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Emmanuel MounierBreve noticia
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En Alfa y Omega Nº 461 (Fundación San Agustín, Arzobispado de Madrid, 28-VII-2005, p. 29), José Francisco Serrano afirma, a propósito de Decir el Credo (Desclée De Brouwer, 2005), uno de los últimos títulos del bien que prolífico y militante filósofo personalista español Carlos Díaz, que éste se encuentra ya en una altura intelectual y moral que lo habilita o capacita para —cito— “deslegitimar las aporías de nuestra cultura”.

Tal lucidez deslegitimadora pone en solfa no pocos de los tópicos, mitos y mitologemas de la decadente cultura actual, de modo que no hemos de valorar tal lucidez solamente —aunque también, ni que decirlo— como un mero ejercicio de deconstrucción más o menos estructuralista ni como un levantamiento de actas de sospecha tras el rastro de la gran sombra de las grandes sospechas decretadas por los tres preclaros maestros de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud, según el conocido diagnóstico de Paul Ricoeur)... A decir verdad, el norte epistemológico y ontológico o metafísico —así pues, profundamente moral, y por ende religioso— que orienta el pensamiento del profesor Carlos Díaz hacia el Sur de la humanidad —progresivamente, mayoría empobrecida—, sabido es que el citado profesor lo ejecuta con erudición y gracia literaria notabilísimas.

En consecuencia, su apuesta filosófica —empeñada en demostrar que la fe es razonable y que la razón misma abierta a las posibilidades últimas otorgadas por la fe, se deja interrogar por ésta, nutrir, trascender, ensanchar, se hace cálida, porque sigue siendo verdad que el “corazón conoce razones que la razón desconoce”— se nos aparece como un titánico y a contracorriente esfuerzo fiel, es decir, “digno de fe y de esperanza y de caridad”, por presentarnos las cuestiones fundamentales de la vida cristiana. Insertos como estamos en el vendaval de una sociedad y una cultura que parecen cacarear por todas partes el canto de cisne de las utopías y el consiguiente resquebrajamiento de “la ilusión por los grandes relatos”, la descomunal obra ensayística del fundador del Instituto Emmanuel Mounier se empeña en resistir las turbulencias y los golpes bajos de la desacralizadora y desmisterizadora cultura dominante comúnmente llamada postmoderna.

Pues bien, si Carlos Díaz se nos presenta en efecto como “deslegitimador de aporías de la cultura actual”, como “desfacedor de los tópicos y entuertos de la postmodernidad ya claramente decadente, sodomítica y ensombrecida por tonos apocalípticos o que al menos lo parecen”, otro tanto de lo mismo cabría afirmar de Emmanuel Mounier —y, si se me permite, incluso con más razón—, de quien no en vano el primero se considera discípulo, o mejor, entusiasta admirador, pues discípulo lo que se dice discípulo, me consta que el profesor Díaz sólo querría serlo de aquel Maestro que nos amó primero...

Pero, en efecto, el pensamiento del filósofo católico francés, de quien este año celebramos el primer centenario de su nacimiento (Grenoble, 1905), nos sigue interesando porque “en su conjunto”— valga esta expresión tan objeto de uso, con todo acaso estilísticamente no muy afortunada— se significa como una crítica al sistema burgués imperante en su tiempo... y en el nuestro; o por mejor decir, es la suya una crítica audaz, lúcida y militante a la espiritualidad del cristianismo burgués: espiritualismo desencarnado que amenazaba con aguar y volver sosa la sal del cristianismo, esto es, la entraña subversiva de la fe en el Dios de Jesucristo, fe que es buena noticia, especialmente buena nueva para los pobres, para los últimos, para los marginados y desheredados de nuestro mundo.

