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Breve historia de letralianosBreve historia de letralianos

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Aldo Difilippo y yo no nos conocíamos. Nuestro nexo fue Letralia. Ambos somos periodistas y narradores. A mí me llamó la atención su artículo sobre Hemingway y Horacio Quiroga —Ernest Hemingway y Horacio Quiroga / Las letras y la muerte (124)—, porque una de mis debilidades literarias son los textos sobre el norteamericano y, precisamente, este paralelismo entre un yanqui y un sudaca, era para considerar. Le escribí a Aldo después de leer su trabajo y quedamos en intercambiar otras notas. Yo le mandé Ladrón de desalmados, un libro de cuentos y Hola Hemingway, una mirada centenaria, un ensayo sobre “Hem”. Aldo me envió una revista artesanal, hecha con enorme esfuerzo y que reúne un material riquísimo y un libro de cuentos escrito con Wilson Armas titulado Verdades a medias.

Pasaron los días y Aldo me sorprendió con un mail que realmente me halagó. Por una circunstancia personal, su madre debió ser internada; como debía acompañarla, decidió llevarse algunos libros al sanatorio. Entre ellos, estaba Ladrón de desalmados. Allí comenzó a leerlo. Entre cuento y cuento, dejó el ejemplar sobre la mesa de noche de la habitación. Esta instancia permitió que la compañera de cuarto también lo leyera y, a su vez, que otros internos hicieran lo mismo. Más allá de la historia y del juicio de valor de Difilippo, que obviamente agradezco, lo realmente importante fue esa magia de conocer la ruta de la obra, el recorrido, el itinerario y el saber que el libro, en determinado momento, es un bastón, un punto de apoyo, una mano tendida que se da con verdadero afecto. En ciertas instancias de mi vida, escribir fue la fórmula para alejarme de la desesperación. Uno sabe que escribe porque hay cosas que no tienen explicación. Desde ya que escribe para sí, que lo hace con sufrimiento, a veces con displacer. El autor no mide las consecuencias y se sorprende cuando, como en este caso, se imagina a pacientes, a personas que esperan salir de un trance difícil, a individuos que el dolor no les deja pensar y un libro, una simple historia, un breve comentario, les sirve de soporte, de bálsamo, de medicina espiritual. Aquí el narrador pasa a ocupar otro lugar y una nueva dimensión.

Seguramente Aldo y yo continuemos dando juego al camino de las letras y es posible que en la ronda otros nos acompañen. Dejemos la posibilidad abierta y entonces serán muchos más los letralianos que se sumen al delirio de la creación literaria.