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Cardenal de RichelieuEminencia gris

Para la Real Academia, eminencia gris es el consejero que, de una manera poco ostensible, inspira las decisiones de un personaje.

En casi todos los gobiernos, empresas o instituciones, se mueve una figura o más o menos fantasmal en la que se depositan los méritos escatimados a la máscara oficial del poder o se la convierte en el chivo emisario de los desaciertos de la autoridad.

En su libro Grey eminence, Aldous Huxley convirtió al capuchino padre José en la figura paradigmática de la “eminencia gris”. Su eminencia el cardenal Richelieu, envuelto en el boato de la púrpura, no toma decisiones de importancia sin consultar al ascético capuchino, esa eminencia vicaria y movilizadora que se ocultaba entre las bambalinas del poder.

El padre José (François du Tremblay en lo civil) fue el primogénito de una familia que le brindó la educación de los caballeros de la época: esgrima, equitación y la cultura humanística que lo familiarizó con el griego y el latín, además del castellano y del italiano, que hablaba y escribía con la misma soltura que el francés.

Tras el asesinato de Enrique IV, su viuda María de Médicis nombró primer ministro y mariscal de Francia al aventurero florentino Concini, que estableció un gobierno corrupto de aventureros extranjeros, odiado tanto por los nobles como por el pueblo.

Mientras tanto, el padre José se hacía amigo de monseñor Armand du Plessis de Richelieu, joven y ambicioso obispo de Luçon que, en los Estados Generales de 1614, pronunció un discurso de abyecta adulación para la Médicis y el corrupto Concini con la esperanza de engullir un bocado de poderío político.

El odiado Concini cayó de un pistoletazo y su cadáver desnudo y mutilado fue colgado cabeza abajo mientras el pueblo aullaba de alegría.

Escandalizado por la corrupción y la incompetencia que rodeaban al adolescente Luis XIII y la estúpida Regente, el padre José se convenció de que Richelieu era la persona indicada para dar a Francia la paz interna, el gobierno fuerte y la represión de los abusos que Francia necesitaba. Movió cielo y tierra para lograrlo y, valiéndose de su fama de santo, de sus dotes de persuasión y de su aspecto de profeta de Israel, se presentó al tímido Luis XIII, que lo escuchaba aterrado, y consiguió para su amigo no sólo el capelo cardenalicio sino su designación como ministro omnipotente que manejó dictatorialmente la suerte de Francia.

Y detrás del exhibicionismo lujoso del Cardenal, se movía siempre el andrajoso y descalzo padre José, que entraba en la política porque Dios le había exigido ese sacrificio doloroso, así como también era la voluntad de Dios que el cardenal, que perseguía a los protestantes en Francia, se valiera de las intrigas diplomáticas del capuchino para atizar la Guerra de los Treinta Años en una Alemania donde los incendios, violaciones y destrucción de cosechas eran tan comunes como el hambre, que hacía una práctica habitual de la antropofagia.

Y, como una guerra, por horrorosa que se presente, puede considerarse la voluntad de Dios, la eminencia gris y la eminencia escarlata, que se encarnizaron en prolongarla, no hacían más que cumplir su divina voluntad, como también tomaron por voluntad de Dios que se arruinaran los pequeños propietarios con los despiadados impuestos para sostener la guerra.

Los manejos del padre José lo convirtieron en uno de los personajes más odiados de Europa, aunque él consideraba que ser objeto de la maledicencia era una señal de que transitaba por el camino de la perfección y aceptaba esas pruebas que Dios le enviaba para mantenerlo en la humildad.

En Ratisbona circularon panfletos anónimos atribuidos a dos eclesiásticos españoles que denunciaban la trama secreta entre las dos eminencias, de donde extraemos esta frase: Huic ille tegendo sceleri cucullum praebet. “Él (el padre José) le ofrece (a Richelieu) una capucha para ocultar sus crímenes”.

¿Qué saldo dejó la asociación de estas dos eminencias? Para los manuales escolares, el engrandecimiento de Francia en detrimento de la dinastía de los Habsburgos, y para los que padecen la historia sin figurar en ella, estos datos estadísticos: 1618, al comienzo de la Guerra de los Treinta Años, Alemania tenia 21 millones de habitantes y, al concluir en 1648 se habían reducido a 8 millones. El pueblo francés odió a dos hombres de la Iglesia que, en nombre de la voluntad de Dios, no le escatimaron penurias mientras el cardenal hacia ostentación de su riqueza fabulosa.

Cuando murió el Padre José (ocioso sería aclarar que como un santo), el desolado Richelieu exclamó: “He perdido mi apoyo”.

La “eminencia gris” por excelencia fue enterrada junto al padre Angel de Joyeuse, que lo había recibido en la orden capuchina, y sobre su tumba, una mano anónima escribió con tiza: Passant, n’est-ce pas chose étrange / Qu’un démon soit près d’un ange? (“Transeúnte, ¿no es una cosa extraña que un demonio esté cerca de un ángel?”).

Tampoco faltaron los epitafios anónimos para Richelieu, que, sometiendo al pobre Luis XIII, hizo de su esclavo el monarca más poderoso del mundo: Ci-gît le fléau de la terre, / Ce prête qui faisait la guerre, / Qui vécut du sang des François, / L’auteur du mal qui nous désole, / Et qui de sa nièce autrefois, / Eut deux enfants et la vérole (“Aquí yace el azote de la tierra / este sacerdote que hacía la guerra, / que vivió de la sangre de los franceses, / autor del mal que nos azota, / y que de su sobrina en otro tiempo, / tuvo dos hijos y la sífilis”).

