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La sombra

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Ojeaba distraída el diario mientras esperaba el ómnibus cuando un sonido líquido, como de pequeña lluvia, atrajo mi atención. Un perro siberiano estaba orinando encima de mi sombra. Otro de mis descuidos. La rescaté al instante, la sequé y le rocié un perfume de cartera. Se quedó muy quietita, extendida en forma oblicua, sobre la vereda.

Una señora venía caminando en dirección a nosotras y cuando vi que no se desviaba de su camino, sino que le iba a pasar por encima a mi sombra, la corrí del lugar y la puse a salvo de la despiadada mujer; en ese mismo instante su negro y lustroso zapato aplastaba la baldosa que yo liberé. Mi sombra suspiró aliviada. Siempre se descuida; total, sabe que me tiene pendiente de ella todo el tiempo. El colectivo llegó, yo la levanté, la colgué de mi brazo como si fuera un abrigo y subí. Evitando empujones y aplastamientos la salvé de la multitud que se apretujaba por ganar un espacio. Encontré un asiento libre junto a la ventanilla y me senté. Ella se acomodó sobre la pared del vehículo, adosada al vidrio como una calcomanía. Le había advertido que jamás se quedara parada en el pasillo pues sería víctima de serios pisotones. De esta manera puedo controlarla mejor.

Quiero a mi sombra porque es silenciosa y fiel, aunque a veces me desobedece. Suele ser distraída y a menudo se hace la otaria. Así como hay gente que lleva por mascota un perrito, un gatito, una iguana, un hámster, etc., yo elegí por mascota a mi sombra. Me da un trabajo de aquellos. Aunque no tengo que alimentarla, pues se alimenta de lo mío, debo estar sumamente atenta en salvar su vida a cada instante. Baja a la calle sin mirar y se detiene junto a cualquier vehículo que la podría aplastar sin ninguna consideración.

Una vez la rescaté de un camión que le había estacionado encima. La saqué sin aliento, pálida como un muerto, medio asfixiada por el gas carbónico del motor. La sacudí, le di aire, y en casa le hice nebulizaciones. Me costó reanimarla. Creí que la perdía.

Otra vez se encaprichó ante una vidriera con elegantes ropas de dormir, camisones de encajes, corpiños con puntillas y deshabillés de raso. Porque si hay algo que la pierde es la lencería, y ahí se paralizó extasiada en la colección cuando una señora, que transitaba con su hijo y un carrito de supermercado, tuvo la misma idea que ella. Se detuvieron en la vidriera y estacionaron el carro cargado de comestibles encima de mi sombra. El niño escupió su chicle sobre ella al tiempo que le pegaba una figurita de Superman en la frente, otra de Mickey en la boca y la Pantera Rosa en medio del pecho. Luego sacó de su bolsillo una tiza blanca y le dibujó los ojos redondos y grandes y una boca enorme. Cuando me percaté de la situación del carro de supermercado, alegremente detenido sobre la sombra, mi reacción no se hizo esperar; fue tal el empujón que le di a la señora y al carro, que los tiré lejos. El chico me miraba asustado. La mujer no entendía nada. Empezó a chillar como loca, gritos e insultos escapaban de su garganta mientras juntaba todo el contenido de su compra. Luego se retiró llevándose a su pequeño bandolero. Mi sombra quedó maltrecha y dolorida. Las cuatro ruedas del carro se habían incrustado en su magro cuerpo. A pesar de su magritud, severas cicatrices la atravesaron. Yo la sobé y la acaricié, le limpié el chicle asqueroso que le había pegoteado el niño y, cuando quise retirarle las figuritas, ella se negó. Sí, se negó rotundamente. Las tuve que dejar, total, a la noche, mientras durmiera las sacaría con cuidado. Jamás se ha visto a una sombra con figuritas en su cuerpo y por la calle. ¿Dónde está la seriedad? Las sombras tienen que ser sombras, y listo. Ya en casa le hablé seriamente, le advertí que no siempre me iba a tener a su lado para defenderla. Que aprendiera a cuidarse por sí misma. Pero jamás escarmentó.

