Letras
Instinto maternal

Comparte este contenido con tus amigos

No había nadie en la calle. Eran casi las dos de la madrugada y hasta las farolas emitían una luz cansada. En realidad, no había nadie aparte de Eugenio, que esperaba a su proveedor.

Eugenio era un falsificador de documentos —él se autopromocionaba como el mejor del país— y había conseguido reclutar a uno de los funcionarios del negociado del DNI de una de las comisarías de Madrid, que le pasaba algún que otro pasaporte sin rellenar. Sólo hacía falta completarlo con los datos del comprador, falsificar la firma del comisario de turno, plastificar... Fácil.

Esa noche le había llamado porque tenía unos cuantos documentos nuevos para él, y Eugenio tenía prisa por colocar la mercancía a unos buenos clientes sudamericanos que hacía ya unos días le habían pedido unos pasaportes españoles y a los que no había podido servírselos tan rápido como era su costumbre. Por supuesto, les había dicho que los tendrían enseguida, como si los tuviera en stock... A los buenos clientes no se les puede decir que uno no tiene material disponible para cualquier ocasión urgente. Cuestión de negocios.

 

Lo normal es que quedaran en algún bar, pero no quería que le vieran con el tipo de los documentos —nunca se sabe dónde puede apostarse un conocido— y a esa hora la presencia de los dos hombres no hubiera pasado desapercibida prácticamente en ningún lugar; demasiado tarde para los bares diurnos y demasiado pronto para los pocos locales nocturnos que abrían más allá del fin de semana. Así que, simplemente, quedaron en verse en la entrada de un garaje que había en la misma calle en la que vivía Eugenio, a unos 200 metros de su escalera. Tal vez, si alguien les veía, su presencia todavía sería más sospechosa que si estuvieran en cualquier bar, pero confiaba en que, en esa calle tranquila y alejada del centro urbano, pudieran verse apenas diez minutos sin molestias.

De pronto, oyó el llanto de un bebé. Una luz se encendió en un balcón de la acera de enfrente, en un segundo piso. Vio levantarse la sombra de lo que debía ser una mujer con el cabello muy largo que recorría unos cuantos pasos y se agachaba para coger algo. Supuso que al niño que berreaba. La mujer —ahora podía verla mejor— se acercó hasta la puerta del balcón y la abrió. Eugenio retrocedió hacia el área que no podía alcanzar la luz de la farola; la zona muerta.

Se quedó quieto observando la escena maternal y deseando que su socio se retrasara un poco esta vez.

La mujer salió al exterior arrullando al bebé, que lloraba tan fuerte que era imposible que oyera los susurros de su madre. Bueno, debía de ser su madre. Era una suposición razonable.

Ella se sentó en una silla que había en el balcón, pero, al quedarse quieta, el bebé lloró con más fuerza. ¡Despertará a todo el barrio!, pensó Eugenio, ya algo nervioso.

La mujer tuvo que levantarse para mecer mejor al niño. No parecía haber forma de que cesara su llanto. Intentaba calmarlo recorriendo frenéticamente el pequeño espacio del balcón, de un extremo a otro, una y otra vez, hasta que se detuvo, cogió al bebé por las axilas —entonces cayó la mantilla en la que hasta ese momento estaba envuelto— y extendió los brazos levantando al niño. Lo acercó a la baranda, lo sostuvo unos momentos en el vacío y lo soltó.

Sencillamente lo soltó. Eugenio gritó algo y salió de las sombras hacia el lugar en el que había caído el niño. La madre, al descubrir la presencia del desconocido, comenzó a gritar también. Las luces de todas las casas de la calle empezaron a encenderse, una tras otra.

Eugenio pidió a un hombre en pijama fucsia, que se había asomado a la ventana de un primer piso y que lo observaba, que llamara a una ambulancia.

