Letras
Allí alguien los espera

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A los que habiendo tenido la posibilidad de hacer lo que soñaban,
no lo hicieron, y así vivieron una existencia terrible.

Supo, cuando vio llegar a los tres músicos, que no iba a resultarle fácil la noche. Un síntoma inconfundible es el entorpecimiento de su mano derecha. Se duerme y le avisa que van a aflorar sus peores demonios. Intenta que el ceño no se frunza y que su boca siga siendo suya y no de ese que lo ocupa. Pero si el adormecimiento empieza a ganar los tendones de su mano derecha, ya no tiene más que hacer.

La luz de luna de septiembre tatuaba la sierra y allí se erguía la catedral que oiría la música de los tres hombres amenizando la boda. A él le tocaba recibirlos y hacer que todo saliera bien: la llegada de la novia, el orden del altar, la peluca del sacerdote, las luces, las sombras, la atención a los músicos, atención a los músicos, mucha atención a los músicos. Tres hombres empuñando cada uno su violín, su guitarra, su flauta, tres dagas de sonidos estaqueando los nervios de la noche de la sierra que podría haber salido perfectamente, porque la novia está de blanco y el sacerdote tiene la peluca martillada en medio del cráneo sacerdotal, pero esos tres hombres, ay, esos tres hombres que no pueden ser tan músicos, tan necesitados de corcheas y amplificadores, tres sillas, tres atriles, tres sonidos, violín, guitarra y flauta, la comparsa en casa de nuestro Dios, endemoniados filarmónicos que hacen que esa mano vaya queriendo aferrarse a la muerte, al asesinato del intérprete profesional, del apóstata músico de boda, que después se irá a su casa y comerá con su mujer y comentará que ha sido una boda espléndida y que los invitados se emocionaron con Schubert o Mozart o arroz o el ramo o cómo recordé nuestra boda mi amor. Nunca se había casado y nunca los músicos habían osado tocar en el mismísimo altar (nunca nunca nunca entenderían realmente esos indecentes qué es realmente música, como sí lo sabe él), pero que no puede ser, que esa era la casa de Dios, que los calambres llegan al cuello y que es un fusil enorme todo su lado derecho cuando ya no hay nada que hacer y los decorativos crucifican sus nervios cuando cada una de las notas circulan por delante de sus ojitos inflamados, sus orejitas incorruptibles, su santo nudo de corbata archidiocesana. La boda comienza y prosigue y de los salmos arrancan las armonías profanas de los hombres tres hombres tres. Tras todas las luces, las sombras lo cobijan y lo vuelven un espía, él en el fondo sabe que en su morada y en la del Salvador nadie va a salirse con la suya, allí están los velones y las flores y los bronces limpiados a mano hasta que quedaran como quiere el señor sacerdote y las noches de boda sin artistas horrendos saltimbanquis de boda que “necesiten” estar en el altar, dónde se ha visto y los tres títeres moviéndose al compás de la ceremonia. Hay que ver qué hermosa es la novia y la peluca y el padre de la novia con su bigote y las lágrimas negras gordas cristianas de la madre del novio y los hermanos en primera fila llenos de smokings y charoles. Hay qué ver que afilado está el puñal del dueño de la fiesta, el que tras los cristos sabe que los disonantes de la fe que se han subido al altar manipularán por última vez el Ave María, hay que ver con qué sueño se ha dormido la mano del hombre que lo ha organizado todo.

Gracias a Dios todos se han ido, los últimos son los tres instrumentistas. Pero al llegar a su coche los tres se percatan de que han olvidado algo. Las luces de la catedral ya están apagadas. Parece que no hay a quien recurrir para que las prenda. Los músicos vuelven a la catedral y entran sigilosamente en la oscuridad total. Allí alguien los espera.