 

Linchar y linchamiento

Otras dos palabras de procedencia inglesa, que se han universalizado y asociado, como en el caso de Boycott, con un apellido. Según los diccionarios, linchar es ejecutar a un criminal, verdadero o supuesto, sin formación de proceso y tumultuariamente. Por linchamiento se entiende el ajusticiamiento de una persona sin que exista un juicio previo, sobre todo si la ejecución la realiza una muchedumbre o un grupo numeroso.

La opinión generalizada atribuye el origen de tal sistema de justicia expeditiva al juez Charles Lynch (1736-1796), cuando desempeñaba arbitrariamente su magistratura en el estado norteamericano de Virginia. Sin embargo, hay autores que disienten sobre el origen de la llamada “ley de Lynch”. Algunos prefieren remontarlo hasta otro juez, también llamado Lynch, que, en los años 1687 y 1688, disponía de poderes omnímodos para reprimir la piratería y el bandidaje, sin ajustarse a ningún tipo de proceso judicial. No falta quien lo atribuya a un colono (la constante es que se llame Lynch y que sea virginiano) que hizo justicia por mano propia y colgó a un ladrón sin entregarlo a la autoridad judicial. Alguno va más lejos y fija en la ciudad de Galway (Irlanda) y en su alcalde Fritz-Stephen Lynch, el más remoto antecedente de la ley de marras. Al parecer, este Lynch colgó de la ventana de la casa a su propio hijo, que había asesinado a un español porque le reclamaba el pago de una deuda.

No obstante, una gran mayoría coincide en hacer derivar de Charles Lynch la fama ominosa de una ley que tantas veces ha aplicado el Ku-Klux-Klan o que nos ofrecen algunos westerns. El mencionado Charles Lynch, a los treinta años, fue nombrado juez de paz en Bedford (Virginia). Se dice que heredó de su padre, un colono irlandés, un odio hacia los ingleses semejante al que Aníbal juró contra los romanos. Durante la guerra de la independencia norteamericana, instituyó un tribunal popular que, sin formación de causa, colgaba perentoriamente a cuanta casaca roja se le cruzaba en el camino o a cualquier sospechoso de colaborar con los ingleses. La manera de entender la justicia de Lynch y de su tribunal popular impulsó a mucha gente honesta a elevar las protestas hasta la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, que avaló a Lynch y sus procedimientos, y tal actitud motivó que el juez virginiano pronto contase con numerosos seguidores de la justicia sumarísima.

Más allá del origen de la llamada “ley de Lynch”, tanto antes como después de Charles Lynch, se ha practicado en países en formación, donde el más fuerte desempeña funciones que corresponden a un tribunal independiente de las partes en litigio. La supuesta ley no es más que una reacción instantánea frente a la agresión. Esa reacción defensiva obedece a una instintiva ley del Talión y a la desconfianza que, en los pueblos, generan las decisiones de algunos tribunales legalmente constituidos. En los estados mineros y ganaderos de Norteamérica, durante muchos años, la ley de Lynch, asegurada por asociaciones privadas, erigidas en guardianas de la paz pública, se impuso como la única defensa social e individual para frenar los robos o los asesinatos. En los estados sureños de la Unión, la ley de Lynch se aplicó con verdadera saña contra los negros para castigar presuntos atentados contra las mujeres o niños blancos, como violación o rapto.

En general, los linchamientos nunca han llegado a desaparecer en los Estados Unidos. Por ejemplo, cuando el estado de Wisconsin abolió la pena de muerte, se produjo, como consecuencia inmediata, el recrudecimiento de la ley de Lynch porque la mentalidad popular juzgaba que ciertos castigos eran inadmisiblemente leves para determinados delitos.

Las estadísticas del país del norte reflejan una realidad alarmante. Entre 1882 y 1903, fueron linchadas 3.337 personas, de las cuales, 752 lo fueron en los estados del Norte y 2.385 en los del Sur. En los del Sur, la proporción establecía 1.985 negros linchados frente a 567 blancos. En mayo de 1891, en Nueva Orleáns, se produjo, sin nuevo proceso judicial, un linchamiento en el que murieron varios italianos que habían resultado absueltos por un tribunal competente.

Los defensores de la Lynch Law la justifican con el argumento de que se aplica en un pueblo que no está dispuesto a tolerar los delitos. Como ha perdido la fe en los jueces legalmente establecidos y, celoso de su propia conservación, acapara para sí la represión penal eliminando del cuerpo social a los elementos perturbadores de la tranquilidad pública y peligrosos para el bienestar de la comunidad.

El criminólogo italiano Scipio Sighele opina: “El linchamiento es a veces un síntoma consolador de la moralidad de un país. Yo prefiero en ciertos casos una ciudad que se conmueva tan fuertemente por un asesinato, que se levante toda ella en armas para castigar inmediatamente a sus autores, antes que la indolencia y la indiferencia de algunas de nuestras poblaciones que miran los delitos como simples hechos de crónica. La ley de Lynch sólo es bárbara en la forma, pero revela la existencia de un sentimiento moral, mientras que, por el contrario, nosotros que no protestamos al presenciar la impunidad de los malhechores, somos acaso cultos por nuestro respeto a las formas de la justicia, pero somos seguramente inmorales en cuanto no sabemos comprender su valor sustancial”.