Letras
Tatiana

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Vino a visitarme. Teníamos que enseñarle a escuchar a Brahms e iniciarla en la ceremonia del té y de la buena lectura, eso dijiste. Nuestra nieta me lee alguna de las peripecias de Till Eulenspiegel y a mí, me parece estar escuchando el alemán que hablabas.

Recuerdo que durante las noches soñabas con una Alemania que ambos preferimos olvidar y que yo trataba de calmarte aunque vos siempre te dormías con la agitación de un forastero. —Berlín no es Alemania —me decías—. Podemos viajar a Berlín. (Y viajábamos; a Berlín, y a otros lados.) De esos viajes conservo mapas, mensajes en servilletas descuajeringadas, cintas de paquetes abiertos, grabados y fotografías. Todas, cosas compartidas. Ahora, sólo indicios de una memoria que prefiere olvidar.)

Durante el té, nuestra nieta me habla de sus progresos con el piano. Yo le muestro cómo llevarse la taza a la boca, y ella enseguida pregunta por su abuelo. Le cuento qué vestido me puse el día de nuestro casamiento y cómo nos entendimos desde el principio, pese a tu media lengua castellana. A ella le intriga que pulule tanto adorno en la casa, para qué encerrar tantos bichitos de cristal en una vitrina, pregunta. Tal vez ella tenga razón, pero los objetos están y deben quedar allí, decoran.

—En el colegio me dicen que soy una diesige,abuela —me cuenta—. Pero yo, antes de ponerme a llorar, les digo de todo a mis compañeros, y algunas chicas me gritan “varonera”. Mejor, así no me molestan.

—Eso de ser diverso, no es malo —le contesto. (Qué otra cosa le puedo decir a ella, después de todo lo que viviste en Birkenau y casándote conmigo. Mis padres enseguida te pusieron el mote, porque para ellos el mundo se reducía al campo y al club de golf. En el campo crecimos y, en fin, allá según ellos, moriríamos. Ellos nunca supieron de guerras ni barbarie.)

Ahora las dos nos acercamos al piano, y antes de empezar, contenta, nuestra nieta arregla el vestido arrugado de la muñeca de porcelana que está sobre el piano. (Me habías comprado la muñeca en la rue de Clichy.) Nuestra nieta se sienta en el taburete y ensaya escalas.

Te sentiste presionado la primera vez que te pedí la muñeca, y como no me la compraste, recuerdo que me puse a llorar sin consuelo. Ya había llorado antes muchas veces, a escondidas, porque no podíamos tener hijos y, al dormir, yo siempre escondía mi cabeza entre almohadones. Supongo que me habrás oído bastante, porque finalmente me compraste la muñeca en el negocio de la rue de Clichy.

Bautizamos a la muñeca de la rue de Clichy como “Tatiana”, y, al poco tiempo, nació otra Tatiana. Desde entonces, la muñeca de París quedó instalada sobre el piano, y desde el piano presenció la fiesta de quince, el compromiso y el casamiento de Tatiana.

Do-re-mi-re-mi-sol, las manos de nuestra nieta se deslizan por el teclado. Do-re-mi, do-re-mi, dedos que van y vienen y que no me permiten distinguir piano de muñeca (ni de escalas). Me le acerco, feliz, por la espalda, y ella levanta su brazo izquierdo. —Mirá, abuela, puedo dirigir y tocar el piano, como le gustaría al abuelo.

Y con ese ademán, la muñeca de la rue de Clichy cae destronada y se desparrama por el piso. Tatiana, hecha trizas en un instante, ya no podrá andar secreteando conmigo sobre los besos que te di el día que me la compraste.

Al contemplar el espectáculo indecente del destrozo, nuestra nieta se queda paralizada, mirándome. Es que la Tatiana del piano acaba de romper un equilibrio visual, sin remedio.

Azorada, ella se agacha de inmediato para juntar los pedacitos de la muñeca. Los trata de unir, en fin, se da cuenta de que no puede.

No sé alemán, ni tampoco aprendí de vos a calmar a nuestra nieta con esas historietas del Till Eulenspiegel, el diablillo con cascabeles. Querría abrazarla, como abracé a la muñeca aquella vez, cuando te vi sacarla, oronda, del negocio de la rue de Clichy. Qué es peor, me digo, suspender la memoria o recobrar el olvido.

—Abuela —llora—, cómprame una muñeca como ésa, ¿me la comprás? Sí, le contesto, que deje a Tatiana, le compraré otra muñeca. Y le doy mi mano para salir al jardín.

Nuestra nieta y yo, sentadas entre jazmines del cabo y glicinas; tomadas una de la otra, bien fuerte, de la mano, a la espera de la otra Tatiana, que vendrá a buscarla después de la cena, miramos el jardín sin mirarlo.

Las dos nos estamos guardando un tiempo paciente que espera y supera todo desorden. Sentadas, pienso en vos. Demasiado tiempo sin descampar como el día.

Me animo y la abrazo. Y la esfera del sol baja y nos acaricia.