Letras
Porosidad

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La vista engaña. Es lo que dice siempre Francisca, y no lo dice porque esté medio ciega sino porque es una verdad como un templo. Mira mi padre, por ejemplo. Está mucho más gordo de lo que parece. Tan gordo que muchas veces no se sabe dónde acaba él y dónde empiezan los otros.

Pero de eso no nos dimos cuenta hasta el verano en que estuvimos a punto de cerrar el horno.

Por entonces tomó la maña de agarrar la silla de la cocina y sentarse al revés, con los brazos apoyados sobre el respaldo, mirando por la ventana del patio. Así era capaz de pasarse la tarde entera. Sin decir una palabra. Desmigajando el pan que quedaba en el cesto o golpeando la mesa a ratos como si oyera una música. Y de pronto se acordaba del licor de menta. Y, señalando a la alacena, soltaba un gruñido. Y mi madre tenía que subirse al taburete y ponerse de puntillas para sacar la botella de la última repisa. Y la bajaba pasándole un trapito, que recortó de unas sábanas viejas de Francisca, para que se fueran el polvo y las arañas. La soltaba en lo alto de la mesa. Toma Jacinto. Bebe y revienta.

Y, limpiándose las manos en el delantal, se volvía a sus haciendas. A saber. Arreglar el cuarto azul de Silvia y mi cuarto blanco. Arreglar el cuarto de Marquitos, lleno de bichos. Arreglar el cuarto de la abuela, lleno de macetas. Arreglar el jergón donde mi padre dormía, pegado al horno. Y él, mientras tanto, desenroscaba el tapón y comenzaba a llenar el vaso hasta que una lágrima verde rebosaba por los bordes y un olor a menta y hierbas inundaba la cocina y entonces...

Pun. De un trago.

Pun. Otro.

Pun.

Al cabo de un rato las carcajadas llegaban hasta la Plaza de los Tinajeros.

Pero no era él. ¡Era ella!

Ella, que había vuelto a la cocina para sacarle brillo a las cacerolas de cobre o a zurcir a la luz del patio unos calcetines, unas bragas. Cualquier cosa. Ella, que no tomaba más que agua del porrón, en verano, y una taza de tila antes de acostarse.

A Silvia y a mí, si es que andábamos por allí cerca, nos entraba una cosa en el cuerpo lo mismo que cuando, siendo más chicas, dábamos vueltas y vueltas cogidas de las manos a ver quién se mareaba antes. Y se nos caían las bolsas de pipas. Las muñecas. Una mandarina a medio mondar. Una horquilla. A mi mamá los cafés. Que preparaba para ver si así se despejaba, en tres cafeteras. Cada una más grande que la otra.

A veces escuchábamos un sonido de pasos de madera. Y Francisca, apretando los labios y rechinando los pocos dientes que le quedaban, aparecía por esa puerta. Y se quedaba allí, apoyada en sus muletas. Hasta que recuperaba el resuello. Entonces abría la boca.

¿Qué me miráis? ¿Se puede saber? Ustedes estáis acostumbrados a verme así, tan arrugá, tan chiquitilla. Pero una ha tenido sus veinte años. Y de historias... No te digo na. Fíjate que una vez, estando vuestro abuelo, que en paz descanse, haciendo el servicio en el Cuartel de Caballería en Córdoba, que está por donde luego pusieron la plaza de toros, a mi amiga la Herminia que tenía el novio en Castellón porque eran de la misma quinta, se le metió en la cabeza que nos fuéramos las dos de romería. No aquí. Aquí no, porque la gente le da mucho al pico. Sino en las Huertas. Por detrás del pantano, cerca del camino de Debla Baja. Y yo que no y que no... Pero al final tuve que engañar a mi madre diciéndole que me quedaba a ayudar en casa de la del Quebrado, que a veces me quedaba yo cuidándoles a la vieja. Y nos fuimos. Y no llevábamos ni una hora de camino cuando, pasado ya el pantano, nos encontramos con un par de mozos. Y al vernos se pararon y nos preguntaron que cómo se va a las Huertas. Que no eran de aquí, eran forasteros. Y qué guapos, niña. ¡Daba gloria verlos! Tan tiesos en sus caballos. Y ellos, ¿qué te voy a decir? Ellos se quedaron prendaditos... Empeñados en que montáramos. Y nosotras venga a reír y a hacernos de rogar. Y ellos sacando queso, sacando jamón, sacando vino dulce, sacando ciruelas, que llevaban de todo en las alforjas. Y allí mismo nos pusimos a comer y a beber debajo de un nogal grandísimo.

Qué suerte hemos tenido. Le dije a la Herminia al oído. Dos. Y forasteros. Uno pa ti y otro pa mí. ¿Quién se va a enterar..?

Y la Herminia me dio un codazo en la cintura y meneó la cabeza.

Ya puestas, los dos pa mí y los dos pa ti. Igual de putas somos.

Y no llegamos a Huertas porque esa noche nos la pas...

¿Tú estás oyendo, Jacinto? ¡Por Dios y María Santísima!

Pero Jacinto no oía nada. Y nosotras tampoco, porque teníamos que taparnos las orejas. O salir pitando. Y mi madre chillaba y lloraba hasta que le entraba la risa floja y se iba resbalando poco a poco hasta caerse de culo en el suelo, las piernas como una V, la espalda apoyada en la pared de la cocina.

Algunas tardes, a Marquitos, que se pasaba los días encerrado en su cuarto, le daba por asomar para coger un trozo de lechuga para los ratones. Y no era nada del otro jueves que le entrara la perrera y empezara a dar patadas gritando que en aquella casa no le quería nadie.

Pero mi padre, mi padre nada. Se achispaba, claro. Al levantarse de la silla frotándose las manos se le veía que bizqueaba un poco y también se le notaba en los coloretes que le salían debajo de los ojos. Pero eso, comparado con la feria que teníamos montada las demás en la cocina...

Al final iba a ser como le dijo don Tristán después de examinarle.

Un problema de la piel. Sus poros están tan abiertos que se sale.

Y yo creo que tenía razón porque basta con pasar a su lado para que le entre a una un sueño que no era de una, un hambre que no es de una, unos picores en las manos, unas ganas de viajar y de hacer panes...