A propósito, siempre está llevando la contraria. Cuando las sombras se alinean respetando la voluntad del sol, la mía enfila para otro lado rompiendo el orden impuesto por los principios de la física. Con el afán de llamar la atención es capaz de cualquier cosa. Así también le ocurren las desgracias. Como aquella hermosa mañana que salimos de compras y yo tenía al sol de frente hostigándome los ojos. Ella me antecedía, es decir, iba delante de mí, no atrás como el resto de las sombras, de acuerdo con la hora y la posición de los rayos solares. Porque, cualquiera que se precie de ser una buena sombra, ocupa el lugar que le corresponde y sin rebeldía. Pero la mía no. Y así le va. Dos hombres caminaban adelante transportando una gran placa de vidrio. Uno de ellos no vio el adoquín que emergía con su punta de iceberg, pequeñito pero contundente, y le provocó el inevitable tropezón. El vidrio voló y fue a caer, rígido, perpendicular, preciso, sobre mi sombra, antes de estallar en mil pedazos. La cercenó, literalmente la rebanó. Quedó dividida en dos. El tajo, limpio, neto, la abrió por el medio y un trozo de vidrio se estaqueó en la cintura. Venciendo mi primera impresión, recogí las dos mitades y volé a la clínica más cercana. El médico de turno, al ver su calamitoso estado, la desahució. Le rogué, le imploré, le supliqué de rodillas que la interviniera. Conmovido ante mi actitud, accedió a coserla. Tuvo que ser con anestesia y en quirófano. Dada la urgencia del caso no pudo recurrir a una cirugía estética, de modo que el resultado final arrojaba la imagen de un perfecto matambre. Las puntadas se le dibujaban como patas de araña ciñendo el queloide que se le había formado. “Tiene mala cicatrización”, sentenció el médico.

Una vez en casa, y superado el pos-operatorio, mi sombra apeló a su natural coquetería y se negó a salir a la calle en esas condiciones. Y yo dejé de salir de casa porque, ¿adónde iba a ir sin sombra? ¿dónde se ha visto un ser humano sin sombra? Desde su enclaustramiento, y ya agriado el carácter de tanto encierro, me exigió un cirujano plástico que le devolviera su belleza. Lloró, pateó, insultó, hasta que logró hacerme la vida imposible. Y así tuvo que ser. Gasté todos mis ahorros en el mejor cirujano y ella quedó satisfecha, más bonita y presumida que nunca.

El 25 de mayo salí a pasear por la avenida del Libertador porque había escuchado que desfilarían los granaderos a caballo. No me lo quise perder y ahí estuve mezclada entre la multitud. Mi sombra cuidadosamente estacionada junto a otra sombra perteneciente a un joven de destacada figura. Cuando vi que se acercaban los granaderos en prolija formación, con sus impecables uniformes, sus altos morriones y su enhiesta bizarría, decidí cruzarme de vereda para tener mejor visión. Entonces sentí que algo me tiraba de los pies. Crucé la calle con cierta dificultad, como si llevara lastre en los talones. En el preciso instante en que los garbosos caballos marchaban ante mis ojos, descubrí que lo hacían también sobre mi sombra que se proyectaba desde mis pies hasta la otra vereda. Permanecía agarrada a un anuncio comercial, encaprichada y presumida junto a la de mi antiguo vecino. El desfile pasó y, de inmediato, fui a rescatarla, pero se resistía a desprenderse del cartel que le aseguraba la cercanía del musculoso joven. Tuve que tironear, y hasta forcejear. Se había abrazado al poste con tal firmeza que casi me doy por vencida. Felizmente fue el caballero quien se retiró llevándose su pertenencia. Entonces me atareé en juntar las ruinas de la mía, curar sus hematomas y cubrir sus lastimaduras, pues se veía como bandera de guerra perdida en campo de batalla. También tuve que moldearla de nuevo; quedó tan estirada que no parecía mi sombra. La comprendí, se había enamorado de la robusta sombra del joven. Estuvo ofendida conmigo durante una semana.

