Letras
Tres cuentos

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Dejación

Plano aberrante de la calle más sórdida del Centro de Lima. La Luna brilla desde su punto habitual. El Sol tardará tres horas en reaparecer a través de las nubes maculadas por el hollín. No hay música ni nada que se le parezca. El forzado silencio es roto de vez en cuando por un auto a más de cien por alguna de las avenidas de doble vía o por el grito artificialmente histérico de un vapuleado travesti. La probabilidad de un nuevo encuentro, piensa Dostoievski, es mínima. Sin embargo, continúa tomando distancia, sopesando la situación, repasando su plan de contingencia. Lleva un sobretodo, una espectacular bufanda y un revólver baby que acaricia con indiferencia. El plano se corrige y su Ana Grigorievna aparece con el glamour de un fantasma vencido por un día interminable. Dostoievski le cierra el paso frente a la entrada del hotel de una estrella y lee claramente en los ojos de la aún joven mujer la tragedia moral de sus personajes. El revólver desaparece de sus manos, la calle deja de oler a orines y el silencio se torna real (empieza un escándalo de grillos traviesos desde los balcones coloniales más próximos). Ana Grigorievna pasa lentamente la punta de su lengua por el labio superior y entreabre su abrigo negro de plástico. Docenas de murciélagos brotan de su vientre hasta dejarla vacuamente desnuda. Dostoievski no sabe si reír o llorar ante tal incuria, mientras la calle muta al igual que un camaleón psicodélico. Ana Grigorievna vuelve sobre sus pasos. Dostoievski escupe sobre el lugar que ella ha dejado y desecha la posibilidad de ahorcarse con su espectacular bufanda en un escenario tan ruin.

 

Prosopon

Las iniquidades de la historia oficial no son pocas ni recientes, al igual que la verdad administrada por el Estado hegemónico de turno o el conocimiento divulgado masivamente por los textos de autoayuda. La exactitud de los hechos, la revelación prístina y el saber impoluto pueden hallarse en los lugares más inesperados y, por tanto, pasar imperdonablemente inadvertidos. Si no fuese por ciertos párrafos del opúsculo de factura anónima Flatus vocis (Roma, 1466), Jerónimo de Cumas sería otro fantasma sin nombre, un cadáver más sin lápida, no obstante la importancia que tuvo en su tiempo como individuo entregado a develar los grandes misterios de la fe cristiana. La santa empresa de Jerónimo nació, en sentido literal y figurado, con la marca de Caín (como conclusión de un ciclo que empieza con la tentación de Eva). En ésta encuentra la ruta de un pensamiento sustancial a los esfuerzos de mantener el invento del Ser Uno y Trino. Ante la creciente amenaza del error modalista de considerar que el Verbo no tiene existencia propia, Jerónimo enfatiza en el ejercicio de renombrar al tercer prosopon en el género gramatical empleado por los evangelistas gnósticos del norte de África, es decir, afirmar el carácter femenino de la esencia divina. Así, la Espíritu Santa devendría no en fruto, sino en fruta, tanto en su estatus como en su grado, forma y especie: Ésta procede del Padre (la raíz) por el Hijo (la rama). Al enterarse el papa Anterus, a poco de asumir el pontificado, a finales del año 235, de las nobles reflexiones de Jerónimo, lo llama ante él y le invita a formar parte de su entorno como consejero en asuntos fundamentales —¿no es acaso clara su impronta en la prescripción de que las reliquias de los mártires fuesen recogidas y conservadas en un lugar llamado scrinium?—. Y para calmar las ansias teológicas del sabio de Cumas, Anterus le promete atender su argumento en un concilio que jamás se realiza, pues un martirio ordenado por un emperador bárbaro de la Tracia acabó con los innovadores planes papales. Meses después, un milagro (¿o una torcida intervención de Satán?) dio fin a las inspiradas pretensiones de Jerónimo. Caer en desgracia no es una figura honesta con lo que sucedió. Sólo cayó. Pero tras esto, fue devorado por el olvido de la historia, la tradición y el canon que dictan quienes triunfan. Mientras Fabián era elegido nuevo papa, una paloma, símbolo indudable del tercer prosopon del Ser Uno y Trino, se posó sobre su cabeza. Jerónimo —soberbio, vanidoso, vehemente, pero jamás insidioso— se abrió desesperadamente paso entre los asistentes para lanzarse sobre el ave que coronaba al flamante Papa y hurgar en su plumaje, a fin de determinar el minúsculo sexo. Nadie escuchó su descubrimiento ni su sacro argumento ni, mucho menos, los alcances de un dogma que hubiese evitado un sinnúmero de guerras santas, cismas dolorosos y la postergación del eterno femenino.

 

Acedia

Después del quinto martini, en la espléndida terraza del penthouse de Jack Nicholson, una joven pareja con la que me he cruzado cerca de veinte veces en la última hora me ofreció un más que interesante cóctel de anfetaminas. No pude negarme ante tan generosa invitación, sobre todo, si se considera la inminencia del amanecer y mi creciente vacío de viudo y abandonado. ¿Viudo y abandonado, o viudo o abandonado? Ambos planteamientos son correctos, pero el primero es más preciso. Dramático, no cabe duda, aunque esto no cuente con mayor explicación, pues a esa hora sólo interesa hallar un buen rincón para dormir o copular bajo la Luna. Bien, después del quinto martini, llegó el supercóctel y luego mi sexto martini. Faltaba tan poco para que amaneciera y todo fuera distinto —desde mi última noche de excesos—, que no me quedó más remedio que pedirle a Jack, mi mejor amigo estadounidense, que me prestara sus anteojos oscuros. Y no sólo me los prestó, sino que además me los puso (y antes los limpió con una punta de su camisa que olvidó esconder debajo del pantalón). El amanecer, el cóctel dejando mi cuerpo como Hiroshima tras el bombazo, y los anteojos de Jack, el gran Jack, viejísimo amigo. Hasta que el amanecer fue lo que es para nosotros, los noctámbulos empedernidos: una abstracción, el símbolo del comienzo, el interruptor del ascensor, la esperanza que nos sugiere un psicoanalista de ciento veinte dólares por cincuenta minutos sin bostezar. Luego miré hacia el este algo fortalecido, di tres pasos y me encontré por vigésima segunda vez con la pareja simpática. Ella reía como Ronald MacDonald mientras me regalaba la semidesnudez de su glorioso cuerpo (ágil, claro, impasible y sutil) y él celebraba obsequiosamente mis gestos lúbricos con más grageas tipo M&M. Seguí caminando hacia la baranda de la espléndida terraza que sólo un tipazo como Jack puede tener y recordé súbitamente un filme de Roger Corman. En éste, Jack, que hacía de húsar o algo parecido, descubre un terrible secreto del personaje que yo interpreto. Luego él va cabalgando a un acantilado y... Desgraciadamente, mi memoria falla en los detalles, pero hay algo que él me dice, que él me dijo al entregarme los anteojos. La película se borra, el guión se diluye en el babélico diálogo de la fiesta exclusiva del extraordinario Jack Nicholson. Quiero llegar al borde y acabar con el maldito día. El Sol me derrite, mientras todo me fastidia. Lleno mi boca con las grageas de M&M y soy nuevamente un gran monstruo innominable que los sobrevivientes de la fiesta van reconociendo. Nada menos que Boris Karloff, el genial Karloff, quien solía sembrar pesadillas en blanco y negro con sus caracterizaciones y ahora vomita su olvido en technicolor y tiene demasiada flojera para volver a ver el fondo de la calle.