El bebé yacía sobre el capó de un Ford Focus plateado mal aparcado sobre la acera, con su camiseta y su pañal blancos manchados de sangre. La madre gritaba como si estuviera histérica.

A pesar del profundo malestar en el estómago que le producía acercarse al niño, Eugenio alargó la mano para tocarlo, para comprobar si seguía vivo. Estaba muerto. Le rozó la cara y quiso cerrar sus pequeños ojos redondos, como había visto hacer en las películas, pero no se atrevió. Y aquella maldita mujer seguía gritando.

 

Los policías hablaron primero con la madre desesperada —claro, pobrecilla— mientras un médico la asía del brazo e intentaba tranquilizarla.

—¿Por qué no la interrogan más tarde? Ahora nos la llevamos al hospital y le daremos algo para que se calme —propuso el doctor, que sabría mucho de enfermos pero que no tenía ni idea de investigación criminal...

Los policías accedieron después de que la mujer repitiera varias veces entre llantos que no sabía cómo había podido suceder, que tropezó mientras lo mecía y que el niño cayó. No le sacaron ningún detalle, pero la dejaron ir. Ya hablarían con ella en el hospital. A fin de cuentas, parecía un accidente y la pobre madre ya tenía bastante...

Eugenio miraba la escena sorprendido. Él estaba seguro de que aquella abnegada madre había arrojado a su hijo por el balcón. ¿Estaba seguro? Ahora la Policía querría hablar con él. ¿Cómo iba a explicarles que ella dejó caer al niño sin más? Quizás no le creerían... aunque no la conocía de nada y no tenía ningún motivo para mentir. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si había malinterpretado lo que vio?

Un policía se acercó a uno de sus compañeros de Científica que estaba sacando fotos al cadáver.

—¿Pudo lanzarlo por el balcón?

—No, no lo creo. Por la distancia y el ángulo de la caída diría que simplemente cayó. Si lo hubiera tirado, lo normal es que el cuerpo estuviera algo más lejos... De todas formas dentro de un rato podré contarte más.

—Está bien.

Eugenio había podido escuchar esa breve conversación. También oyó cómo una mujer con rulos —¿cómo demonios podía dormir alguien con eso en la cabeza?— contaba a un policía que había oído llorar al niño y que, tras más de dos minutos de llanto, se asomó a la ventana. Fue en ese momento cuando el niño cayó.

—Vi cómo caía. Ella gritaba y a punto estuvo de tirarse detrás intentando salvarlo... Ha sido espantoso.

¿Salvarlo? Eugenio pensó que esa mujer había visto lo que le había dado la gana. Debía de ser madre y su mente no podría concebir que ninguna mujer matara así a su hijo, aunque la vida se empeñe en mostrar que, de hecho, pasa demasiadas veces.

Un policía se acercó por fin a él y se presentó.

—Fue usted quien comprobó que el bebé estaba muerto, ¿verdad?

—Sí.

—¿Vio lo que pasó?

—Bueno. Verá. Me dirigía hacia mi casa. Vivo justo ahí al lado —señaló hacia su escalera—. Oí al niño berrear y vi que la mujer salía al balcón arrullándolo. Seguí mi camino. De pronto ella gritó y fue cuando di la vuelta y vi cómo el bebé caía...

—¿No vio cómo se inició todo? ¿Por qué cayó?

—No —mintió.

El policía preguntó poco más y pareció convencido. ¿Por qué iba a dudar?

 

El teléfono lo despertó al día siguiente. Su contacto le llamaba para explicarle que acudió al punto de encuentro, pero se largó en cuanto vio todo el tinglado que se había formado.

Eugenio le explicó brevemente lo que había pasado, aunque sin decirle que no había sido un accidente y que había mentido a la Policía y, cuando colgó el teléfono, se preguntó si había hecho lo que debía. Tal vez tendría que haber contado exactamente lo que vio, haber explicado a la Policía que esa mujer que tanto lloraba acababa de arrojar a su hijo por el balcón, y encima había tenido la prudencia de dejarlo caer para que su cadáver quedara a la distancia adecuada... No tenían por qué dudar de su palabra; a fin de cuentas, no conocía de nada a aquella mujer, así que no tenía nada contra ella. No había, como dicen los jueces, motivos espurios.

