Letras
Tres cuentos

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Goya y sus idiotas

Me gustan, definitivamente me gustan. Son una pobre gente de seso hueco que me cae muy bien.

Sus miradas —ay, pero que miradas— son de un cretinismo notorio, porque, aparte de saber vestirse como santos un día de procesión, no saben ninguna otra cosa, ni sobre el poder, ni sobre la política española, ni sobre nada de nada.

Hay quienes me han hecho saber —los pasillos tienen orejas muy grandes— que la Reina juega a algo más que naipes con el Primer Ministro, Don Godoy. Si es o no cierto es un asunto que absolutamente me tiene sin cuidado. No ando por ahí juzgado la conducta del prójimo ni mucho menos. Tampoco yo soy un santo, ¡qué Dios me libre de serlo!

Soy sordo desde que me metió en cama la escarlatina. El Señor, que nunca se equivoca, sabrá por qué me dejó así, pues la verdad, para oír tonterías, mejor no escucho nada.

De regreso a estos tíos, los he pintado, eso sí, según mis condiciones: de noche y bajo luz de velas que es como mejor pinto, así los colores se me hacen más vivos y cremosos. Los santos en procesión —perdón, digo, Sus Majestades, Don Carlos y Doña María Luisa— me felicitan embobados:

—Ay, pero que monos quedamos. Qué bien nos retrató, maestro Goya... ¡Y los niños se ven divinos!

Y yo, risueño, con mí manchada ropa de taller y mis velas en la cabeza, sin apagar, a modo de corona cintilante, pienso desde mi ancilaridad de pintor de corte:

—¡Y nadie ha reparado en la vacuidad de esos redondos ojos de idiotas!

 

Io sono Benvenuto Cellini

Como mi antepasado soy un artesano, lleno de ideales artísticos y también, por qué no confesarlo, de ideas criminales. ¡El Crimen!, así, con letras grandes; el crimen es el motor de nuestra existencia. Cómo nos gusta matar y ver correr la sangre. Atravesar pulmones, cortar arterias y músculos y huesos y toda esa masa podrida de que está compuesta la Divina Creación.

Mi abuelo solía decir que el viejo Benvenuto era mejor espadachín que herrero y orfebre. Yo contradigo al abuelo. Él y yo somos artistas consumados y asesinos también consumados. Mi antepasado esperaba el tiempo propicio para que la luz de la luna llena bañara las aleaciones que forjaban sus manos. Le gustaban los saleros de oro y plata —¿a quién no?— pero gustaba más de ver la hoja pulida de una cimitarra hecha brillantemente en una sola pieza.

La mayor fascinación que se ejerce sobre los sentidos es ver burbujear el calor del rojo blanco bajo la corriente de agua fría, quebrantada por el sereno y la desvelada, y de allí, aquel puñal que se obtiene por el beso de los elementos fuego y agua, desgarrando el vientre del adversario, sus intestinos al sol, y sus ojos cristalinos, sin vida. La plata que se bruñe al contacto de la Sopa Vital es más brillante que todo el aurum de los Templarios.

Aquí estoy, agazapado detrás de una columna, esperando que el jefe de cocina del Conde Tiépolo pase por esta esquina. Me ha ofendido y me debe una satisfacción.

Alguien me ha dicho que los cocineros son de cuidado con los cuchillos. Le espero para poner a prueba esa, su famosa destreza.

 

Los hermanos Van Eyck

Pintábamos desde muy niños; primero al temple, al óleo después, y a la mezcla de ambos finalmente. Queríamos transparencia, soñábamos con el color y los matices variados. Trabajamos mucho tiempo sobre la tez amarilla y pálida de aquellas criaturas enfermizas, sifilíticas y tuberculosas que pagaban para verse sanas aunque fuera en las pocas medidas de una tela.

Micer Passolino era nuestro mejor cliente de aquella primera época, cuando recién salimos del taller a establecernos por nuestra cuenta.

—Hubert, quería decirle que...

—No, micer, no soy Hubert, soy Jan. Hubert está allí, sobre el andamio.

—Ah, como siempre me confundo. Nunca sé cuándo es el uno y cuándo el otro. En la taberna, ¿nunca los reconocen?, ¿nunca sabe alguien cuando alguno de ustedes no es el que dice ser?

Hubert, desde el andamio, se volvió y le sonrió, pincel en mano.

—¡Buenos días, micer Passolino!

—Pero hasta es la misma sonrisa, ¡Hasta los mismos dientes, hijos de puta!

Su desconcierto era comprensible. Nuestra clientela solía decir, orgullosa:

—He hablado con Van Eyck, te lo aseguro, pintará para mí cuando culmine su último encargo...

Pero habría que ver si eran capaces de adivinar con cuál de los dos Van Eyck el cliente había hablado.

Mi hermano gemelo se bajó del andamio e invitó a micer Passolino un vaso de generoso vino tinto.

—Ajá, y su bodega tan bien surtida como su taller.

Me acerqué a mi hermano y junto a él oí cómo micer Passolino nos llamaba:

—¡Cástor y Pólux! Definitivamente ambos son los gemelos áureos del zodíaco.

Lo decía porque nuestros cabellos eran largos, de un tono natural entre castaño y rojizo, y nuestras manos, largas también, eran pálidas y de uñas irregulares; de niños nos comíamos las uñas, él las mías, yo las suyas.

—Son increíbles. Y vaya que tienen mi bolsa vaciada, pero como son tan buenos no me importa pagarles lo que me pidan.

Micer Passolino nos dio entonces los detalles de su nuevo encargo, luego se marchó a casa. Era de esos italianos que en pintura nos prefería a nosotros los flamencos y no, como sería lógico pensar, a un florentino. Quería una tabla que representara el Juicio Final para adornar su capilla particular. Monseñor, el Obispo, le había dado su dispensa.