Era celosa la pobre. Terriblemente celosa. Yo tenía un novio con el cual solíamos pasear por Palermo. Nos gustaba bordear el lago abrazados, caminar por los senderos floridos y mirarnos con infinito amor. Pero cada vez que nos besábamos, ahí estaba ella, presa de un ataque de celos, entrometiendo su esquelética figura entre nosotros, adherida a nuestras bocas como una estampilla. En esas ocasiones nuestros besos tenían gusto acre. Siempre creí que las sombras eran insaboras como el agua. Pero no, al menos la mía sabía acre. Cierta vez estábamos recostados sobre la hierba mimándonos y ella se las arregló para encontrar un hormiguero distante de nosotros y, ¡oh sorpresa! ahí se acostó, encima de las hormigas coloradas. Tenía la extraña facultad de estirarse como goma de mascar hasta alcanzar su objetivo —el hormiguero. Y su objetivo, en este caso, consistía en lograr que la atendiera a ella y desatendiera a mi novio. Cuando me percaté de su ausencia, seguí su proyección hasta descubrirla a lo lejos cubierta de hormigas. Estaba colorada como una feta de jamón crudo. De inmediato corrí a rescatarla. La sacudí con energía, la mojé para calmar las picaduras y en casa le unté Caladril.

Esa misma tarde ya había hecho de las suyas, cuando se tiró al lago, de donde la saqué empapada y medio ahogada. Recuerdo que, al zambullirse, sonó como una castañuela al contacto con el agua fría. De esa manera logró mantenerme vigilante mientras procedía a secarla y calentarla para evitar un resfriado. Mi novio empezó a inquietarse. Era más el tiempo que le dedicaba a ella que a él. Conclusión, perdí a mi novio, se cansó. Ella se sentía tan feliz que durante mucho tiempo su conducta fue intachable.

Mi sombra es indeleble, maleable y casi anoréxica. A pesar de que ella se alimenta de lo mío, y no es poco lo que como, se mantiene en una inmortal delgadez, casi transparente, rayana con el raquitismo. A veces parece una lámina de metal, rígida y brillante, cuando estoy parada en el asfalto bajo el sol; otras veces, un mantel arrugado, cuando nos sentamos sobre el pasto; otras veces semeja una sábana escurriéndole el agua, cuando la saco del lago. Y de noche parece una silla, pues la dejo sentada junto a mi cama cubierta por una manta. Cuando, a menudo, el sueño la vence, se desliza formando zigzag hasta quedar plegada como un fuelle, y la manta cae sobre el piso. Entonces me tengo que levantar, acomodarla y taparla nuevamente. Este esfuerzo representa un desvelo asegurado.

Así como yo la cuido de día, ella debe cuidarme de noche. El acuerdo surgió cuando quiso dormir conmigo, metida en mi cama. Se lo permití un tiempo, pero una noche la aplasté sin darme cuenta y juré no repetirlo nunca más. Amaneció toda morada, sin aire, agonizante. Pero insistía en dormir conmigo. El único argumento que logró convencerla fue que ella debía cuidar de mí durante la noche y, a cambio, yo velaba por su seguridad el resto del día, preservándola de los peligros cotidianos —tarea nada fácil de lograr.

Al principio, con tal de no dejarla “suelta” considerando lo traviesa que era, durante la noche la guardaba en el cajón de las remeras o de la lencería, bien dobladita, hasta que ella ganó la discusión aduciendo que le faltaba el aire, que se aburría. Aunque, para matar ese aburrimiento, se probaba toda mi ropa, corpiños, bombachas, medias y portaligas incluidos. Al día siguiente mi cuarto era un carnaval, cuando no, una verdadera orgía.

Ayer, al anochecer, permanecí sentada en el banco de un parque extasiada ante el cielo de verano y mi sombra extendida junto a mí, sobre el pasto oloroso. Al rato, retozaba juguetona con la nube de insectos que se amontonaba en el farol. Brincando entre luciérnagas, mosquitos y grillos, agotó sus reservas y cayó exhausta. No sé en qué momento me adormecí y ella, lánguidamente, también se durmió.

Los primeros rayos del sol acaban de despertarme. Me sobresalto al descubrir un gigante edificio que se levanta al lado mío. Se habrá construido durante la noche —pienso. Me incorporo, agitada, y busco mi sombra. No la encuentro por ningún lado. Súbitamente, como atraída por un funesto presagio, giro sobre mis talones y enfrento la mole de granito. Un hálito de muerte me sacude. El monstruo de cemento descansa indiferente, altanero, imbatible, sobre mi sombra.