Así pues, en Emmanuel Mounier reflexión intelectual y compromiso en la acción constituyen las dos columnas que sostienen un edificio teórico muy bien fundamentado teológicamente —en el que es posible detectar ideas luego desarrolladas y sancionadas en el Vaticano II—, máxime tratándose de un laico nuestro autor. No obstante lo recién dicho, harina de otro costal sería la controversia de considerar si Mounier supo —y digamos también pudo: recordemos que nuestro filósofo murió unos meses antes de cumplir los cuarenta y cinco años— construir lo que en círculos estudiosos y académicos se considera un sistema filosófico sistemático, acabado. A este respecto, cabe afirmar que efectivamente ha habido autores comúnmente adscritos a la corriente personalista y comunitaria —por lo demás, divergentes entre sí en no pocos aspectos biográficos y de itinerario intelectual—, tenidos por más “sistemáticamente personalistas” que Mounier.

Con todo, más allá de controversias, se yergue una verdad “de consenso”, a saber, las raíces y los fundamentos del personalismo comunitario están claramente descritos en Mounier, quien, ciertamente, no concibió la reflexión intelectual y filosófica como la expresión de la organización más o menos sistemática y gnoseológica de “constructos mentales” alejados de la realidad e incapaces de transformarla. Fue Mounier un filósofo con el mono de trabajo siempre puesto, y la suya así pues fue una existencia marcada por el compromiso profundamente moral de vivir en carne propia lo reflexionado en la escritura.

Siguiendo en su quehacer de pensador el giro copernicano que pretendió imprimir al curso de la filosofía occidental K. Marx —recordemos aquello tan marxiano de “hasta ahora los filósofos han intentado explicar la realidad sin transformarla, ahora ha llegado el tiempo de intentar transformar la realidad”—, Mounier aunó —insistamos en esto—, compromiso y acción, análisis transformador de la realidad y mística cristiana, activismo intelectual al frente de Esprit y vida ejemplar de esposo y padre, preclara y pronta sensibilidad ante el acontecimiento —que es siempre “nuestro maestro interior”— y pertenencia filial, apasionada y crítica a la Iglesia, diálogo con las grandes corrientes de la cultura y el pensamiento de su tiempo —marxismo, tradición del socialismo utópico y libertario, liberalismos...— y catolicismo “de izquierdas”, y todo ello sin rebajas en el ideal —motor de la existencia humana—, sin progresismos al uso a la baja o a la alza, ni siquiera en los episodios biográficos de incomprensión —también por parte de la Iglesia— y persecución que le tocó vivir.

Sí, en efecto, como hubo ocasión de afirmar en el recientemente celebrado I congreso Internacional de Personalismo comunitario, “Democracia, Persona y Participación Social (Madrid, Ciudad Universitaria, Fundación Pablo VI, 24-26 de julio, 2005), Mounier fue un seglar profundamente místico. No en vano, su interés por la mística española —san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús...— fue ciertamente notable, hasta el extremo de concebir la idea de realizar una tesis doctoral sobre la misma, tesis que finalmente no llevó a cabo. Pero sobre todo fue Mounier un hombre de intensa vida de fe, un “seglar traspasado por el fuego entusiasmante de Dios”. Y la fe cristiana, reparemos en ello, es esencialmente trinitaria, porque la Trinidad —Dios Padre, Hijo, Espíritu Santo— es un misterio de comunión fraterna, y por ende, radicalmente solidaria.

Y esto dicho pasa por ser, en verdad, parte de lo mejor de su testimonio luminoso: la profunda experiencia de Dios de Mounier, que, como acabamos de señalar, para un cristiano ha de ser experiencia esencialmente trinitaria. Esa experiencia de Dios fecunda su pensamiento, el pensamiento de un seglar que, llegue o no a los altares —es decir, a la consideración “oficial” de su santidad por parte de la Iglesia—, sigue siendo referencia luminosa para cuantos grupos, instituciones e iniciativas diversas deseen continuar empeñados en la tarea de concebir, gestar y dar a luz una civilización no poco distinta a la actual.

