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La loquita

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Muy pocos sabían su nombre. Vivía en Canevaro, en la cuadra donde la señora Consuelo tiene su puestito de abarrotes. Siempre fue tímida pero ahora último se había puesto peor porque apenas le hablaban o incluso, si la miraban, se echaba a correr. Una vez el abogado Baráybar la vio corriendo por San Isidro, cerca al club de golf. Otra el profesor Torrico la vio en el Parque Mata Mula, que después por decreto se llamó el Parque de los Próceres. Pacho y Juanito la vieron corriendo cerca al Melitón Carvajal.

Cuando se cansaba se sentaba en el suelo y se derretía en lágrimas, en cortos y convulsivos sollozos que más la ahogaban. Pero no se le acerquen ni la miren porque zas, otra vez se larga a la carrera sin fijarse en la gente ni en los autos, fugaz como alma que lleva el diablo, gritando histérica si tiene aire.

Sus padres eran buena gente. Él trabajaba de albañil y gasfitero y sin ser el mejor la clientela quedaba contenta. Ella lavaba ropa y hacía costura y jamás faltaba a misa los domingos. La señora Consuelo, que era su vecina, comentaba que el carácter bonachón sólo eran las flores de afuera porque la pareja —ella sabía que no estaban casados— discutía a menudo. Las más de las veces el motivo era la niña Julia, aunque todos en el barrio le decían la loquita.

No era raro que la señora Concho se ocupara de Julita cuando sus padres tenían compromisos, y a quien quisiera escuchar le contaba, en el puesto de abarrotes que tenía en Canevaro en la cuadra seis, que la niña no era tonta, sabía más que las cucarachas, y cuando le daba la gana se le soltaba la lengua y bien decía sus verdades.

Claro que a veces la agarraba el diablo y le daba por revolcarse en el suelo. O se le aparecían serpientes que la envolvían, la apretaban, la clavaban, y horas de horas pasaba la pobre chica gritando, espantándolas a manotazos, sudando como con fuego en los huesos hasta que, exhausta, dormía un sueño intranquilo lleno de voces y sobresaltos.

Un curandero de Chicama le pasó el huevo y el cuy, la trató con humos y brebajes, pero nada. El padre Pichilín intentó hacerle un exorcismo y fue peor porque apenas lo vio Julita armó tal escándalo que el cura tuvo que retirarse.

—Un pan de Dios —decía la señora Consuelo—. Una tocada, una elegida. Cuando le pregunté qué quería ser cuando fuera grande: profesora, enfermera... me contestó “un pájaro”.

“Se enrollaba en un ovillo y así hecha un feto permanecía horas. Con la cabeza hacía no cuando le preguntaba ¿quieres ver televisión? ¿leer un chiste? ¿armar rompecabezas? ¿tomar un jugo? ¿jugar con Rosi y la Piluncha?... Entonces todavía no le había dado con la correteadera, que dizque hasta la han visto dando vueltas a la Plaza San Martín.

Al fin los padres se decidieron y la llevaron donde el doctor González. A pesar de que hacía milagros, el doctor comprendió que el caso rebasaba sus virtudes y recomendó un sanatorio. Debido al cuadro agudo de paranoia una recuperación total era improbable, pero estaría mejor que en la calle, donde cualquier cosa le podía pasar.

Después de eso las discusiones se hicieron peores. A veces la señora Concho tenía que subir el volumen del televisor para no escuchar semejantes barbaridades.

—Todo por tu abuelo —decía ella—. El que murió sifilítico. Le pasaste la taradez a la nena.

—¿Y la alcohólica de tu madre? —replicaba él—. Vendía el culo por un vaso de cerveza. Terminó hablando sola. Igual que...

Al final optaron por cuartos separados. Él se consiguió una muchachona tonta y maciza, a la que visitaba una vez por semana. A ella, temerosa del qué dirán, no se le conoció ningún amante.

* * *

Justo el día en que los enviados del doctor Matallana vinieron a buscar a Julita, justo ese día como sospechando no vino la niña, se retrasó más allá de su hora al oscurecer y cuando dieron las diez y hacía rato que se habían ido los ayudantes y Julita todavía no se manifestaba, su mamá se puso a temblar de la angustia y a dar unos grititos destemplados que nos rompían los nervios.

Le di un Valium con una manzanilla y se calmó un poco. Comprensible cómo se sentía porque cuántas horas llevábamos esperando y aunque ya se habían ido los asistentes del doctor Matallana, igual la tensión nos tenía descuadradas.