Pero, ¿y si no había sucedido como él pensaba? ¿Y si creyó ver que tiraba al crío? No. No podía justificar su silencio, porque estaba demasiado seguro de lo que había visto. La observó todo el tiempo —no tenía nada mejor que hacer mientras esperaba— y ella no tropezó contra la barandilla. No se le cayó.

Pero ya había hecho una declaración que no tenía nada que ver con esa realidad, le preguntarían por qué mintió la primera vez, y no tenía muy claro cómo poder contestar a eso... Le preguntarían cómo estaba tan seguro de lo ocurrido y, entonces, ¿qué explicaría, que estaba escondido fuera del radio de acción de una farola porque esperaba a un tipo que le vendía pasaportes para falsificarlos?

Quizás no fuera todo tan descabellado como ahora lo veía, pero, por el momento, decidió no pensar más en ello. La salida más fácil era olvidarlo. No era asunto suyo.

Pocos días más tarde, casualidades de la vida, se encontró con la mujer en el supermercado que había cerca de su casa. A fin de cuentas, eran casi vecinos; era normal verla por el barrio... La observó mientras escogía unos vasos de color naranja y unas cajas de galletas y se preguntó si esa mujer no tendría a nadie que pudiera hacerle la compra cuando su hijo acababa de morir...

Ella pareció reconocerle —probablemente lo vio allí en la calle cuando todo pasó—, pero no le dijo nada y apartó su mirada de la de él.

La mujer pagó su compra y salió del local observada por algunos clientes que la conocían y por la cajera, que cuando Eugenio se acercó a pagar comentaba:

—¡Es increíble que esta mujer todavía tenga ánimos para bajar a la calle!

Eugenio rememoró por enésima vez lo ocurrido y sintió, por enésima vez también, una especie de náusea que le ascendía del estómago. Antes de decidir si se la producía el recuerdo del niño sobre el capó del coche o su propia cobardía, salió a la calle detrás de la mujer. Ella se había parado en la máquina de tabaco que había fuera del establecimiento.

—Su tabaco, gracias.

Eugenio pasó por su lado y, apenas sin parar de caminar, le dijo:

—Yo vi cómo caía el niño. Lo vi todo.

La mujer no dijo nada, pero su rostro reflejó el cambio como si la hubieran golpeado. Cogió el paquete de tabaco y miró calle abajo, más allá de Eugenio.

Su conciencia, gracias...

Eugenio regresó a la tienda pensando que tal vez ella le seguiría para hablar con él, pero no fue así. Ya no pudo pensar en otra cosa en todo el día, a pesar de que estuvo muy ocupado en sus negocios y había sido una jornada fructífera.

Cuando regresó a casa, ya entrada la noche, no pudo evitar fijarse en el balcón donde vivía la mujer que había dejado caer a su hijo. Se dijo que ya no podría evitar mirar hacia él cada vez que pasara por delante. Observó a un hombre a través de las pálidas cortinas y pensó que era el marido de la mujer, y que no debía de estar en casa la madrugada en la que el bebé murió. En el periódico habían publicado que era vigilante jurado y que esa noche trabajaba.

Eugenio se preguntó si el marido también estaba metido en el asunto... Seguro que no. Quería contar lo que realmente había visto, pero sus reticencias a hablar con la Policía se lo habían impedido hasta ese momento. Tenía antecedentes policiales —y muchos— y alguna experiencia poco afortunada en más de una comisaría, así que no le gustaba nada tener que tratar con la pasma y mucho menos tener que colaborar en lo más mínimo con ella. Los policías eran sus enemigos naturales, como los leones para las gacelas, ¿y dónde quedaría su reputación si cooperaba para resolver un crimen? Sin embargo, sabía que esto era distinto. A él no solía importarle que los delitos quedaran sin castigo. Es más, habitualmente prefería que así fuera... pero sabía que esto era diferente.

