entran y salen, rápido, coloraditas, tropezando y toqueteándose con las antenas. Una detrás de otra, infinitas, como en una línea de producción en serie. Una adentro, una afuera, alternándose.

El niño toma la jaulita y corre. El pollito pierde el equilibrio y la inercia lo aplasta contra una de las paredes de la jaula.

—Pío, pío —aturdido y aplastado contra el fondo, el viaje aéreo es corto y la jaula aterriza bruscamente sobre el montículo bajo la guía atolondrada e inexperta. Salta la tierrita del hormiguero en una lluvia de meteoritos microscópicos, como un alud enanito que se esparce por novecientos centímetros cuadrados. El pollito se levanta, aterrado, en medio de una marea roja de antenas agitadas que se cuentan por millares, pequeñas, voraces. Mandíbulas diminutas que se abren y cierran, mordiendo. Venenosos aguijones que punzan.

—Pío, pío —el pollito sacude una pata y después la otra, y se aleja a una esquina apartada, pero no muy lejos. La forma inmensa, total, siempre cambiante de la masa de hormigas lo alcanza en su rincón, contra las rejas. El pollito pía, se sacude, pía, brinca, pía, pía, pía.

—¡Arturo, hijo! —llama la madre—. ¡Arturo, ven!

El niño con la imperiosa necesidad del hambre vespertina, de bollitos y pastelitos, se levanta y sale corriendo. Las hormigas se elevan por los barrotes de la jaula, subiendo y cayendo, pasando encima de otras hormigas hasta el techo. Adentro el pollito sólo pía y corre, envuelto en hormigas, como una llama colorada, fría, de hormigas frenéticas, incansables.

—Pío, pío.

—Pío.