Letras
El descanso de los libros muertos

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Eulogia cerró el libro, la tapa roja y áspera le guiñó cómplice, pareció prenderse fuego como la noche que, envolvente, había provocado sensación de pesadez en la mirada.

La manzana roída sobre el plato de loza fina —recuerdo de familia— comenzaba a amarronarse, como la vieja enredadera del jardín, que se resistía a morir sobre el cuerpo de la tapia.

Por la persiana entreabierta entraba un aire tibio, abrumador. La mujer se incorporó del sillón para seguir el hilo de vaho. En el parque, los grises acompasaban fríos, profundamente dormidos sobre la tierra.

Arriba las nubes acompañaban similitud de tonos, como si una batalla celestial y campal se hubiera instalado entre espacio y suelo.

De pie, aferrada ahora al marco de la ventana, notó que la oscuridad se había tornado más silenciosa, “los ángeles están aquí por agua”, pensó, mientras su lengua se asomaba y la mente acariciaba otros pensamientos.

Recordó que la última jarra de agua había sido consumida, por lo tanto debería ir hasta al aljibe para reponerla.

Tomó la vela, que aún sobrevivía sobre la mesa de madera rústica, y se dispuso a cruzar el largo corredor de cemento y piedra, gastado de pasos encontrados y vueltos a perder.

La casona de la estancia que habitaba, propiedad de antepasados, había circulado como una prenda de hijo a hijo y llegado finalmente a su poder, finalmente, porque Eulogia no tenía sucesores; sus seis hijos, según se rumoreaba en el pueblo, habían desaparecido misteriosamente, cuando un vendaval de acerada lluvia descargó implacable su furia.

Eran muy niños para entonces, cuando fueron sorprendidos jugando a escondidas.

Saturnino, su padre, no halló consuelo hasta el momento que también la vida le abandonó la respiración. Triste, inerme, con el corazón herido por el infortunio, se dejó vencer sin pelear.

El carro que conducía cayó al barranco. Saturnino sabía defenderse contra adversidades, como un delfín dando volteretas sobre el aire, pero aflojó el vuelo, para adentrarse de lleno, clavándose en las profundas y sucias cobijas, que abrigaban las aguas del estanque.

El cuerpo del hombre nunca apareció, igual que los de las criaturas.

Los años habían dejado huellas inevitables, irreversibles, sobre la figura y el rostro de Eulogia; aquella mujer bonita había pasado a ser muestrario del olvido.

Su piel arrugada y fofa parecía temblar sobre una carretera donde, muchas veces, el paso de algún hombre se dejó seducir, preso de un paisaje aterciopelado, sugerente, fresco y vital.

Ella afinó la memoria como a un violín, tirando hacia atrás, desprejuiciada, la larga cabellera blanca sobre el lunar peludo de su espalda, inquieta marca de los señalados. Una confusa nota se elevó, perturbándola, como el pie desnudo marcando pasos.

Satán, el perro de la finca, la siguió fiel, lamiendo sus dedos. Ella le convidó un terrón de azúcar, que extrajo de uno de los bolsillos de la larga falda negra; Satán agradeció moviendo la cola y ladrando la noche.

Una pantera negra y un búho blanco se erigían, a los costados del sendero, adornándolo marmoladamente inmóviles, como centinelas absurdos de la vida, que palpitaba verde ocre.

Eulogia pasó al ras de las estatuas, extendiendo su mano libre y rozando el lomo de la fiera, que moría con el rugido de otro silencio.

“Los ángeles regresan”, pensó nuevamente al llegar al aljibe y ver seis cabecitas rubias detenidas en el tiempo, que asomaban anunciando: “el que no se escondió se embroma”.

La mujer rió sarcásticamente, dándoles una despedida apresurada, con puñetazos firmes que lograron sumergirlos.

Colocó la vasija, tiró de la soga como enarbolando una bandera, que no era precisamente de paz, y marchó salpicada, con la conciencia inmutable, rumbo a la casa.

La vela se apagó en el camino. La oscuridad era total como la que envolvía la vasija dentro del pozo, pero no fue grave para ella; entró segura y precisa, como llave en puerta nueva.

Tomó el libro que yacía aún caliente, fraguado de espanto, bruñido de horror.

Su índice recorrió cada página largamente; luego deslizó el señalador hasta llegar a la última, ansiosa por saber el final.

Un rayo, compañero de otras tormentas, iluminó la hoja lacerándola, como un bisturí sobre cuerpo abandonado, que indicaba:

Ve a la página uno.

La mujer, fiel devota y súbdita de la oscuridad, obedeció y comenzó a leer:

...¡Tendrás que seguir matando!... pero ahora de atrás para adelante. Deberás situarte atemporal, retrocediendo siglos, devastando generaciones. Después de que todo acabe... no tendré más hambre, podrás abandonarme sobre el estante del olvido, donde descansan los libros muertos.

Eulogia, mordaz en el gesto, selló el pacto cuando su piel ganó brillo y juventud. Eterna como una estrella, se obligó a seguir el camino libre de atavismos y plena, a pesar de que seguían llorando ángeles.