Aunque, realmente —se dijo—, el niño está muerto y eso es irremediable, ¿en realidad, importa algo si ella paga por el crimen o no? Quizás sus remordimientos, si los tiene, sean suficiente castigo. Era su estrategia de autojustificación, su forma de acallar los gritos de su conciencia, que le repetía que contara lo que había sucedido en realidad y le decía que era un estúpido por haber callado cuando aquel policía le preguntó, cuando era el momento de hablar.

Pero el niño estaba muerto y ya no podía hacerse nada al respecto. Nada.

No habían pasado doce horas cuando el azar volvió a colocar a la mujer —se llamaba Eva, según el periódico— en el camino de Eugenio. Esta vez se topó con ella cuando compraba unos periódicos. Ella intentó no mirarle, pero él la saludó.

—Buenos días, ¿se encuentra mejor?

Eva no contestó. Intentó alejarse sin llamar demasiado la atención del dependiente y de los otros clientes, pero él la siguió. No sabía muy bien qué demonios pretendía o si pretendía algo con ello, pero quería hacerlo.

—Perdone. Estoy hablando con usted. Sabe quién soy, ¿verdad..? Y sabe que lo vi todo.

—Déjeme en paz. No sé qué pretende. ¿Quiere que llame a la Policía?

Eugenio, que había agarrado a la mujer por un brazo, no contestó inmediatamente. Tal vez no era mala idea...

—Sí. Eso mismo. Llámela y explique a los policías que no fue un accidente... ¿Por qué lo hizo?

—¡Está loco! ¿Pretende decir que yo maté a mi hijo? —en ese momento ella parecía más pendiente de que nadie se hubiera percatado de la situación que de liberar su brazo aprisionado.

Eugenio la soltó.

—Lo vi todo. Estuve allí todo el tiempo, desde el momento en que el niño empezó a llorar.

Eva salió corriendo.

Eugenio ya no pensaba en ir con el cuento a la Policía. Ahora tenía un plan mejor para hacer la vida imposible a esa mujer, podía ser un castigo tan bueno como cualquier otro. Escribió una nota en una tarjeta blanca y la dejó en el buzón de Eva.

¿Por qué ha matado a su hijo?

Sabía que se arriesgaba a que ella llamara a la Policía porque la estaba acosando, pero no creía que lo hiciera; tendría que dar demasiadas explicaciones y entonces él podría contar lo que en realidad vio aquella noche... aunque, a decir verdad, su credibilidad como testigo había caído en picado; creerían que era un vulgar extorsionador, muy original, por otra parte, porque jamás se ha sabido de tan rocambolesco chantaje sobre la muerte de un niño.

Eva se asustó. Rompió la nota y la tiró inmediatamente. Temía que su marido sospechara algo. La verdad es que ya debía hacerlo... La había obligado a visitar a un psiquiatra tras lo ocurrido y día a día se alejaba más de ella. Ni la tocaba ni la abrazaba... Resultaba tan cruel como paradójico, porque lo había hecho todo por él. Todo por él... Él no podía comprender cómo se podía caer por un balcón un niño que estaba en brazos de su madre. Además, tenía motivos para sospechar, motivos que no había contado a la Policía, que no quería tener que explicar nunca. El niño estaba muerto y ya no importaba. ¿O sí que importaba..?

Eva creía que ese hombre que la había abordado en la librería quería hacerle chantaje y se acostumbró a mirar a todas horas el buzón para evitar que fuera su marido quien recogiera una próxima nota. Estaba segura de que habría más.