Hubert me miró y yo lo miré a mi vez. Mi imagen especular me sonrió divertido porque cada vez los encargos eran más sencillos para ambos, pese a ser técnicamente más difíciles y elaborados.

—Hubert...

—Dime, Jan.

—¿Hacia dónde vamos? Siempre estamos juntos y pienso que, de mudarnos de ciudad, nos mudaríamos juntos.

—Por supuesto, no lo dudes. No te abandonaré y tú a mí tampoco. Iremos hacia donde el trabajo nos lleve. Desde muy niños sabemos que la pintura no es todo en la vida. No hay nada antes de ella, tampoco hay nada después. Pintar se nos hace tan necesario como respirar.

—Tienes razón, Hubert. Yo no concibo nuestra vida si no es viniendo al taller, aquí me siento más a gusto que, incluso, en nuestra casa.

He olvidado decirlo, pero nuestra casa es hermosa: ancha, larga, con un gran patio donde las frutas se desgajan maduras cuando llega el tiempo de su sazón. Allí vivimos mi hermano y yo...

—Jan...

—Dime, Hubert.

—Tenemos que volver a Firenza y a Siena. Pintamos mejor en aquellas tierras.

—Cualquier artista pinta mejor allí. Incluso más allá de los límites toscanos.

El viaje quedó momentáneamente suspendido, la peste asoló nuestra provincia y se llevó, literalmente, a mi brazo derecho.

Mi hermano murió y me dejó tan solo, que para no sentir esta angustiosa soledad, me he mudado de ciudad y a mis nuevos clientes les mantengo la ficción de que seguimos siendo dos pintores en lugar de uno. Para mí él aún existe, por ello a veces pinto como lo hacía él, y otras veces pinto a mi manera.

Hace poco Arnolfini, el banquero judío, nos contrató encargándonos un retrato familiar de él junto a su delicada esposa. Durante algunos días fui Hubert; durante otros, fui Jan.

—Buenos días. Mi hermano me pidió que viniera hoy para hacer los cartones preliminares, lo demás lo va a hacer él en nuestro taller, ¿está de acuerdo, micer Arnolfini?

—Si, por supuesto.

—Entonces, ¿cuál es la estancia con mejor luz?

El delgado judío parpadeó extrañado. No era muy rápido para tomar decisiones que no fueran de orden financiero.

—¿Luz natural, luz de día, dice usted, maestro?

—Si. Donde el sol entre a chorros, hasta casi cegarnos. Ni mi hermano ni yo trabajamos de noche, a la luz del cebo, porque no nos gusta sino la claridad matutina.

—Hum... junto al salón recibidor está nuestro comedor y al fondo de éste hay un espejo circular. Se ve la luz, y además, ésta se refleja en el espejo, ¿les servirá?

—Nos servirá. ¿Me permite ver esa estancia?

—Adelante, maestro, pase usted.

Entré y miré con detenimiento. Supe que era un magnífico salón, y también estuve seguro de que el cuadro resultante sería imponderable.

Cuando los modelos —el judío y su mujer— posaban frente a mí, les hice algunas preguntas. Saber lo que la gente piensa le ayuda a uno a darles cierto cariz, cierta atmósfera realista para la situación que se está representando; así es como los pintores hacemos ver en el ojo del espectador lo que queremos que vea y no otra cosa. A eso lo llamamos “implantar la imagen”.

—Señora mía...

—Diga, maestro.

—¿Qué le sucede? ¿Se siente indispuesta? La vi enrojecer de repente.

—Es que... no estoy acostumbrada a posar. Y usted allí, frente a nosotros, viéndonos en lo más íntimo, pintándonos. Me siento escudriñada en mi interior.

El marido soltó una risa nerviosa:

—¡Querida!, el maestro Van Eyck sólo quiere que salgamos bien en el retrato. No nos escudriña como tú dices.

—Tiene algo de razón la señora, micer —le interrumpo—, no la escudriño, pero sí la observo con absoluto detenimiento para llevarla al lienzo tal y como ella es, como ella siente.

—¿Cómo sabe lo que siento, maestro?

—Por ejemplo, ahora mismo usted está cohibida y se siente tímida, no por mi presencia, sino por culpa de ese vestido de moda que le abulta adelante como si estuviera embarazada. Y a usted le daría vergüenza posar si efectivamente estuviera esperando un pequeño Arnolfini.

La judía abrió sus lindos ojos color té.

—Ah, maestro, ¿cómo pudo usted saber todo eso?

—Porque conozco algo del alma de la mujer. Las he amado y me han amado a su vez. Eso me permite entender su sonrojo.

La esposa del flaco señor Arnolfini volvió a enrojecer ostensiblemente, pero me sonrió deliciosa.

—Ahora usted, micer.

—¿Yo?

—Si. Tome la mano de su señora y déjela reposar sobre la suya como si fuera un frailecillo asustado, con las alas mojadas y pegadas al cuerpo, a salvo de la tempestad.

Temblando —porque las religiones nos han dicho desde siempre que es escandaloso mostrar nuestros afectos en público—, el judío hizo caso a lo que le pedí.

—¿Así?

—Así, micer. Ahora vuélvase y mírela. Mire su ternura, su encantadora luminosidad. Ahora vuélvase a mí y hágame ver, y a todo el que vea el retrato en el futuro, lo que en ella vio en ese instante.

El marido también hizo esto, y se sacudió con ese estremecimiento ligero que se produce en nuestra alma cuando estamos ciertos de una cosa:

—¿La ama, micer Arnolfini?

—Si. Con cada parte de mi cuerpo...