Yo sé que la decisión no fue fácil. Cuántas discusiones, en una parecía que acabábamos en el hospital. Es una barbaridad de dinero también y eso que el doctor Matallana estaba haciendo un descuento porque eran recomendados del doctor González. Y ya cuando habían arreglado los detalles de la estadía, las visitas y los pagos, ya cuando esos dos muchachotes la estaban esperando hasta camisa de fuerza habían traído porsiaca, no aparece la niña y todos incómodos no sólo por la falta de espacio, imagínese los cinco apretujados en la salita con don Rodrigo tenso como un tirante hasta que se quedó dormido en el silloncito —trabaja sobretiempo y se levanta temprano—, la pobre mamá hecha un mar de lágrimas, yo desatendiendo mis obligaciones por ser tan servicial y aunque al principio tuve mis dudas comprendí que era lo mejor para la niña porque no está bien que esa criatura ande todo el santo día en la calle perdiendo el colegio y corriendo como cabra con tanto sátiro que anda por ahí.

Y cómo son las cosas, oiga, no es que yo sea mal pensada o me deje llevar por mi imaginación pero hubiera visto la cara de la doña cuando tenía enfrente a esos dos manganzones guapos para qué si hasta médicos parecían con sus uniformes y el pelmazo de su marido ya había doblado el pico y roncaba como si estuviera con la Alicia que todo el barrio sabe es su barragana, la cosa es que los miraba como si fuera a comérselos en un doble sánguche con mostaza y mayonesa.

Dios me perdone si me equivoco pero yo conozco a la gente y en especial a mi gente, que no en vano hablo con treinta o cuarenta personas al día, es parte del negocio, oiga, y mire la casualidad porque a la tarde siguiente la Julita todavía no aparecía y como a las tres la señora Pastor, la que vive en Túpac Amaru, me cuenta que el día anterior la había visto en el Parque de los Bomberos y más tarde Chon el de la farmacia dijo que la vio por el cine Independencia y el señor Parra el del puesto de periódicos la vio por el Hospital del Empleado que fue a hacerse un chequeo porque le han vuelto esas punzadas en la espalda que no puede ni amarrarse los zapatos.

Para entonces ya habían pasado veinticuatro horas de su desaparición y fuimos a dar parte a la policía. Después de una hora nos recibió la cabo de guardia. Le dimos el nombre y la descripción. Nos los hizo repetir dos veces. Cuando la vi hojear un cuaderno y hacer apuntes con letra apurada y nerviosa, me dio tal pálpito que tuve que sentarme para no caer.

* * *

Todo el mundo se quedaba mirando a la loquita cuando pasaba corriendo hecha una moto avanzaba la niña por la calle la pista o los jardines buscando un rincón solitario que a veces encontraba junto a un árbol cerca al monumento a Mahatma Gandhi.

No dejaba que nadie se le acercase. Apenas veía que alguien se aproximaba, empezaba a correr. Más de un vivo había intentado meterla a su casa o llevársela en el carro pero se ensartaron porque la chica pateaba, arañaba y mordía sin dejar de gritar.

Una vez Marito el hermano del Boby contó que la espió detrás de un árbol y oyó lo que decía. No no no repetía lo dijo por un ratazo como si fuera su única palabra pero luego dijo algo de pájaros en las montañas o montañas de pájaros y empezó a reír y después otra vez volvió al no no no por otro rato y luego no dijo nada sino hacía un ruido con los labios como el de avión o cohete hasta que se quedó calladita y pensé dormía quise verla me acerqué despacito pero apenas me sintió salió disparada.

Hasta bromas hacíamos de meterla al equipo de atletismo más rápida que Acevedo y Deza juntos cuando corría por las calles, el parque, el mercado, los centros comerciales, las unidades vecinales, saltando obstáculos, subiendo y bajando escaleras, trepando muros, deslizándose entre verjas, escurriéndose por grietas y pasajes.

El mismo día en que los asistentes del doctor Matallana la esperaron en vano en su casa, la señora Olga de la Puente la vio viniendo por Bartolomé Herrera, que doña Olguita venía de visitar a su comadre Berta allá en José Gálvez y aunque ingenuamente intentó decirle una palabrita, la niña siguió rauda a su destino que finalmente la alcanzó un par de cuadras más arriba cuando cruzaba la avenida Militar.

Cómo es porque si la señora Olga se hubiera despedido unos minutos antes de su comadre les habría ahorrado tiempo y disgusto a la mamá y a la señora Consuelo que al fin encontraron a Julita, guiadas por la cabo de guardia que apenas oyó la descripción supo adónde llevarlas.

La señora Olga no escuchó el golpazo ni los gritos ni el tardío frenazo ni el inútil quejido del claxon. Los testigos y curiosos que rodearon el cuerpo —voló siete metros; tal vez no sufrió porque sonreía— dijeron que la policía llegó al instante pero la ambulancia tardó más de veinte minutos.