De ahí que su pensamiento, su vida y su acción estén ya canonizados por quienes, creyentes y no creyentes, siguen interesados en la génesis de un pensamiento gestado y articulado en la tensión necesaria para aunar la transformación sociocultural del desorden establecido y la vivencia de unos valores cívicos y morales abiertos a la trascendencia, capaces de considerar que la persona tiene valor y no precio —partiendo en esto del genio de Immanuel Kant, sólo que superándolo, llevándolo más allá—, capaces de reconciliara Atenas con Jerusalén —esto es, la razón humana con el Logos divino—, y a Marx con Kierkegaard, esto es, la dimensión social del pensamiento y la consiguiente acción transformadora con la —humanísima, dignificadora por tanto del ser humano— apertura personal a la trascendencia, que viene a ser justamente lo que invocaba el filósofo, teólogo y sociólogo judío Martín Buber cuando reivindicaba la necesidad de que el “socialismo debía ser, si no quería acabar muriendo de deshumanizaciones, místico, socialismo místico”.

Aun una penúltima consideración. Según información suministrada por uno de los congresistas en calidad de ponente —si no me falla la memoria, me estoy queriendo referir al filósofo y teólogo jesuita catalán Joseph M. Coll—, el recientemente fallecido papa Juan Pablo II reveló, en audiencia privada, a la viuda de Emmanuel Mounier, la belga Paulette Leclercq, que era no escasamente estimable la deuda intelectual que había contraído con su difunto marido, principalmente durante su etapa de profesor de ética y de filosofía en la Universidad Católica Polaca de Lublin (véase al respecto Volver a la persona. El método filosófico de Karol Wojtyla, del joven profesor mexicano Rodrigo Guerra López: Colección Esprit, Madrid, 2002, 348 páginas).

Es más, Karol Wojtyla, considerado por lo general más propiamente filósofo que teólogo, frente al papa actual Benedicto XVI, teólogo profesoral y profesional, no tuvo reparo alguno en admitir una influencia directa del pensamiento personalista de Emmanuel Mounier sobre sus encíclicas sociales, es decir, sobre textos papales tan notoriamente influyentes como Laborem exercens, Centesimus Annues, Sollicitudo Rei Socialis, e incluso sobre un escrito de capital importancia programática en el ministerio petrino del papa polaco, nos referimos a la Redemptor hominis.

Y finalmente una consideración ya sí que última. Si es común precisar que el personalismo de autores como Karol Wojtyla y J. Maritain es más teológico que filosófico —aclarado en la misma lengua de Cervantes: como teólogos sí estaríamos ante auténticos personalistas, como filósofos, más bien estaríamos ante neotomistas—, quedémonos con una certeza que ya ha aparecido en esta misma reflexión, a saber, el pensamiento de Mounier bien puede que no sea lo que oficial y académicamente se reputa como pensamiento sistemático —en toda regla, son más sistemáticos los también franceses Maritain y Paul Ricoeur, no así el judío Martín Buber, tan genial como asistemático siempre, al igual que tampoco es tenido por sistemático Gabriel Marcel, etcétera—, sólo que sí es pensamiento de una pieza, esto es, pensamiento dotado de una formidable coherencia interna: la fe elevada a vivencia mística, la urgencia insoslayable de pasar a la transformación del desorden establecido, la necesidad —por imperativos de la propia fe en el Dios de Jesucristo, idea que habría de subrayar el Vaticano II— del diálogo con todos, creyentes y no creyentes, la convicción de que el quehacer del intelectual ha de estar junto al mono de trabajo, a pie de obra, porque no de otra manera puede convertirse en pensamiento fecundo, propositivo, nutritivo para las transformaciones que se desean.

En definitiva, hablamos de un pensamiento que “es pensado con las manos” —intuición que ya descubrieron los maestros griegos. En Mounier, ese pensamiento a pie de obra, por tanto gestado y articulado no como mero ejercicio “aséptico” de filósofo de gabinete o de científico de laboratorio, fue progresivamente siendo nutrido por una vivencia personal de pobreza y desprendimiento: caminos hacia la meta de la justicia... Con tales materiales se permitió construir un pensamiento Mounier, muerto meses antes de cumplir los cuarenta y cinco años (1905-1950), que para algunos resistentes frente al postmodernismo decadente y ya sodomítico, sigue siendo testimonio luminoso.