No se equivocaba. En los días siguientes, Eugenio escribió otras tres notas en similares términos y las depositó en el buzón de Eva. Sin embargo, en ninguna de ellas pedía dinero por su silencio, sólo había manifestaciones del tipo sé lo que hiciste; un recordatorio de película de terror. Ella las rompía y tiraba, preguntándose qué pretendía ese individuo y diciéndose que la próxima sería la petición de una fuerte suma de dinero... Sólo estaba allanando el terreno.

Eugenio todavía no tenía muy claro por qué estaba haciéndolo. Se sentía algo ridículo y decidió dejar de escribir anónimos. Habían pasado ya tres semanas desde la muerte del niño y el calentón de los remordimientos se había enfriado un poco. Los remordimientos son así; el tiempo lo cura todo... Pensaba que tal vez ya había hecho suficiente metiéndole el miedo en el cuerpo a esa mujer, que a partir de entonces viviría con la espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza y eso era un castigo que, además, no había precisado de la intervención de polis y jueces.

Había amanecido un día gris y lluvioso. Eugenio bajó a comprar el periódico y a desayunar a un bar cercano. Abrió el ejemplar del día y vio, en grandes titulares: “La madre del bebé que murió al caer por un balcón confiesa que lo mató”. Desde luego, estaba claro que le había metido el miedo en el cuerpo...

Siguió leyendo. En la noticia se describía a Eva como a una mujer inestable y algo desequilibrada que ya había estado en tratamiento psicológico anteriormente a consecuencia de una fuerte depresión postparto. El bebé no era de su marido y él lo sabía, así que, desde su nacimiento, la relación de la pareja se había deteriorado a pasos agigantados y su marido amenazaba con separarse de ella, aunque adoraba sin poderlo remediar al hijo de la infidelidad... Era a ella a la que no podía perdonar.

La presión fue más fuerte que el instinto. Ella declaró que no lo había planeado, que se le fue la cabeza, que en realidad quería a su hijo bastardo.

Eva había aprendido a ver a su bebé como el origen de sus problemas y había aprendido a sentir rencor, aunque el pobre desgraciado niño sólo podía ser el recuerdo de ese error. Su llanto insistente le recordó que era un estorbo en su vida, así que empleó un método expeditivo para quitárselo de encima. No lo pensó más.

Eugenio sintió asco hacia esa mujer que se había deshecho del bebé para intentar salvar su matrimonio, como si acabar con el fruto de su engaño borrara éste también, aunque se sintió satisfecho con el final de la historia. Ahora ya no importaba que moviera un dedo para que se supiera la verdad, y su conciencia podía dedicarse de nuevo a falsificar documentos como el mejor del país.

Pero la verdad tiene mil caras y las historias, a veces, no tienen un final. Un tribunal popular formado casi exclusivamente por hombres consideró que Eva no era responsable de la muerte de su bebé. El abogado, un tipo listo, les habló de la depresión postparto, de malos momentos, de culpabilidad y de debilidad femenina y los convenció de que la mera confesión no podía probar que realmente lo hubiera tirado conscientemente. ¿Cómo va una madre a tirar a su bebé por el balcón? ¡Por Dios..! Sin embargo, se sentía culpable y eso la había llevado a confesar la muerte, como una forma de expiación. No tenía intención de matar al niño, dijo el abogado, y, en cualquier caso, ¿qué pruebas había de que lo tirara intencionadamente, aparte de su confesión de madre histérica y desesperada?

No responsable. Era lo más fácil de asumir para un jurado de hombres que la había visto llorar durante todo el juicio.

Eugenio se enteró por el periódico. Recordó el momento en que Eva se acercó a la barandilla, alzó al niño y lo dejó caer mientras miraba dónde iba a parar su cuerpecillo de algodón. Vio de nuevo aquellos ojos muertos que fue incapaz de cerrar. Ahora le mirarían siempre, desde algún lugar, recordándole que tuvo en sus labios la verdad y dejó escapar a su asesina.