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Que no me quemen las flores

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Recuperé mi corazón entre la maleza. Un enano, narigudo y de piel oscura, bailaba encima de él. Al compás de la música de la hojarasca, movía su corbata, con una risa estrepitosa.

Vi cómo mi corazón se hacía cada vez más pequeño, hasta que ya casi no pude distinguirlo. De repente, un olor a humo me despertó: Se habían quemado las flores, las flores que antes adornaban el camino. Flores blancas, azules, flores rojas y negras, flores exóticas, esbeltas y con espinas, se quemaban, se quemaban. El enano seguía danzando, riendo entre el fuego, riéndose de las flores, encima de mi corazón. Por eso cogí mi corazón. Por eso maté al enano. Porque yo no quiero que me quemen las flores.

 

Qué bien que hemos visto al enano, el monstruo de la caverna que gritaba como un león porque tenía miedo.

Yo conozco a otro ser de las cavernas: yo conozco a Polifemo. Es un ser espléndido, enorme y grotesco, que me quiere mucho. Polifemo respeta mis necesidades y me espera todas las tardes sin pedirme nada a cambio. Polifemo tiene un solo ojo, pero con él controla a todos aquellos que quieren hacerme daño.

Fue él, con su único ojo, quien vio al enano. Me previno:

—Cuidado, es un pícaro.

Mi Polifemo.

Yo cuidaba de mis flores y no le hice caso.

Me resultaba simpático aquel ser danzarín, pequeñito y con corbata, que nunca estaba quieto. Iba de un lado a otro, aunque nunca dejaba claro para qué.

 

Poco a poco fue acercándose a mis flores. Un día llegué y vi que las miraba con expresión de rabia. Me asusté y las protegí.

Pero al poco tiempo venía con otra música, danzando a otro compás.

Yo lo miraba y me reía. Él también me miraba y me sonreía mientras bailaba. Una tarde me di cuenta de que bailaba para mí.

También esa misma tarde desaparecieron algunas de mis flores. Quedó el jardín más triste.

Al siguiente día noté una fragancia conocida, un olor como a brisa marina, fresca y limpia en mi jardín. Cerré los ojos y aspiré. Cuando los abrí, estaba ante mí el enano, que había visto cómo yo me entregaba a aquél olor. Cuando él se fue, se llevó el olor consigo. Era un olor conocido.

 

El tiempo me arrancaba las flores. Algunas se marchitaban, y aparecían mustias, como descansando en la tierra, pero estaban muertas. Otras, simplemente, desaparecían. Y las que quedaban, morían repentinamente, como si algo hubiese obstruido su respiración.

 

El tiempo también pasó para el enano. Cada día estaba más contento, e incluso había crecido. Me preguntaba, muy cortés:

—¿Qué te pasa? No te preocupes por las flores. La próxima primavera crecerán más. E incluso las mismas. Tus flores aun más hermosas.

Ahora ven, baila conmigo.

Yo apreciaba su esfuerzo, pero no quería bailar. Además, nunca me gustó su música.

Una noche me quedé vigilando mi jardín. Había luna llena, y los colores se apreciaban con otros matices. El jardín era casi de blanco y negro (la luna le daba un cariz plateado).

Extasiada por tanta belleza me quedé dormida.

Me despertó el sonido de unas pisadas. Cuando abrí los ojos vi al enano. Había entrado en mi jardín; había cogido mis flores; las pisoteaba, y se reía, se reía.

Al siguiente día vino y me pidió mi corazón. Le contesté que lo sabía todo.

Pero él me lo robó. Se llevó mi corazón, y quiso enterrarlo. Cuando lo hizo, la tierra se movía bajo sus pies, porque mi corazón también se movía, saltaba bajo la tierra.

Así fue como le vi, quemando mis flores y bailando encima de mi corazón.

Por eso cogí mi corazón. Por eso maté al enano. Porque yo no quiero que me quemen las flores.