Letras
Un invitado más

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La explosión lo había dejado confundido. Sátiro Benito Reyes había dejado su España natal para unirse a la resistencia francesa, más para huir de las bromas que sus compañeros jugaban con su nombre que por una cuestión de heroísmo histórico. A pesar de su nombre completo, bordado en dorados hilos sobre el brazo izquierdo de su sacón de paño azul, sus compañeros franceses, ajenos a su idioma natal, nunca repararon en su mote de “Sátiro”.

Era el año 1945 y estaba en un búnker de la resistencia, cuando un ataque alemán convirtió las paredes en polvo, la luz se apagó por completo y el destello de un estallido lo dejó ciego por minutos que pudieron ser horas, no lo sabía muy bien, seguramente el cimbronazo lo había aturdido. Cuando salió a la superficie no logró reconocer ni las calles, era de noche, quieta y sin sobresaltos. Lo primero que llamó su atención fue el aroma de azahares que lo invadía todo, distando mucho del olor a pólvora que sus sentidos esperaban. Caminó un par de cuadras sin cruzarse siquiera con un perro. Distinguió a lo lejos una cruz verde que señalaba la presencia de un hospital; estaba llegando a la guardia, cuando alguien salió. Un médico se alejó unos pasos de la puerta y, parado en mitad de la calle, sacó de su bolsillo un aparato plateado y comenzó a hablar. Benito pensó que sólo los alemanes podían disponer de esa tecnología, por lo que decidió permanecer entre las sombras de un jardín vecino.

Exhausto, buscó alguna ventana abierta en la casa que daba al jardín; no tuvo éxito, pero logró forzar una puerta del fondo. La casa estaba oscura, se dirigió a tientas hasta el salón principal; aturdido como estaba, un amplio sillón con grandes flores bordó lo invitaba a relajarse. Una invitación que no pudo resistir.

 

Madame Leblón bajó al salón minutos antes de las 12. Para la ocasión descartó la luz eléctrica y optó por prender algunas velas; los pesados cortinados de pana caían ocultando por completo los altos ventanales, como imitando la noche que reinaba puertas afuera. Uno a uno los invitados, desconocidos entre sí, comenzaron a llegar y a presentarse. Se sentaron alrededor de una pequeña mesa, algunos acercaron sillas y otros se sentaron en el amplio sillón con grandes flores bordó. Cuando el reloj de péndulo marcó las 12, Madame Leblón se dispuso a comenzar una nueva sesión de espiritismo; en eso estaba cuando uno de los invitados la interrumpió.

—Madame... —dijo un hombre de tupidas cejas y profundos ojos oscuros—, no podemos empezar si no estamos todos.

—Nadie falta, somos 12 y todos estamos aquí —sostuvo Madame Leblón.

—Se equivoca, somos 13. Un tal... —su voz se detuvo un momento, mientras leía el bordado intentando pronunciar correctamente—, un tal Sátiro Benito Reyes ha dejado acá su abrigo, pero aún no regresa a sentarse —dijo el hombre levantando el pesado saco de paño azul, que reposaba a su lado, en el amplio sillón con flores bordó.

 

Era pasada la medianoche del 26 de julio de 2004; la casa de Madame Leblón en Le Kremlin Bicetrê, a metros del Hospital de Bicetrê, parecía abandonada en medio del descuidado jardín.

Alguien golpeó a la puerta. Las 12 personas en la casa, sentadas junto a la pequeña mesa, contuvieron el aliento.